Nuestra visión del mundo después de la pandemia. ¿Qué ideas y qué cambios necesitamos para el futuro? / Víctor H. Palacios Cruz

La prolongada experiencia de este mal planetario ha removido todo aquello con lo que veníamos viviendo: una serie de hábitos y certezas que adoptamos o heredemos sin ninguna deliberación. Y creo que lo ha hecho oportunamente porque, sin duda, con muchas de esas ideas la humanidad no sería capaz de encarar esta y cualquier contingencia futura de manera responsable, realista y duradera.

(Comparto los apuntes de mi reciente conferencia para la Alianza Francesa de Chiclayo / Imágenes: Ternura, pintura de 1989, y otras obras de Oswaldo Guayasamín)


Nuestras creencias derribadas

Primera: el humano como un ser productivo, exitoso y triunfal

La COVID-19 nos ha enfrentado de nuevo y colectivamente a la evidencia de que el cuerpo cede y se quebranta. La frecuencia de la muerte alrededor ha reabierto un conflicto con nuestra caducidad que creíamos haber domesticado o, mejor, reprimido en una civilización que censura una apariencia que no se vea saludable, activa y esbelta.

El sistema industrial, el ímpetu del mercado y el poder de Internet han impreso en nuestras mentes, en connivencia con la publicidad y hasta con la educación, la dudosa convicción de que estamos obligados al máximo rendimiento en todas las facetas de la vida y a mostrar un ánimo siempre sonriente e imbatible. Un tiránico paradigma de perfección y productividad que ha vuelto inaceptables el error y el fracaso, así como amarga nuestra todavía insumisa condición mortal.

Y resulta que un enemigo ridículamente microscópico vino a golpear el orgullo de ese ser triunfal e indestructible que no somos.

La frecuencia de la muerte alrededor ha reabierto un conflicto con nuestra caducidad que creíamos haber domesticado


Segunda: predominio de lo privado sobre lo colectivo

Asimismo, esta pandemia nos ha sorprendido no como sociedad, sino como una suma de intereses particulares e inconexos; no como una red de solidaridades sino como un campo donde varios capitales compiten ferozmente ante una tribuna que aplaude al que llega primero sin que cuente cómo lo haya conseguido.

Nuestra búsqueda de una vacuna no es una concurrencia internacional de esfuerzos y talentos puestos en un único plan, a fin de obtener un resultado que sea luego de acceso universal, sino una vergonzosa carrera de proyectos lucrativos cuyos frutos irán de inmediato a los Estados más ricos y a los sectores sociales más aventajados.


 

Tercera: arrogancia humana y desprecio del cuerpo y la naturaleza

Esta enfermedad global ha recusado nuestra imagen de seres distintos de la naturaleza, superiores y, por tanto, “superpuestos” a la terrenalidad e inmunes a sus fenómenos. Cuando ocurre que solo mirándonos como insertos en una totalidad incluso cósmica entendemos, primero, de qué modo nos alcanzan las transformaciones de la materia y, segundo, cómo su destino nos concierne e involucra.

Es el desprecio de la carne, que partió del dualismo de la filosofía de Descartes y del mecanicismo de su tiempo, lo que explica nuestro arrogante distanciamiento de la naturaleza, ese gran cuerpo que nos sostiene y que también somos. Sobre la degradación de lo corpóreo se irguió la vanidad metafísica que nos dio licencia para saquear la Tierra y manosear sus entrañas sin restricciones ni reparos.

Como diría Sting, el músico de rock, “cuando sientes que la naturaleza alrededor es una extensión de tu ser, no la tratas ya como un objeto”.

La pandemia ha recusado nuestra imagen de seres superiores, “superpuestos” a la terrenalidad e inmunes a sus fenómenos

 

Cuarta: adoración de la certeza y expulsión de la incertidumbre

Por último, la propagación de la pandemia ha demolido la confianza que poníamos en nuestra presuntamente eficaz organización de la sociedad y la economía.

Las filosofías que pretendían explicarlo todo, y aun predecir el futuro, por medio de sofisticadas teorías –el idealismo hegeliano, el marxismo, el positivismo–, inspiraron luego los nacionalismos que, en el curso de dos guerras mundiales, infestaron una Europa en cuyo rostro ensangrentado fue ya imposible reconocer el optimismo humanista e ilustrado. Y dijimos adiós para siempre a la fe en la virtud civilizadora de la cultura.

Con la caída del muro de Berlín, cayó el último gran sistema que se jactaba de explicar y dominar tanto las estrellas del cielo cuanto la vida privada de la gente común.


Sin embargo, de todo aquello quedó el residuo de una ciencia más modesta en su especialización, pero no menos altanera y sobre todo despectiva con las humanidades, en el supuesto de que solo lo numérico, experimentable y utilitario dignifican el conocimiento. De modo que por su rentabilidad, solo estas disciplinas merecen el prestigio y el aliento financiero en desmedro de la literatura, la historia, el arte y la filosofía, que tienen en común lo que más urge justo ahora: el cuestionamiento del rumbo de las cosas.

De esta mentalidad proviene nuestra adicción a la certeza y la hostilidad hacia la duda. Incluso “ignorante” es un insulto corriente, y nos llamamos homo sapiens cuando en realidad –como esta crisis sanitaria nos ha vuelto a recordar– nunca dejamos de ser aprendices a los pies de lo inmenso y lo desconocido.

Nos llamamos homo sapiens cuando en realidad nunca dejamos de ser aprendices a los pies de lo inmenso 


Las ideas que necesitamos

Primera: reivindicar del cuerpo como dimensión esencial de nuestro ser

La experiencia de la pandemia debe reconciliarnos con un cuerpo que se resiente y enferma, pues solo sobre la aceptación de una fragilidad común es posible fundar la ternura, la compasión y el cuidado del otro. Debemos abandonar para siempre la obsesión por tratar nuestra anatomía como una máquina de la que se espera una funcionalidad intachable, porque ello infunde un pernicioso ánimo competitivo y una permanente intranquilidad con uno mismo.

De paso, es preciso abandonar la creencia de que lo humano es algo inasible y oculto bajo una capa de visibilidad, es decir que solo importa el “interior” de cada cual. Candidez por culpa de la cual hemos desaprendido a aceptar que somos también unos huesos que crujen y una piel que se reseca. Únicamente sobre esta humildad –palabra que viene de humus, que significa “tierra”– es posible sustentar una conducta realista así como una capacidad para buscar o dar ayuda, y para escuchar y reconocer a quienes dedican su existencia al oficio de curarnos.

Para una madre, el hijo no es un alma dentro del cuerpo que mima en su regazo. No amamos fantasmas sino seres de una carne dulce que también se aflige.

 


Segunda: reconsiderar nuestra inserción en la naturaleza

Debemos restituir a nuestra especie su pertenencia a una naturaleza que, aun a través de químicos, plásticos y alimentos procesados, nos sigue amamantando. Y con ello redescubrir que los síntomas de la Tierra son los nuestros por igual.

Es preciso entender que no ayuda esa fantasía de un reino animal noble y puro frente al cual el humano es un ruin depredador, porque eso no es más que invertir la verticalidad que se denuncia.

Más bien, apartándonos de la autosuficiencia occidental, deberíamos adoptar algunas lecciones de las mentalidades ancestrales y premodernas, andinas por ejemplo, que comparten una actitud de profundo respeto hacia el universo.

Debemos, en definitiva, aprovechar esta crisis sanitaria global para insistir en un programa para refrenar la crisis climática que sea concertado, mundial y de un fundamento integralmente humano.

Deberíamos adoptar algunas lecciones de las mentalidades ancestrales, andinas por ejemplo, que comparten una actitud de respeto hacia el universo


Tercera: contrapesar la inmersión digital con la vuelta al espacio común

La distancia social aún inevitable puede hinchar el protagonismo de la conectividad digital como escenario de la enseñanza, el trabajo y los lazos personales. La inmersión acelerada en el orden de lo impalpable, instantáneo e ilimitado –bendita tecnología, por lo demás– nos deshabitúa a las restricciones pero también a lo irreemplazable del estar en el espacio común, que es el único lugar donde realmente tratamos con nuestros semejantes, y donde el conocimiento y el amor siguen un ritmo diferente y una gradualidad que la inmediatez de la información suele estropear.

Con los cuidados consabidos, debemos volver al encuentro en las áreas compartidas, porque solo viéndonos y moviéndonos en cercanía alcanzamos una comprensión mutua más amplia y justa que la que permite la comunicación fragmentaria, impostada y abstracta de una plataforma de Internet que, a su vez, favorece el abuso laboral y la sobrecarga académica.

 


Cuarta: reconciliarnos con la finitud, la ignorancia y lo imprevisible

Necesitamos reconciliarnos con la ignorancia, es decir con el no saber propio de seres pequeños en un mundo vasto y cambiante. Algo a lo que es verdad que acompaña la inquietud y el temor, pero que ofrece el mejor motivo para el intercambio y la reciprocidad. Una sociedad de individuos que creen verlo todo está menos unida que otra compuesta por quienes aceptan su falibilidad y hallan en la conversación, por tanto, su amparo y su luz.

Necesitamos reivindicar la incertidumbre y mantener abierto un margen para lo imponderable. Sin negar nuestros ingenios y recursos, volver a la serenidad de una existencia que se sabe finita, y no a la tensión propia de una conciencia que se impone lo imposible y que no tolera lo inesperado.

Una sociedad de individuos que creen verlo todo está menos unida que otra compuesta por quienes aceptan su falibilidad 


Quinta: fomentar la pertenencia comunitaria

Por último, debemos impugnar aquel dicho nefasto de una Primera Ministra británica, Margaret Thatcher: “no existe la sociedad, sino solo individuos”. Porque el despotismo del éxito y la obsesión por la imagen no hacen más que convertirnos en seres divididos, desasosegados por la comparación y envenenados por el seductor anhelo de la “realización personal”, que nos hace mirar delante de nuestro carril y no a los costados, donde van los congéneres con quienes compartimos una misma suerte sobre la Tierra.

Porque llevamos dentro los genes, influencias y pensamientos más numerosos y viajeros, somos ya por dentro una multitud. Una multitud que debemos cuidar también fuera de nosotros.



La pandemia nos ha sorprendido diseminados como personas y pueblos que, en su agitado encierro, son apenas insignificantes trozos de humanidad. Ella nos exige ahora, no mañana, ser sujetos libres y responsables, a la vez que enraizados en un tiempo y en una comunidad. Del mismo modo que una relación sin un yo formado nos disuelve, así también un yo sin relación cae con la primera ráfaga de viento.

Comunicados y cooperativos, podremos no solo ser más fuertes, sino sobre todo –delante de tanto dolor ahora y frente a una muerte que tampoco se irá tras la vacuna– al fin y al cabo más sensibles los unos a los otros.

 


Comentarios

  1. Muy interesante estimado Victor Hugo, la vuelta a una cosmovisión comunitaria es lo que nos permitiría retornar a un mundo más habitable que el actual. Giovanna V. L.

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