Mis alumnos me han enseñado... / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Dice Julio Ramón Ribeyro en sus Dichos de Luder que “es más fácil amar a
la humanidad que al prójimo”. Nada ha replanteado más resueltamente el
interés que pueda haberme inspirado la suerte de esa porción de humanidad que es mi país que el haber llegado a
ser padre, justo porque no hay ser más “prójimo” –es decir “próximo”– que
aquel que le da rostro y latido propio al abrazo más fuerte que humanamente
pueda darse, el abrazo del amor.
En la tersura de la piel de mi
hijo de año y medio -sobre la cual atisbo sus sueños, entusiasmos y afecciones- veo la humanidad tan conmovedoramente cerca, su cuerpo vulnerable y dependiente
de mis fuerzas y sentidos, que me agiganta y a la vez me abruma, porque
siento que se le ha encomendado a un mortal tan incapaz, dubitativo e
imperfecto, el cuidado de una vida sagrada e impredecible que, como cualquier
otra en este mundo, puede llegar a cambiarlo todo por medio de su camino.
Solo paseando a mi bebé en su
cochecito por las calles he caído en la cuenta de la hostilidad que ellas
tienen en la mayor parte de las ciudades peruanas. Por ejemplo, asfaltos y veredas
agrietados o destruidos, por donde también un discapacitado
correría un considerable peligro. En esa inviabilidad del espacio público el padre que soy toca, sin necesidad de razonamientos ni de informes sociológicos, la crueldad y la injusticia del lugar en que vivimos.
El cuidado de mi hijo me ha
vuelto más atento y tal vez menos incomprensivo con la condición y
el destino de todas las vidas que surgen en mis ocupaciones, por ejemplo las de
mis alumnos.
Por todo ello, como padre y como profesor, la muerte de dos jóvenes a causa de la artera, injustificada y brutal represión policial durante una manifestación pacífica en el centro de Lima, me ha atravesado el pecho como una espada de hoja pesada y ancha. Aquella marcha multitudinaria y única en la historia nacional, extendida a todas las capitales del Perú, se proponía exigir, y con los medios más legítimos, unos cambios políticos urgentes en la delicada coyuntura que todos conocemos. No respondían a ninguna manipulación ideológica interna o extranjera, como alega el desconocimiento más insensible que yo haya visto entre algunos de mis colegas.
No encarnaban una ambición partidaria
en un sentido o en otro, no pedían un giro de los hechos ni hacia la izquierda
ni hacia la derecha, sino, como ha ocurrido tan pocas veces en la República, el simple enderezamiento de la sociedad a
la que pertenecen. Han reclamado lo más puro y necesario que puede sostener y mover
a un grupo humano: la decencia, el respeto y la probidad.
El costo de unas vidas hermosas e ilusionantes ha aumentado la indignación de todos ellos a los que parece que nada va a arredrar –y qué orgullo siento, entonces–, así como ha aumentado el repudio de una clase política –concentrada especialmente en el congreso– tan curtida en su mezquindad, sus almas cubiertas con una caparazón de granito que les impide sentir el clamor de la gente a la que dicen representar. Buitres hambrientos capaces de anteponer a la funcionalidad de la patria las motivaciones más inconfesables y mezquinas, carentes todos ellos de la grandeza que, delante de una crisis, siempre se tiene la oportunidad de tener o siquiera de simular para la galería.
Y entonces pienso que estos
muchachos, en una gran proporción universitarios y entre los cuales se encuentran
muchos alumnos y ex alumnos míos, han salido a la calle a involucrarse con la
voz, con el cuerpo y hasta con la vida en el rumbo de eso que quizá nunca
aprendieron bien en el colegio qué era, que apenas asociaban a una etérea
serie de símbolos y colores, o a ciertos partidos de fútbol y que, de pronto, han descubierto a golpe de corrupción y fechorías de sus autoridades, como esa madre buena, venerable y fundamental
que nadie les había presentado, a la que han corrido a defender y abrazar con
rabia y con ruido, pero también con una fidelidad y una ternura que nos han estremecido.
Yo soy el profesor de muchos de
ellos en la ciudad donde vivo, pero en la noche del 14 de noviembre, ellos, mis
estudiantes, me han enseñado a mí mucho más de lo que en todos los años de mi
oficio yo he sido capaz de enseñarles a ellos. Precisamente, entre el trabajo académico y los
cuidados de mi bebé, me veo impedido de salir y sumarme a estos actos cívicos de
extraordinaria urgencia, en estos tiempos de pandemia en que debo extremar las
precauciones para proteger esta existencia alrededor de la cual gira ahora la
mía.
Las muertes de Inti y Bryan,
aquellos chicos a los que sus familias vieron cruzar la puerta de sus
casas sin las ceremonias con que antaño se despedía a un soldado que partía a
la guerra, han podido ser las de mis alumnos o –tiemblo al decirlo–
la de mi propio hijo que, en unos años y con una valentía que yo no he tenido jamás, podría salir también a defender el país, la humanidad que yo he intentado enseñarle a querer.
Queridos muchachos, tengo
sentimientos encontrados, no deseo que nada les haga daño, ni siquiera que los
lastime la indiferencia de tantos adultos, y a la vez solo puedo ver en
ustedes, y en ningún otro lado, la esperanza de algo venidero distinto, digno
y luminoso. Jamás traicionen lo que impulsa sus desvelos y batallas. En nombre de todo lo que ahora los mantiene en pie, lleven
con la misma integridad y coherencia esa ilusión a cada detalle y cada deber de
sus estudios, sus casas y sus afectos.
Recuerdo una cita de José
Saramago: “los jóvenes no saben lo que pueden y los viejos no pueden lo que
saben”, y me peleo con ella, porque ustedes, tan jóvenes, saben mejor que
muchos lo que quieren y lo que hace falta querer en estos tiempos cruciales, porque lo ven no a través del velo de una teoría, sino a través del
aire puro que extiende la mirada limpia, el corazón honesto y el ánimo
templado y magnánimo.
Y también me peleo con esa cita porque yo no quiero renunciar a mi papel, por modesto que sea, y deseo ir detrás de ustedes o verlos desde mi ventana. O alentarlos con palabras que, sin embargo, no tienen suelas para pisar las plazas y las avenidas, ni el volumen que sale de sus gargantas erguidas por el coraje. Ustedes que recorren la calle soportando el frío o el calor, luchando por ustedes mismos, pero también por nuestros hijos más pequeños y hasta por aquellos profesores que no han podido entender sus sufrimientos y sus convicciones.
Quizá mi mejor
palabra sea ahora el silencio. Un silencio que retroceda respetuosamente porque en este momento, en la atormentada vida de este país, son ustedes los que tienen la
palabra. Y a mí solo me toca prestar atención y aprender.
Es triste e indignante no solo para la comunidad universitaria, sino, para todo el Perú la muerte de Bryan e Inti, jóvenes universitarios al igual que yo. A manos de quienes tienen por función protegernos.
ResponderBorrarGracias por sus hermosas palabras, y también por ser un docente de tan alta calidad.
Profe realmente agradecía por ese sentir expresado en sus palabras.
ResponderBorrarY es un hecho que realmente está afectando a todos los peruanos.
Gracias por este escrito profe!
Muchas gracias profesor, por su apoyo, colaboración y comprensión. Me ha decepcionado mi casa de estudios, pero me he dado cuenta que nuestros profesores sí nos apoyan al margen que puedan. De antemano les pedimos disculpas si les ocasionamos molestias o incomodidades, pero solo buscamos un cambio, un Perú mejor. Estamos luchando para destruir esos gigantes que comen de nuestro sufrimiento, que se nutren de nuestro esfuerzo y nos roban, acusan, avenguenzan, maltratan y aún así siguen "representándonos"; estamos hartos eso, estamos hartos de la corrupción, todos seguimos una misma causa, que es el bien común. No solo por nosotros, sino para todos. Muchas gracias por sus palabras.
ResponderBorrarGracias a todos por comentar, pero sobre todo por marchar y defender lo que muchos no hemos sabido defender en tanto tiempo. Gracias por su ejemplo a todos ustedes, son mis héroes, nuestros soldados sin armas, ustedes mismos más hermosos que la bandera. Nunca traicionen aquello por lo que ahora han protestado y llévenlo hasta las cosas pequeñas de cada día. Abrazos de aliento
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