¿Qué llevó a nuestros jóvenes a marchar aun rodeados de monstruos? / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Hace unos días la página de Facebook de este blog acogió una charla con
tres estudiantes universitarios (Evelyn Fernández, Ángel Quiroz y Daniela
Cornejo) que participaron de las recientes protestas en el contexto de una
agudización de nuestra crisis política, en la ciudad de Chiclayo. Nos acompañó el
politólogo Jorge Luis Vallejo. De este encuentro emotivo y clarificador, extraigo
estas reflexiones personales. Aquí el enlace de la conversación: https://fb.watch/1Z9jeHCVb3/
Una crisis de gran calado puede
ocasionar las reacciones más diversas. El humano es un ser que no responde del
mismo modo a las mismas circunstancias. Una posibilidad es el consuelo que da la
creencia en un más allá donde cesen nuestros padecimientos terrenales. “Cada
desastre es el recordatorio de una patria superior”, decía Novalis. Como en
Platón, en quien el declive de Atenas, su derrota ante Esparta y la condena de Sócrates
debieron decidir su fe filosófica en un reino celestial de donde las almas
cayeron a este mundo a causa de un castigo y adonde habrán de volver por medio del
cultivo de sus espíritus.
Otra respuesta a los tiempos nefastos es
la huida hacia un escondite físico o interior. “Cuando el astro que ilumina a
todos se apaga, se encienden las luces artificiales de las lámparas privadas”,
escribió Karl Löwith. El fuero privado, entonces, nos guarece a la espera de
que amaine la tormenta. Puede tratarse de un castillo amurallado, un cuarto de
hotel o un lugar de retiro en el campo. Pero también de un reducto puramente
mental, como las ciencias exactas a las que Ernesto Sabato, tras una honda decepción
personal, cuenta que se entregó como a “un universo no
carnal, a un refugio de alta montaña al que no llegan los ruidos
de los hombres ni sus confusas contiendas”.
Novalis: “cada desastre es el recordatorio de una patria superior”
Leo ahora unos relatos juveniles inéditos
escritos durante la pandemia que aún vivimos, y aparecen las señales de lo
terrible, sensibilidades inexpertas enfrentándose a la confusión y la
impotencia.
Cuán diferente es un cataclismo que
ocurre brusca y brevemente, como un zarpazo que no da tiempo para reconocer la
cara del enemigo ni para distinguir los macabros detalles del horror; de ese
otro mal que se anuncia desde lejos y con mucha antelación, que se aproxima sin
apresurarse, que llega sin remedio, se detiene y se dilata con una pereza
despiadada, hasta que en el cuello de alguien al lado asoma una mañana la marca
de sus colmillos. Las fauces de un virus que de tan afiladas se tornan imperceptibles
e insoportablemente lentas.
Una estudiante universitaria –Daniela Cornejo– dice creer que la tragedia provocada por el COVID-19 explica, al menos en parte, el levantamiento ciudadano del que acaba de participar activamente. La acción legítima e inesperada de una juventud que muchos juzgábamos apolítica, absorta en los cielos platónicos de la esfera digital, en contra de una vacancia presidencial que fue parte evidente y descarada de una maniobra perpetrada en el peor momento posible. Una ciudadanía primaveral y pacífica que marchó no a favor de ningún protagonista ni de parte de ninguna ideología, sino en nombre de la honestidad y el bien común. Nada menos.
Durante esta crisis sanitaria, todos nos
hemos dado de bruces con la frustración y la angustia, y en especial con la flagrante
ineficiencia de la salud pública. Pero solo en nuestros muchachos de poco menos
o poco más de veinte años, esa colisión brutal y el aprendizaje a la mala de
que las aportaciones de todos se deshacen en la inutilidad de las instituciones
concebidas para nuestro bienestar produjo, de pronto, una reacción organizada, sincronizada
por la coincidencia masiva de las incertidumbres personales y fabulosamente apoyada
por las tecnologías que otros veíamos como seductoras evasiones de la dura realidad.
Una ciudadanía primaveral y pacífica que marchó no a favor de ningún protagonista ni de parte de ninguna ideología
Junto al humor de la parafernalia de
estas movilizaciones, que le ha dado un entrañable y tierno sello de
autenticidad, algunas de sus pancartas decían con cruda franqueza: “Siempre
deprimido, nunca oprimido”, “Me quitaron tanto que hasta me quitaron el miedo”.
Pienso en cómo tras una hecatombe un
país logra en pocos años su reconstrucción material y su recomposición económica.
Por ejemplo, la Alemania reducida a escombros bajo el fuego desmesurado de los
bombardeos aliados sobre varias de sus ciudades, aun después de la derrota de
Hitler.
Cómo un continente, la Europa luego de
la pavorosa Peste Negra del siglo XIV que volvió varias veces en oleadas de una
mortandad apocalíptica, encontró en el extremo de su desolación el impulso para
levantar la cultura del Renacimiento y la modernidad en general, decidida a transformar
la sociedad, el arte y el comercio, hasta proponerse el dominio de la naturaleza
que antes la había avasallado por medio de la ciencia y la invención de
máquinas.
Pienso en cómo una catástrofe natural puede,
en lugar de hundir el ánimo colectivo, más bien templarlo y acerarlo como, por
ejemplo, en los habitantes de un Japón tan cívico y disciplinado, aleccionados tal
vez por la frecuencia de los terremotos sobre el suelo de su hermoso país.
“Siempre deprimido, nunca oprimido”, “Me quitaron tanto que hasta me quitaron el miedo”
En cómo un solo sismo de magnitud aterradora
sacudió no solo la capital mexicana en 1985, sino también a su población
aletargada y resignada a la interminable continuidad del gobierno del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), al que Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta”,
llevándola al descubrimiento de sus fuerzas como sociedad a través de la iniciativa
y la solidaridad que acompañó la dolorosa tarea de rescatar víctimas bajo los
cascotes de edificios que se doblaron como si fueran cartulinas. Entonces, los
mexicanos se dieron cuenta de que, juntos, podían cambiar las cosas y no solo
volver a levantar lo que acababa de caer.
En la actuación humana no hay leyes inexorables
como en las interacciones de la materia. La pandemia en curso ha sido tan feroz
aquí como en otros lados, y ha actuado por igual en todas las edades. ¿De qué
modo ella ha tenido que ver con la inusitada reacción de tantos ciudadanos jóvenes
que salieron a las calles a defender su país? Politólogos y sociólogos establecerán
con el tiempo teorías y relaciones de causalidad de todo tipo.
Por mi parte, creo que se ha tratado sencillamente
de ese misterio tan humano que llamamos libertad, y que da lugar a acciones que
no se deducen matemáticamente de la suma de todas las variables. Ese poder de
inicio, decía Hannah Arendt, que es la voluntad capaz de romper la férrea lógica
de la naturaleza. O, según Isaiah Berlin, esa gran diferencia entre la libertad negativa –falta de coacción– y
la libertad positiva, que es la disposición
para actuar y moverse, que no deriva de la sola relajación de la falta de
cadenas o del aire puro de una ausencia de prisión.
El hecho de haber vivido un extenso
encierro producto de una cuarentena torpemente planificada, podría haber tensado
el pecho de nuestros jóvenes y puesto a cocer a fuego lento una respuesta que alcanzó
su punto de cocción en el silencio y la soledad, y gracias a una intensa mensajería
de redes sociales que, a través del don irreemplazable de la palabra, les
permitió calar la magnitud de lo vivido.
Quizá ha habido una ira embalsada en esas manifestaciones, que de paso han probado que la valentía no es incompatible con la alegría y la festividad
Una enfermedad remota, repentina y desconocida
vino a destrozar sus rutinas y a ensombrecer sus estudios y proyectos laborales,
mientras arrimaba la muerte a sus costados cercenando esos miembros vitales del
alma que son para todo humano las personas más queridas y cercanas.
Quizá ha habido una ira
embalsada en esas manifestaciones, que de paso han probado que la valentía no
es incompatible con la alegría y la festividad,
esa actitud llena de encanto y luz que un abyecto plan policial cubrió primero con un calculado apagón y luego con nubarrones de gas lacrimógeno, en una bruma
artera cruzada por balas y perdigones segando cuando menos dos preciosas vidas
que tanto extrañamos y no paramos de llorar.
Quizá en sus corazones madurados en la
oscuridad –que otros creíamos apoltronados por el engreimiento de padres que
habían logrado surgir económicamente después de otras crisis– había una zona
oculta, una esquina no irrigada aún, y que un grave error político bastó para poner
a latir a toda potencia y para siempre, ojalá.
Creo, en suma, que sus protestas no
solo no obedecen a ninguna manipulación ni son la obra de una conspiración
internacional, como difunden otros desde la torre de marfil de sus dogmatismos
y paranoias. Son más bien la obra de una hermosa sensibilidad que no merece ser
manchada con especulaciones infames, porque lleva dentro una herida profunda, un
dolor aún no coagulado que tenemos el deber de respetar. Nosotros, los mayores,
que no hemos tenido jamás el coraje de todos ellos ni hemos recibido jamás de
nadie la esperanza que ellos ahora nos han dado.
El virus que azotó al mundo este año, aquejó a cada ser humano de este planeta, suprimió al hombre de la comunidad y lo confinó a la soledad, como ya nos lo había enseñado antes, mediante la voz de Karl Löwith: "El ‘astro que ilumina a todos’ se ha puesto y en la noche solo brillan las ‘luces artificiales de las lámparas privadas’ ”. El confinamiento que hubo, logró un despertar en todo el mundo, una reflexión sobre nuestras vidas (como también lo hizo la Peste Negra hace algún tiempo atrás), sirvió también para que las personas nos informemos de todo lo que realmente pasaba; lo cual hizo, que se rompa esa burbuja en las cual nos encontrábamos y despierte, como usted muy bien dice, esa instinto humano de libertad, de personas que ya no soportan más un Estado de desigualdad.
ResponderBorrarQué lúcido y emotivo comentario, muchísimas gracias!
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