El suicidio, el fanatismo, la paternidad, el juego: citas de Constantino Carvallo

 


Constantino Carvallo (1953-2008) es uno de los mejores escritores peruanos de las últimas décadas. La fijación académica y comercial en ciertos géneros recurridos y dominantes (cuento, novela, poesía) nos ciega para otros textos –prosas, diarios, epístolas, ensayos, aforismos– en los que diversos autores han alcanzado una excelencia genuinamente literaria. Carvallo escribió artículos y apuntes breves desde su mirada de filósofo, padre y educador, reunidos en los libros Diario educar y Donde habita la moral. Ambos marcados por una fibra y una clarividencia que sacuden y entusiasman. Aquí, una mínima muestra para acercar a los lectores a un autor poco difundido y literariamente ignorado.

 

El suicidio y la memoria dolorosa

“Me llamó W. varias veces al celular. Por la noche, tarde, devolví la llamada y enseguida me dijo: «R. ha intentado otra vez suicidarse, ha tomado tres bolsas de veneno para ratas y está internada en el Loayza».

“Un sentimiento de rabia vino primero. Detesto a los suicidas. Se van de pronto dejando una estela ardiente que procura acabar con los que le sobreviven. Son traidores, desertores, son verdugos de los que los lloran. Salen del cuarto por la ventana y arrojan desde fuera la bomba que nos desollará vivos. Simplemente no tienen el derecho porque no solo se matan sino que nos obligan a jugar la danza de las culpas y a desmontar de a pocos el pasmo y la pena. Por eso está castigado también por la ley humana, porque rompe un pacto esencial que nos obliga a todos a jugar el mismo juego.

Detesto a los suicidas. Salen del cuarto por la ventana y arrojan desde fuera la bomba que nos desollará vivos

Luego pensé en ella. En su destino inhumano, en su infancia injusta y abusiva, en su miseria. En cómo persiste la memoria, esa torpe capacidad que conserva el dolor del pasado y lo impone sobre el mejor presente, arruinándolo y acabando con el futuro posible. ¿Cómo se consigue el olvido? ¿Quién acaba con la antigua tristeza?”



La inhumanidad del fanatismo

“Me solicitaron, hace ya dos años, que le diera una vacante a K., una niña de 13 años hija de dos senderistas, ambos detenidos. El padre era el segundo después de Abimael y la madre se encontraba en una clínica psiquiátrica desde la que, alegando desequilibrios, pedía ser declarada inimputable. La niña era nocente y necesitaba mi ayuda. En el tiempo que siguió a su ingreso al colegio pude apreciar una serie de desórdenes graves de personalidad que le pronosticaban un mal futuro. No podía aprender, no podía concentrarse, parecía metida en un mundo fantasioso en el que el padre ocupaba el lugar central como ídolo confuso, exigente y temible. Era un dios del Antiguo Testamento. Lloraba con frecuencia y solo la motivaban unos enamoramientos absurdos con compañeros que, por supuesto, no correspondían a su interés.

Un día especialmente penoso me pareció que la situación no aguantaba más. En casa los tíos la hacían rezar por el alma de sus padres y la confusión que padecía estaba destrozándole el alma. Decidí hablar con sus padres. Primero conseguí cita con la mamá en la institución que la albergaba, una clínica pequeña y bien acomodada en el corazón de Barranco.

Tuve mi primer intento de diálogo con una senderista. Yo quería hablar del sufrimiento de su hija, ella insistía en exponerme la miseria del pueblo y la necesidad de la lucha popular

“Allí tuve mi primer intento de diálogo con una senderista. Yo quería hablar del sufrimiento de su hija, ella insistía en exponerme la miseria del pueblo y la necesidad de la lucha popular. No nos entendíamos. Y yo, definitivamente, no la entendía. No creo, por cierto, en el instinto maternal, pero hablar de los costos del gran cambio e incluir entre ellos a su hija era ya demasiado. […]

“Era una mujer bella, trastornada por los acontecimientos y que hacía caso a lo que dijera su pareja, AM, desde El Frontón. Hablaba de él como de su hija, como de un dios, un héroe incorruptible que todo lo sabía y al que se sometía absolutamente para así combatir sus debilidades pequeño burguesas, la más importante de las cuales era el amor hacia K. La segunda vez que la vi, me leyó una carta de su esposo en la que la vacunaba contra mi influencia y le hacía ver que la situación de K era una cuota pequeña en el camino hacia la emancipación popular.


“Acudí muchas veces, fascinado por esta mujer, por su atractivo y por esa disciplina interior que llegaba a hacerme dudar de mí, con mis infinitas debilidades y egoísmos que ella llamaba «pequeño burgueses». Hay una atracción perversa en el abandono de uno mismo, de las angustias y frustraciones personales para, desapareciendo como individuo –ella me pedía que olvidara el día de mi cumpleaños–, entregarse a ese océano grupal donde la incertidumbre desaparece porque toda elección viene de arriba, del gran dios que todo lo ve y todo lo sabe. Lleno de dudas y ansiedades como vivía en aquella época, no abandonaba su oferta de inquietarme, como cuando de niño me atraía ser cura no por la fe en Dios, sino por ese vivir grupal, con todas las dudas resueltas.

“Intenté arremeter contra el padre. Llevarle crudamente el dolor de su hija y el futuro miserable que le esperaba. Me envió su libro sobre China con una dedicatoria en la que reconocía mi esfuerzo personal, pero me pedía que lo pusiera al servicio de la causa plural, del pueblo, y que me olvidara de sentimentalismos y pagáramos todos el precio del cambio que nuestro país necesitaba.

No hacen sino entregarse a una voluntad superior que las libere de su vacío personal, de la ansiedad que significa decidir siempre por uno mismo

“Un día algo cambió. La madre descubrió que él tenía una amante, una gringa que aun en otra cárcel había ocupado el primer lugar como pareja de su marido. Ese día lloró y se avergonzó de sus lágrimas. Había escrito una carta a su esposo pidiéndole perdón por sus celos burgueses, reafirmando su devoción y la espera de instrucciones sobre cómo actuar. Pero algo cambió de todos modos y cada vez se interesaba más en el destino de su hija, mi alumna. Antes aguardaba el momento de ser declarada inimputable para volver al cerro llevándose a la niña. Ahora reconocía que K estaba bien en la escuela y que no había que sacarla. Luego empezó a abrigar la idea de irse con ella a un país que le diera asilo e intentar encontrarse como madre e hija. La matanza de El Frontón precipitó todo. Allí murió AM, y K y su madre salieron juntas del Perú.

He tratado después con otras senderistas, madres que abandonan a los hijos, que los dejan sin cuidado y que saben bien el daño que les hacen. Ponen por delante una abstracción, un ideal quizá, una quimera. Pero, como dice el Evangelio, «si ano amas a tu prójimo al que vez, ¿cómo puedes pretender amar a un Dios al que no ves?» Nada justifica el descuido con los hijos, son nuestro primer deber. No hay nada admirable en esa entrega, viendo a G y a M, dos madres senderistas, y el estado de abandono de sus hijos, me doy cuenta de que no hacen sino entregarse a una voluntad superior que las libere de su vacío personal, de la ansiedad que significa decidir siempre por uno mismo y cargar con el peso de aquello de lo que, para bien o para mal, nos hemos hecho responsables, y que lo que llaman emancipación no es sino la tenebrosa sumisión a la voz irracional del padre.”

 


La paternidad

“¿Cuál es la función del padre? La verdad es que es el dolor y no el placer lo que nos une a nuestras madres, la verdad es que buscamos en el cuerpo femenino el consuelo para el desasosiego que nos come por dentro, que desde niños aprendimos a retroceder hacia el útero cuando las papas quemaban y no supimos o no quisimos valorar los brazos firmes que ofrecía el desdeñado padre. ¿Envidia del pene? ¡Las huiflas! Ellas, las mujeres poseen el magnetismo. Ocurre que los padres no sintonizamos tanto con el dolor o con los miedos de los niños porque mantenemos distancia de sus sentimientos, porque esos pequeños no han salido de nuestro vientre, porque no los poseemos. Son sujetos, niños, otros. No son parte de mí y no deseo que lo sean. Esa distancia tan saludable, este estar atento pero no pendiente, es despreciado por las criaturas y malinterpretado por las madres, como todo padre que se respete bien sabe. Porque el niño asustado o adolorido quiere magia, olores, hechizos de amor que nuestro cuerpo masculino no sabe dar. Esta es la misión del padre: convencerlo de la conveniencia de enfrentar la noche, el miedo y el dolor sin sucumbir a la adicción primigenia, sin emprender el retorno al huevo. Porque, finalmente, los niños crecerán y habrá un tiempo en que tendrán que aceptar la soledad esencial del alma y no habrá mamá en las horas difíciles de la madurez y el envejecimiento. Tampoco habrá papá, pero quedará su lección: que no hay dolor que dure, y que a la noche le sigue siempre el día.”

El niño asustado o adolorido quiere magia, olores, hechizos de amor que nuestro cuerpo masculino no sabe dar


El juego: aprendizaje del cuerpo y del pensamiento

“Las sonajas y los móviles al inicio, los instrumentos musicales, el ritmo de un tambor, los bailes, las canicas, los bloques, todo contribuye al desarrollo de la capacidad perceptiva que se encuentra en la base del aprendizaje humano. De otro lado, una segunda finalidad de nuestros juegos y juguetes será la exigencia del movimiento y el desplazamiento. Coger pequeñas cosas, ensartar, cortar, tejer. Y también correr, perseguir, patear una pelota, lanzarla, recibirla. Tocarse la punta de los pies, mantener el equilibrio o quedarse inmóvil, buscar en la oscuridad las cosas, saltar, formar con otras figuras o representar con el movimiento animales, etc. Se trata de obligar dulcemente al cuerpo a conocerse y a controlarse. Lo que llamamos esquema corporal no es otra cosa que esa interiorización de los movimientos realizados. Y de ese esquema depende, como lo ha mostrado la pedagogía moderna, incluso el aprendizaje matemático.


“Finalmente en este breve apartado hay que tener presente un gran objetivo de la educación pre-escolar que los juegos pueden ayudar a consolidar: la lateralidad. Ocurre que el cuerpo, por decirlo así, no puede auto dominarse si no ha elegido un lado del eje corporal. El izquierdo o el derecho. La preferencia por una mano, un ojo, incluso un oído, permite que el cuerpo se organice, se maneje mejor y pueda proyectar esas coordenadas al mundo con lo que estructura el espacio y pueden empezar el delante y el detrás, el arriba y el abajo y todas las maneras de ubicarse en un eje que ordena y distribuye el cuerpo propio frente a los demás cuerpos y cosas que lo rodean. El esquema corporal adquiere una complejidad definitiva: es el cuerpo en relación con el mundo en un espacio ordenado y categorizado. Lateralizar al cuerpo, darle coordenadas, es quizá el trabajo fundamental de la educación psicomotora pre- escolar.

Sin los ejes que segmentan mentalmente al cuerpo, se hace difícil no solo el aprendizaje de la lectura y la escritura, sino que la propia capacidad de ubicarse en un papel en blanco resulta imposible sin atribuirle también a la hoja un lado derecho y un lado izquierdo, un arriba y un abajo que provienen de trasladar a los objetos la simetría lateralizada de la propia corporeidad.”

 

Fuentes:

Diario educar. Tribulaciones de un maestro desarmado, Lima, Aguilar, 2009

Donde habita la moral. Reflexiones sobre la filosofía y educación, Lima, Aguilar, 2011.

 

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