Gracias, Chachapoyas / Por: Víctor H. Palacios Cruz




Estos tiempos de distancia empiezan a impulsar el turismo del campo, el de las playas y el de las caminatas que se internan por paisajes y vestigios arqueológicos. Exploraciones solitarias o en pequeños grupos que suponen una relación distinta con los espacios, esas interacciones sensitivas que el cuerpo había olvidado durante el encierro. Chachapoyas es solo uno de los innumerables destinos del país perfectos para estas excursiones. Comparto el pasaje donde consigné un inolvidable día de paseo por algunos de sus destinos más conocidos, tomado de mi libro El polvo de las sandalias (Caramanduca, 2014).

 

Lo de hoy en Chachapoyas llenará una página dorada en el álbum de mis recuerdos. Una excursión de la que acabo de volver hace unas horas: kilométrica, contrastada y vibrante, que me ha dejado unas piernas hechas de plomo. Siento que arrastro mis pies antes que ser trasladado por ellos. Y no me importa nada.

Cuando se camina rutinariamente por un espacio conocido, la exterioridad se limita a ser un mero derredor, apenas se relaciona con el caminante como interferencia o facilitación. Los sentidos se recogen y el mundo se iguala en una insípida extensión. Delante de lo distinto, en cambio, los ojos se encienden y los pies pronuncian un acento sobre cada palmo de la tierra. La continuidad, el relieve y las vueltas de la superficie… dan la impresión de que se abren como un despliegue de la propia interioridad.

Yo no soy yo. Soy esta brisa que se menea en el aire, soy esa rama de árbol que me oculta la luna y las formas de las cosas extienden las extremidades de mi cuerpo

Todo se recorre como quien descubre a cada paso partes insospechadas de sí mismo. El mundo no es más el no-yo de los filósofos; por el contrario, el propio organismo desaparece en una totalidad mayor y deja de ser sentido, como uno olvida sus pies al andar. Yo no soy yo. Soy esta brisa que se menea en el aire, soy esa rama de árbol que me oculta la luna y las formas de las cosas extienden las extremidades de mi cuerpo. Caminar es un acto de confianza en el espacio. Viajar tiene algo de la sensación del niño que se reacomoda en el regazo de una madre que no muere.


El tour de esta jornada comprendía dos momentos destacados. El primero, el ingreso a una caverna llamada Qiocta, de unos quinientos ochenta metros de profundidad, una de las más de veinte grutas registradas y repartidas por las enormes paredes de los cañones y acantilados que demarcan la topografía de la región.

El interior de Quiocta es el de una oscuridad húmeda, creciente y acechante. El ingreso de los visitantes pasa por el riguroso cumplimiento de un ritual. El guía, un parco labriego de la zona que, a diferencia de nuestras botas de jebe, tenía unos pies descalzos que parecían modelados con el mismo lodo de la cueva, nos pidió que masticáramos unos puñados de hoja de coca que extrajo de su bolsa, con el doble propósito de solicitar permiso a los espíritus del recinto y proveernos de energía para alcanzar el final del recorrido, lejos ya de las corrientes de aire que se revolvían alarmadas afuera. Pero la cueva de mi boca se llenó de un amargor nauseabundo. Cuando el oficiante giró culminando la ceremonia, escupí un bolo verdoso y traté de expurgarme el aliento con un industrial caramelo de eucalipto que desenvolví con pudor.

Nuestros ojos hacían surgir en todas direcciones extraños volúmenes divididos por cruentas hendiduras entre las que se abrían bostezos tenebrosos

El reflector portátil que alumbraba –primero nuestro camino, luego los muros y el techo a ratos abovedado– no tenía una potencia que diera holgura a nuestras pisadas. Cada paso era el que, más bien, iluminaba el terreno. Como eran nuestros ojos los que, aguzados, como en un sueño despierto, hacían surgir en todas direcciones extraños volúmenes divididos por cruentas hendiduras entre las que se abrían bostezos tenebrosos. Era al fin el mundo inventado por una orografía de piedra ruda y fango jabonoso que un delgado curso de agua socavaba.


Manchas de murciélagos chillones tremolaban en las angostas cúpulas de la cubierta. Algunos de ellos se desprendían de la masa disparados por los relámpagos con que los enfocábamos nosotros, exploradores confundidos por la repugnancia y la curiosidad. Nuestro guía orientaba la luz de sus manos hacia restos óseos deslizados por las corrientes que manaban de ocultas filtraciones, fragmentos de una necrópolis depositada en estos accesos adonde habían acudido los antepasados chachapoyas buscando el sosiego de sus muertos. Ofrendas, cráneos y fémures diseminados, que únicamente admitían la intervención de los elementos pero no la profanación humana. ¿Qué orden y qué colocación originales habían poseído? ¿Acaso el tropiezo de un visitante indocto causaría una injuria irreparable? Los ojos cerrados de máscaras insertas en los muros nos vigilaban con criterio impenetrable.

Moribunda toda claridad de la intemperie, las piedras del suelo empezaron a empinarse, incluso a segarse como troncos deshojados

Moribunda toda claridad de la intemperie, las piedras del suelo empezaron a empinarse, incluso a segarse como troncos deshojados. Me acerqué a una de esas tallas naturales que tenía la silueta de un cetro cónico. Sentí una espontánea emoción religiosa al descubrir un goteo del techo que caía en el centro exacto del pináculo y debía extender los bordes que, con cada impacto, se elevaban acrecentando la altura de la pieza. Cada lágrima en lugar de perforar, elevaba la materia. Quizá hasta que fuese al fin cerrado el ojo que arriba en el techo lloraba. “Cada diez centímetros de altura se logran en el transcurso de cien años”, contestó impasible el campesino. La textura de estos salvajes monumentos era como la de un mármol que transpira. A cierta distancia, un conjunto de piezas anudadas sugería un gigantesco molusco parcialmente sumergido.

De pronto, quedamos a oscuras. Nuestro guía elevaba su linterna, sus ojos eran la luz que nos quedaba, pero él, enérgico, pedía que levantáramos la mirada. ¡Oh! ¡Una proliferación de formas hacinaba la bóveda de la caverna! Alguien profirió exclamaciones groseras pero fascinadas y puras, poéticas diría. Lanzas incrustadas de color rosa chorreaban y caían creando doseles barrocos, familias de esculturas delirantes y minuciosas maquetas de ciudadelas fortificadas que colgaban como el imaginario urbano de una costosa fantasía cinematográfica.


En el desorden de mi cabeza, recordé las cortezas y prominencias de la Basílica de la Sagrada Familia de Gaudí en Barcelona. Sin tiempo para definir mis comparaciones, avanzamos hacia otro escenario que se abría sorteando un abrupto desnivel. Sobre una planta circular y amplia se erguía un formidable obelisco que tenía el grosor de un carrizo pero la consistencia de una jabalina de bronce. En medio de un amplio espacio despejado, era un tótem rodeado por la muchedumbre de las sombras y la adoración de los silencios. Cercados por estalagmitas y estalactitas –nombres sin importancia delante de estos magníficos libertinajes de la materia– miramos nuevamente callados, sintiendo nuestras mentes hendidas por las púas de nuestras impresiones.

Tras esta inmersión en las vísceras de la geología, salimos anonadados. Hablaba el aire entre nosotros y las bocas enmudecían de abundancia. Nos reunimos de nuevo en el auto para almorzar en un pueblo aledaño. El cielo azul y blanco nos rozaba las caras. Luego de una prudente hora digestiva, enrumbamos hacia los conjuntos funerarios de Ayachaqui y Karajía, igualmente vestigios de la cultura Chachapoyas.

Miramos nuevamente callados, sintiendo nuestras mentes hendidas por las púas de nuestras impresiones

En ambos casos, se trataba de sarcófagos construidos y colocados en las alturas de unos despeñaderos. Desde la ruta que seguía el vehículo –una cornisa a mitad de otro cañón– avistamos muros tugurizados por piedras que se detestaban entre sí, endureciéndose y afilándose en feroces relieves de gruñido y maledicencia. En Ayachaqui caminamos hasta el mirador de unas cámaras fúnebres al lado del sendero. Quedamos un rato absortos escrutando, con ayuda de unos binoculares, figuras humanas que, de lejos, gesticulaban una sabiduría indolente. Como quien mira a la muerte con insolencia, ellas miraban fijamente tempestades de vacíos sobre el aire del abismo.


Nuestro guía –esta vez un muchacho tan ilustrado como diestro físicamente– inquirió con educación si estábamos dispuestos a trepar por la pared rocosa para lograr la máxima proximidad posible a los sarcófagos. Algunos aceptamos. El camino era angosto, escarpado y resbaladizo. Por él había que ascender de un modo pugnaz, combinando la desesperada adhesión de las suelas del calzado con el dolor de manos aferradas a tallos y hierbajos surgidos sobre los demenciales retorcimientos del paisaje. Al fin accedimos a una altura donde todo era polvo o piedra, y donde se veían a pocos metros unas enormes cápsulas mortuorias en forma de cuerpos anchos parcialmente pintados. La expresión severa de las máscaras de los sarcófagos delataba el coraje de nuestros ancestros, decididos a espantar a merodeadores de cualquier laya guarneciendo a sus difuntos en nichos apartados, en hornacinas de roca cuaternaria entre los cuales no tenía cómo hacer su nido la rapaz ni cómo enraizar la más inútil de las hierbas ni cómo dejar su huella el más terco de los hombres.

Como quien mira a la muerte con insolencia, aquellos sarcófagos miraban fijamente tempestades de vacíos sobre el aire del abismo

Presionando talones y rodillas, trajinando más el corazón que los pulmones, hicimos el retorno alternando la rapidez con el titubeo. Ya abajo miramos de nuevo hacia arriba. Quedamos atónitos ante la audacia de nuestra incursión. Desde la carretera era un destino delirante, una locura que habría desmayado a cualquiera de nuestras madres. Extremos que, sin embargo, habían creado lazos entre desconocidos, coincidentes en un viaje de turismo y fraternales en más de un punto de peligro.

Con qué esperanza compusimos nuestras fotografías y mimamos nuestras cámaras. Ellas, frágiles y bamboleantes, eran más valiosas que nuestros cuerpos, pues sus entrañas guardaban la única prueba de nuestra intrepidez. Registro que más tarde dirigiremos no tanto a terceras personas cuanto a nosotros mismos, certeza de un paseo memorable en la tarde soleada de nuestras vacaciones chachapoyanas. Yo, por mi parte, acudiré, además, a la escritura. Sé bien que unas cuantas palabras pueden decir más que millares de imágenes.


Con este perplejo orgullo, volvimos al auto para ser conducidos, finalmente, a otra serie de sarcófagos, los más afamados de Karajía, icono principal de la propaganda turística de la provincia. En verdad, sus diseños, proporciones y color eran notablemente más atractivos y fotogénicos. La llegada era, sin embargo, más confortable a lo largo de un sendero firme y frecuentado. El duro viento frío al salir nos fue devolviendo, cuando ya oscurecía, la conciencia de las piernas y la dureza de los zapatos, blancos de tanta suciedad. La estrechez de los asientos del transporte oprimió nuestras almas dilatadas por el esfuerzo y el asombro.

Frágiles y bamboleantes, nuestras cámara fotográficas eran más valiosas que nuestros cuerpos, pues sus entrañas guardaban la única prueba de nuestra intrepidez

Con qué placer, más tarde, liberé mi cuerpo, durante una ducha caliente, de un hedor mezcla de tierra, sudor y vegetación a punto de convertirse en una cáscara táctil.

Luego de cenar un balsámico caldo de gallina, decido sin ninguna clase de añoranza dirigirme a mi cálido sudario de frazada, en mi cuarto de hotel, donde fingiré mi propia sabia indolencia ante las fiestas de la ciudad, imperturbable como los rostros de aquellas tallas funerarias.

Mis ojos mirarán únicamente en mis propios abismos, y bajo mi cama el dorado polvo del calzado caerá para ser modelado por el curso de los sueños.

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