No tengo el orgullo de ser peruano ni soy feliz… / Por: Víctor H. Palacios Cruz
La amarga coyuntura
nacional es otro pico en una prolongada crisis que no acaba nunca. Las conductas canallescas
que deploramos no van a tener fin ni con nuestra legítima protesta ni con unas
elecciones urgentes y deseadas. Más allá de la reforma pendiente del sistema
electoral, los partidos políticos y el Estado en su conjunto, un futuro político
saludable pasa por descender a la raíz, esa zona a la que no nos gusta mirar
porque nos deja tan en evidencia: una ciudadanía marchita y una sociedad desarticulada.
Clínicas
inflando los costos de unas pruebas del Covid-19 poco fiables, llenadores de
transporte público incumpliendo el distanciamiento social, adolescentes
festejando y exponiendo a sus hogares a lo irreparable, vecinos elevando un
ruido que invade otras casas, profesores de colegio o universidad vendiendo
notas, trabajadores delatando a trabajadores, gente haciendo turno en dos o más
colas a la vez, pistas destrozadas a punto de convertirse en ruinas arqueológicas,
funcionarios de todo rango usando el patrimonio público para
cometidos particulares…
Los
políticos a los que repudiamos, ¿iban a ser necesariamente distintos al peruano
común que no sabe vivir en comunidad ni respeta los bienes superiores a sus fines
personales? ¿Podría esperarse que los congresistas tengan mágicamente unas virtudes
que no son frecuentes en la población a la que representan? Ellos no han
caído del cielo como cuerpos errantes en el Sistema Solar, sino que han surgido de entre nosotros mismos.
¿Podría esperarse que los congresistas tengan mágicamente unas virtudes que no son frecuentes en la población a la que representan?
¿Y
qué esperábamos de ellos si llevamos décadas viendo en la política la miseria
de sus actores más que la eminencia de su sentido original, ahuyentando con
ello a las vocaciones más idóneas y los corazones más honestos? Esos pocos justos
de una Sodoma nacional que prefieren o salir del Perú o contentarse con un buen
empleo y vivir sin más preocupaciones que las estrictamente privadas.
Nuestra
enseñanza universitaria prioriza el éxito, el triunfo individual o, a lo sumo –como
se dice noble pero equivocadamente en mi opinión–, la “formación de líderes”, esa palabra manida que no
soporta toda la grandeza que se le quiere bienintencionadamente adjudicar. Porque
“líder” significa en esencia “aquel al que otros siguen”. Por tanto, desear
líderes es suponer que un grupo de seres incapaces de actuar deben ir detrás de
alguien que les señale un rumbo. Un día, por una desgracia o por el paso del tiempo, el líder se irá dejándolos en el desamparo, mirando el aire mientras
esperan sentados el advenimiento de otro que les diga por fin hacia dónde
volver a caminar.
Nos cuentan todo el tiempo que somos tan buenos y tan ricos que ya nada nos concierne ni responsabiliza
Liderazgo
y éxito fomentan por igual la verticalidad y no el horizonte propio del vivir juntos. Fomentan el
individualismo, porque se dirigen a personas y no a ideales o proyectos. Una sociedad
es una construcción sostenida por el esfuerzo común, y no la hazaña pasajera de
una figura solitaria que no tendrá reemplazo.
¿Qué esperaban de un país cuyas aulas colegiales inculcan el orgullo por un pasado glorioso que no hicimos, por bellos paisajes que no esculpimos y por una comida suculenta que no basta para hacer digna y equitativa a una sociedad?
Con un lindo vals en el oído, cantamos “tengo el orgullo de ser peruano y soy
feliz…”, las almas adormecidas por el arrullo de grandezas no forjadas sino
recibidas: las líneas de Nasca, las piedras de Machu Picchu, las novelas de
Vargas Llosa, unas playas idílicas, el cebiche y el pisco sour. Entonces para qué hacer más, excepto disfrutar exonerados del deber de cambiar las
cosas y asumir nuestra parte delante del deterioro de lo público,
porque para eso están las autoridades y, si no están, yo tampoco estoy. La
queja diaria y la inacción absoluta, el lamento repetido y la falta de agallas
para la iniciativa. Nos cuentan todo el tiempo que somos tan buenos y tan ricos
que ya nada nos concierne ni responsabiliza.
¿Qué miran cuando levantan sus pequeños ojos hacia una bandera que es solo una abstracción que jamás los ha llegado a abrazar?
Nos
horrorizamos antes un Congreso escandaloso, pero ¿qué esperábamos si nuestra educación
crecientemente mercantilista se inclina cada vez más al engreimiento de los alumnos,
al punto de crearles facilidades para ahorrarles una mala calificación, privándolos del aprendizaje fundamental de experimentar
las consecuencias de lo que uno hace o no hace?
¿Creen
ustedes que nuestras calles son entornos edificantes capaces de inducir en los jóvenes
el cariño y el cuidado de la ciudad? Si en el último rincón de nuestra
geografía, nuestros niños reciben sus clases en salas precarias las pocas veces
que el profesor los visita, ¿alguien puede pretender que crezca en ellos el
amor a una nación que los ignora y humilla? ¿Qué miran cuando levantan sus pequeños
ojos hacia una bandera que en lo alto es solo el símbolo de una
abstracción que jamás los ha llegado a abrazar?
Si más allá de nuestras autoridades la indecencia sigue y se multiplica, ¿no es absurdo creer que unas elecciones periódicas podrán corregir los hechos?
Si
más allá de nuestras autoridades la indecencia sigue y se multiplica, ¿no es
absurdo creer que las próximas elecciones corregirán los hechos? La realidad no se
modifica pasando de unos bandidos a otros, sino transformando a fondo y a
largo plazo un país en que la excelencia al servicio de los demás llegue a ser ya
no un milagro sino una cualidad colectiva.
Queridos
estudiantes, decía en una de mis clases, ¿les duele lo que acaban de perpetrar unos congresistas ruines que quizá se parecen a nosotros más de lo que estaríamos
dispuestos a aceptar? Nosotros que miramos la paja en el ojo ajeno y no la viga
en el nuestro, y que descuidamos la vieja lección de Pítaco de Mitilene: el
poder no corrompe sino que, más bien, desenmascara.
El
mejor modo de empezar a enderezar el rumbo de un país testarudamente imposible
es empezar por honrar nuestros más modestos deberes, por ejemplo una clase
bien dada y bien recibida. Las cosas no mejoran tirando piedras contra una
fachada, o arrojando conos o puñetazos contra los rostros que aborrecemos.
El mejor modo de empezar a enderezar el rumbo de un país es empezar por honrar nuestros más modestos deberes
El
país que tenemos no es una condena de los astros, sino la consecuencia cotidiana
y acumulativa de una cantidad de decisiones e indecisiones, de actos y de
omisiones por igual. Es, en fin, una culpa compartida.
Por lo mismo, el país de mañana no será algo que habrá de pasarnos, sino el país al que nos llevará todo aquello, grande o pequeño, que hagamos ahora.
A
pesar de la heroicidad no de las estatuas sino de mucha gente viva y dispersa,
en un país de talentos y sacrificios que carecen de un proyecto común; más allá
de su historia y sus encantos, no me siento orgulloso del Perú. Por el
contrario, el Perú me duele y avergüenza. Y ante todo, me obliga de una forma
que me aflige que sea por ahora solo esta: pensar y escribir.
En
todo caso, no siento orgullo, pero sí esperanza cuando recuerdo a los muchos
jóvenes que he conocido y que integran colectivos de un activismo prometedor y
valeroso. Por ellos y por mis hijos, anhelo tanto que nada los corrompa en su camino
y que entiendan que una patria no se repara con indignaciones y marchas callejeras -sin embargo, necesarias-,
sino con un trabajo largo, paciente y callado, a menudo en las sombras donde
respira el secreto funcionamiento de toda sociedad.
Maravilloso, preciso, real, y por lo mismo que real tiste. Gracias por ser una voz lúcida en este momento tan dificil.
ResponderBorrarOjala se difunda y se asuma, aunque para eso se necesita habilidades para la lectura crítica y mirarnos a nosotros mismos con objetividad.
Mi hija me decía anoche algo que va en esa linea, ¿Acaso lo que hacen los politipol a gran escala no es lo mismo que hace el peruano en su pequeño ambito, al plagiar en un examen, llevarse cosas del trabajo o darle coima al policía cuando te pasaste la luz roja?
Gracias nuevamente.
Lo comparto.
Cuanta razón tienes, mi estimado Victor Hugo. El tema es muy complejo, pero en el que debamos trabajar todos los peruanos. Muchas gracias por la excelente reflexión.
ResponderBorrarEscritos precisos y necesarios en el contexto que estamos pasando y que gracias a sus reflexiones aprendamos a quienes estamos en formación.
ResponderBorrarQue alegría tenerlo como educador.
La política será renovada desde adentro. Yo si tengo el orgullo de ser peruano pues con mi comportamiento me distingo en una estructura corrupta que enfrento.
ResponderBorrarComprendo tu pesimismo pero debes desarrollar mucho más tu esperanza y se logra participando, es decir, enfrentando al monstruo.
Te quiero mucho, siempre recordado amigo.
Gracias, querido Martín, por tu lectura sensible y además, como me consta, muy comprometida. Sé que nuestra discrepancia no solo es fraterna, sino incluso mínima. El título de este artículo propone una consciente provocación, quiere causar una reacción. De ahí su retórica y su cierta ironía. Por lo demás, debo decir que una etapa del cambio que tú, yo y tantos queremos -que no es concluyente desde luego, pero sí ineludible- es la confrontación sin ambages con los hechos, con la franqueza descarnada que corresponde. Al menos si queremos ir al fondo de la cuestión y tomar el toro por las astas. Un abrazo enorme y siempre esperanzado!
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