Querido café, tu historia y la mía / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Jorge L. Borges y E. Sabato en 1974.

A Cristina Morán, Piero Palacios, 
Carlos Cervantes y Giannina Solari. 

Según la leyenda, algún tiempo antes del siglo XV, un pastor de las tierras altas de Abisinia, observó la conducta inusualmente alborotada de sus cabras. Se acercó y observó unas bayas rojas esparcidas por el suelo. Miró el arbusto de cuyas ramas pendían los mismos frutos, tomó algunos entre sus dedos sucios y ásperos y, bajo el rotundo sol de su país, los mordisqueó a ojos cerrados. Sin tener que esperar mucho, experimentó un repentino ascenso de ánimo. Poco después, en lo alto de una alegría inapagable, terminaría componiendo canciones a su amada. Había sido víctima del efecto tonificante que, ahora mismo, agita mis dedos como un rebaño inquieto sobre la planicie de mi teclado de computadora.

Primero unos monjes en una abadía etíope, y luego musulmanes sufíes de Yemen utilizaron una preparación rudimentaria de esta bebida para refrenar el sueño durante sus prolongados ratos de oración. Posteriormente, alguna autoridad de La Meca cerró los establecimientos donde se servía café en el siglo XVI por el mismo motivo que serían censurados por Carlos II en la Inglaterra del siglo XVII: su complicidad con la licencia de las costumbres, y sobre todo con el intercambio y la generación de ideas contrarias al orden social.

Se ha acusado al café de complicidad con el intercambio y la generación de ideas contrarias al orden social

Aun antes de que el café fuera conocido en Europa, el médico alemán Leonhard Rauwolf volvió de Oriente y habló de él como “una bebida oscura como la tinta”. Descripción inexacta, puesto que, como me explicó un galardonado caficultor de Villa Rica, el color de este brebaje se aproxima más bien a un tono tostado como el de la pelambre de una variedad de oso de anteojos que llegó a ver en las proximidades de sus campos.

Pese a todo, descripción visionaria la de aquel viajero germano, pues en Occidente, desde Viena y París hasta New York y Buenos Aires, el café quedaría pronto indisolublemente unido a los hábitos de la inteligencia y la conversación, vinculado en consecuencia a la escritura de poemas, cartas, panfletos o filosofía. Un rito que he honrado hace un instante, con la esperanza de que a lo largo de mi sangre la bebida todavía caliente ponga en pie las palabras que me faltan. Si bien sé perfectamente que el café proporciona una buena compañía tanto si uno desea ponerse a pensar cuanto si uno desea no pensar absolutamente en nada y, más bien, callar y limitarse a sentir. 

Gabriel García Márquez

Ahora bien, si en un inicio se juzgó que el creyente podía hallar en este estimulante un aliado para la práctica de su devoción, pronto los eclesiásticos temieron el imprevisible poder que podría adquirir esta droga en el cuerpo de los mortales. Un comité pontificio pidió al Papa Clemente VIII, a inicios del siglo XVII, que vetara la ingesta de este trago satánico por ser del gusto de los árabes que habían conquistado Constantinopla y Tierra Santa y quedado, entonces, a las puertas de Europa como una constante amenaza para la cristiandad. El Pontífice pidió una taza para tener conocimiento por sí mismo. Bebió un poco y, de repente, un destello le rejuveneció los ojos. Iluminado por el espíritu de la cafeína, resolvió que en verdad sería una lástima dejar esta delicia para provecho únicamente de los infieles. “Vamos a vencer al diablo bautizando esta bebida”, se cuenta que dijo.

El café quedó unido a los hábitos de la inteligencia y la conversación, en consecuencia vinculado a la escritura

Y diciendo amén, el café se propagó por todas las ciudades de Europa. No mucho después arribó a las colonias inglesas en Norteamérica y a los territorios portugueses en Brasil, de donde pasó a Colombia, Venezuela y Centroamérica. Andando el tiempo, las migraciones y los caminos, terminó por llenar esta taza a mi costado, que tiene el aspecto de una pupila redonda e incapaz de parpadear.

De boca en boca fue también viajando el vocablo que le dio nombre, que en rigor proviene del árabe cahuah, que significa “asco de comer” o “carecer de apetito”, y con que se designaba a toda bebida que, como el vino, provocara embriaguez y por ello pocas ganas de afrontar una comida. Según Antoine Galland, el derivado kahveh en lengua turca se convirtió en caffè en los oídos italianos. Del mismo modo que, según narra el historiador José Antonio Del Busto, “Perú” viene de Virú que “unos indios pronunciaron mal y unos españoles escucharon peor”.

Jean Paul Sartre en 1966.

En suma, el café, una bebida de conspiradores, de hombres que se reúnen en secreto para urdir manifiestos y revueltas. Las cafeterías fueron, en efecto, los lugares donde se citaban y discutían los ideólogos y actores de la Revolución Francesa y la Independencia de los Estados Unidos de América.

Sin embargo, bajo la mentalidad patriarcal de la Turquía del siglo XV, el café llegó a ser también un derecho femenino inalienable, al punto que una ley llegó a permitir a cualquier mujer divorciarse de su esposo si este no le garantizaba la disponibilidad doméstica de esta bebida.

Una ley turca permitía a cualquier mujer divorciarse de su esposo si este no le garantizaba la diaria disponibilidad de esta bebida

Johan Sebastian Bach compuso –ignoro si entre sorbo y sorbo de esta sustancia inspiradora– una Cantata del café, donde se cuenta la historia de una joven tan aficionada a beberlo que ruega a su padre que, si ha de castigarla, que sea privándola de sombreros, faldas y paseos, pero nunca del café, y si llega a casarla, que sea con un caballero que le asegure poder consumirlo cotidianamente. “Sin mis tres tazas de café diarias me marchitaría” y “su agradable aroma es más sabroso que mil besos y más dulce que el vino moscatel”.

En el contrato civil y religioso de mi matrimonio no hay cláusula alguna parecida, pero el periplo que nos llevó hasta allí –y que prosigue con el mayor brío– puede perfectamente dibujarse con una línea hecha de una sucesión de puntos. Las innumerables tazas que hemos compartido.

Cafetería Els Quatre Gats de Barcelona.

Nos enamoramos bebiéndolo, y leyendo nuestros escritos. Es más, aún vivimos en una urbanización llamada Café-Perú y, según mis pesquisas vecinales, el nombre se debe a que aquí vivieron trabajadores de una planta productora de café. Incluso las calles se llaman Amazonas, Santiago o Chirinos, por las regiones lejanas de donde se traían los insumos.

Sin embargo, en unos pocos días nos vamos a mudar –junto a nuestro bebé que, por cierto, tiene ojos color café– a otro departamento cerca de aquí en un edificio llamado Monteverde, que por el nombre será sin duda un paisaje ideal para el próspero cultivo del café. Lo que significa que en realidad pasaremos de una taza a otra dentro de la cual seguiremos departiendo jubilosos, pues, como dijo Robert Louis Stevenson, “el matrimonio es una larga conversación”. Con un café en medio desde luego.

Decía R. L. Stevenson: “el matrimonio es una larga conversación”. Con un café en medio desde luego

Recuerdo que una vez, en mi primer semestre de universidad, hace tanto tiempo, le pedí a mi mamá que me regalara un poco de café molido para obsequiarlo a un amigo. Teníamos clase un lunes a primera hora, pero ese día él llegó tarde y guardé la doble bolsa bien cerrada debajo de mi mesa en el aula. Al rato, concentrado siguiendo la magnífica clase de nuestra profesora de lingüística, me di cuenta de que todos se miraban entre sí dejando en el aire a la deriva una misma pregunta sin palabras. Tardé en reaccionar y caer en la cuenta de que buscaban el origen de un olor reconocible y penetrante.

Café Tortoni en Buenos Aires.

El aroma cafeínico me era tan familiar que quizá pude olvidarlo por momentos como se olvida el oxígeno que se respira. Allá en la sierra piurana donde los cafetos crecían a la sombra de árboles de plátano, granadilla y maracuyá junto a la casa de mis abuelos, yo lo he visto cosechar, poner a secar, descascarar bajo una piedra llamada batán, ventear a la intemperie, tostar sobre la cocina de leña y, sobre todo, lo he molido yo mismo tantas tardes en que mis pulmones lo aspiraron mientras afuera el cielo cóncavo se iba llenando de un café profundo endulzado con estrellas.

El aroma cafeínico me era tan familiar que quizá pude olvidarlo por momentos como se olvida el oxígeno que se respira

Seguro que, al beberlo, la entreverada vegetación de afuera reaparecía en la taza de mi boca. Pero mi conciencia no era capaz de registrar toda esa riqueza tal vez porque vivía inmerso en esa viva mezcla de estímulos. Me inclino ante esos paladares expertos que capturan hasta la última cualidad de un vino tinto y describen su comportamiento desde la copa y el olfato hasta la impregnación en la garganta, y aun el gusto “en boca” posterior al primer sorbo. Esos especialistas están dotados de unos órganos sensoriales definitivamente sobrehumanos.

En el empaque de mi café, cosechado en Villa Rica y enviado desde Lima, leo que en su interior hay notas de “cacao, ligero floral, cítricos, panela y frutos secos”. De todo lo cual debo haber percibido apenas la mitad o aún menos. Pero me emociona el hecho de que se brinde la información aun cuando el consumidor no pueda apreciar la totalidad de lo que disfruta. Me compré un libro y me dieron una biblioteca.

Café Gijón en Madrid.

Justo en ello es donde advierto la ética ejemplar del negocio, que es –a todo esto– la iniciativa de la esposa de un querido amigo. Darle a la gente más de lo que es capaz de percibir es una generosidad que solo puede provenir del amor al oficio y, claro, del amor al café y a su variado universo. La primera persona a la que uno desea complacer vendiendo un producto es uno mismo.

Eso es lo que suelen hacer los grandes artistas a cuyos libros, sinfonías o películas volvemos para encontrar lo que no vimos todas las veces anteriores que pasamos por allí. Por ejemplo, El matrimonio Arnolfini, una pintura sobre el cual Jan Van Eyck se empeñó en trazar obsesivamente hasta el último filamento del pelaje de un pequeño perro a los pies de la pareja retratada, que en una era sin nuestros trucos tecnológicos casi nadie podía permitirse observar. Solo el autor de la obra sabía que estaban allí.

Darle a la gente más de lo que es capaz de percibir es una generosidad que viene del amor al oficio y del amor al café

El filósofo pre-socrático Empédocles enseñó que el Amor era lo que en el universo ataba de infinitos modos los cuatro elementos que componían lo existente: el agua, el aire, el fuego y la tierra. Nada me hace pensar más en esa fuerza cósmica que una fruta, una flor o un café –el de mis abuelos o el de mis amigos– en que se reúnen los hilos separados de diversas unidades previas concurriendo en la misma textura, el mismo aroma y el mismo sabor.

Como en mi cabeza donde a estas alturas ya se confunden pastores, cabras, monjes, mercaderes, viajeros, papas, revolucionarios, filósofos y agricultores de Villa Rica.

Café bar del Hotel Bolívar en Lima.

A la inversa, ningún camarero o camarera sabe todo lo que salió de cada café que me trajeron a la mesa. La lectura de un libro que me transformó, un texto que escribí y que alegró a algún lector, la preparación de una clase que gustó a mis alumnos, la inolvidable charla con un amigo, o, de vuelta aquí, todos los abrazos con la mujer de mi vida de los que finalmente están hechas estas paredes y esta mesa sobre la que sigo tecleando y que estoy a punto de dejar, porque el fondo desierto de mi taza en este instante es ya un grito que reclama una inaplazable repetición.


Comentarios

  1. Me gustó el artículo. Bastante información sobre está deliciosa bebida, que ,por prescripción médica ,he tenido que dejar, muy a mí pesar...
    Abrazos, Víctor Hugo.

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  2. Excelente me encantó este artículo, acabo de enterarme muchas cosas.






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