El dilema de las redes sociales: la urgencia de volver al mundo y al prójimo / Por: Víctor H. Palacios Cruz
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Todas las imágenes pertenecen a la película mencionada. |
Este debatido documental –disponible en Netflix y dirigido por J. Orlowski (2020)–
somete a examen el triunfo arrollador de las plataformas de Internet más
utilizadas (Facebook, Instagram, Whats App, Twitter, el buscador de Google y
hasta la aparentemente inocua Pinterest), exponiendo sus más inquietantes
contraindicaciones en la voz de expertos que trabajaron para estas compañías y desertaron
de ellas alegando motivos de orden ético. Comparto unas consideraciones al
respecto.
Más allá de las flaquezas de esta producción
(una dramatización ficticia que sobra en el conjunto; la ausencia de
testimonios de la parte opuesta), la cuestión principal que este relato encara
con prontitud es un hecho que no por manido deja de ser grave: que en un
servicio gratuito como el que ofrecen estos medios el usuario es la verdadera mercancía,
en el sentido de que la información personal que uno suministra –gustos, temores,
intereses– a través de sus clicks, likes, reproducciones de videos y
publicaciones, determina el tipo de material que recibirá luego en esas páginas.
En un servicio gratuito como el de estos medios el usuario es la verdadera mercancía
Este caudal de datos de millones de
adultos, jóvenes y niños es el tesoro que venden las corporaciones a una amplia
variedad de objetivos empresariales e incluso políticos, con los fines más
diversos, desde los únicamente comerciales hasta otros más objetables:
polarización social, agitación e injerencia electoral. La elección de caudillos
populistas en Europa o la del propio Donald Trump, prueba a las claras que con
estos recursos tecnológicos es perfectamente posible desviar a un país entero,
por gigante que sea, hacia el desorden y la catástrofe.
El ex miembro de Google y ahora
Presidente del Center for Human Technology Tristam Harris, uno de los que más interviene en el documental, explica que detrás de estas plataformas una vasta ramificación
de algoritmos descifra cada consumo de una red social para, a continuación, atraer
al usuario hacia alguna obsesión que sea útil a un negocio particular por medio
de un alud de noticias, anuncios e imágenes que aparentan confirmar sus preocupaciones
personales, pero que más bien terminan por volver predecible su comportamiento, socavando nada menos que su libertad individual.
Con estas tecnologías es perfectamente posible desviar a un país entero hacia la catástrofe
Ello explica por qué alguien aquejado
de cualquier paranoia o hipocondría puede hallar en su celular abundante combustible
con qué atizar sus angustias y terrores, por descabellados que estos sean. Una
vez que se han dejado suficientes rastros en Facebook o Whats App, uno lo puede
tener todo allí, con la salvedad de que ese “todo” es una construcción que
responde a cualquier fin menos a su conocimiento y su bienestar.
De esta forma, cada consumidor –continúa
Harris– termina obteniendo sus propios “hechos” en los que cree a ciegas como
hace unas décadas –digo por mi parte– cualquier lector creía en un único diario
de papel. A través de contenidos hábilmente enlazados, cada plataforma urde un
universo que para el usuario es la única realidad posible, de modo que cualquiera
que la niegue será un adversario, un orate o un tarado.
Ya en el trabajo o en la calle, estos reinos
privados muy bien abastecidos como la conspiración del fascinante cuento de
Borges “Tlön Uqbar Orbius Tertius”, se cruzan y sin remedio o colisionan o
forman complicidades del más explosivo fanatismo.
Así se llegó a las recientes matanzas
étnicas en un país, Birmania, donde la adquisición de un Smartphone equivale a la automática apertura de una cuenta en Facebook,
que es ahora mismo una de las más anchas autopistas por donde corren todas las noticias
falsas del planeta. También ello explica por qué existe, por increíble que
parezca, tanta gente persuadida de que la Tierra es plana, que el cambio
climático no existe o que la COVID-19 es una farsa.
Facebook es ahora mismo una de las más anchas autopistas por donde corren todas las noticias falsas del planeta
Lo que prueba la enorme capacidad
de las redes –un alcance que ninguna otra herramienta ha poseído jamás– para
redirigir el pensamiento y llevarlo adonde desee el mejor postor, dejando en el
camino un reguero de destrozos que van desde la adicción a las cirugías
plásticas (por imitar el rostro modificado en Snapchat) hasta el suicidio
adolescente (por culpa de la ansiedad de los “me gusta”).
Aquí es donde el documental llega a su
punto más perturbador: el hecho de que frente a cada persona que manipula su
celular hay una legión de máquinas y programadores que, como las sirenas que describió
Homero en la Odisea, le susurran los cantos
más irresistibles a fin de que siga una senda prestablecida de clicks en una “lucha totalmente desigual”.
Entonces, El dilema de las redes sociales se vuelve un thriller capaz de hacer que uno se haga cuestionamientos como este: en el aciago 2020, ¿qué convenía más a estas estrategias corporativas y a quienes pudieran haber contratado sus servicios? Desde luego, que los habitantes de todo el globo se aíslen rigurosamente y así, privados del contacto con sus semejantes en los espacios comunes, se vean conminados a un empleo aún más compulsivo de sus aparatos. En plena cuarentena, emocionalmente vulnerables, miles de cautivos aumentarían su dependencia de Internet y, entonces, una nueva parte de ellos sucumbiría resbalando en las fauces de la red.
Todo encierro, tecnológico o no, tiene sus peligros. Por ejemplo, la pérdida de la conexión con la realidad
Si para Platón la soledad engendra
arrogancia, para Robert Burton el exceso de estudio produce melancolía y para Miguel
de Cervantes el abuso de los libros causa locura, no hay duda de que todo
encierro, tecnológico o no, tiene sus peligros. Por ejemplo, la pérdida de la
conexión con la realidad, es decir, el sentido común que proviene no tanto de los
hilos de la inteligencia, sino de la relación con los otros y del contacto con
las cosas. Con la diferencia de que un Smartphone
es incomparablemente más efectivo para satisfacer y prolongar el aislamiento, y
de paso suprimir de la conciencia la existencia hasta de la vereda por donde uno
camina.
“La locura es un sueño que
se fija”, escribió Julio Cortázar en Rayuela.
Cada sueño es privado, y nadie sueña con incredulidad. Sin embargo, esos sueños
son ahora el producto de un control ajeno, de un demiurgo terrenal que pone todo su ingenio en que veamos una versión de los
acontecimientos afín a su interés.
En el siglo XVII el irlandés George
Berkeley creyó que todo lo real no era más que un flujo de percepciones, y
nosotros mismos la percepción de un sujeto percipiente superior, Dios, que en
cierta manera soñaba nuestras vidas. Sillicon Valley y todos sus jóvenes ejecutivos
han conseguido la proeza de que esta filosofía aterrice sobre nuestro tiempo. Cada
transeúnte vive ahora en un circuito de impresiones que forman un universo coherente a su medida, pero gobernado y renovado sin cesar por una cohorte de
diosecillos instalados en lo alto no del cielo sino de un edificio bonito y
cristalino.
“La locura es un sueño que se fija”, escribió Cortázar, pero los sueños son ahora el producto de un control ajeno
Dice Tristam Harris: “no puede ser que
para la gente la verdad no exista”, tenemos que recuperar una “verdad común”. Y
nos conmueve invitándonos con urgencia al debate. Precisamente al hacerlo apela
a algo más valioso que la sola posesión de la verdad –cuya invocación a veces puede
obedecer a otra instancia de poder como una dictadura– y que es el hábito de
encontrarnos y escucharnos. No en nuestras máquinas, sino en ese antiguo lugar
–limitado y pasajero– que es el espacio compartido: una banca de parque, una
mesa de café, un patio de vecinos. Allí donde dos o más conversan, corrigen sus
sensaciones y ven mejor gracias a la inestimable contribución de la mirada del
otro, solo gracias a la cual uno se aproxima a un mayor grado de realidad que la que se recaba en la más profunda cavilación solitaria.
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Tristam Harris. |
Cualquier visitante de un país como
Chile, comprende que la importancia concedida a sus parques y áreas públicas es
también la herencia de un tiempo, el de Pinochet, en que los ciudadanos tenían
prohibido reunirse y deliberar. En Europa el arquitecto y urbanista Jan Gehl ha dedicado
gran parte de su obra a promover la recuperación de los espacios urbanos con la
certeza de que solo habitándolos es posible tratar con vidas diferentes a
las nuestras e instaurar, entre todos, una comunidad sólida y saludable.
J. Rosenstein: es preciso incentivar la voluntad colectiva y robustecer las leyes sobre la privacidad digital
El final de El dilema de las redes sociales tiene, además de un toque de humor
que alivia su in crescendo
apocalíptico, una conclusión esperanzadora. Hay formas de evitar el
escenario futuro de una Tierra poblada por “cuerpos invadidos por los ladrones
de mentes” (parafraseando el título de un clásico del cine distópico de los
años 50), y no es arrojar nuestros celulares a una nueva hoguera de vanidades
–no, por supuesto, porque con ellos se consiguen también tantas cosas
estupendas–, sino, sencillamente, como dice el escritor Jaron Lanier, no dar click a lo que se nos recomienda en
YouTube; o, como agrega el programador Justin Rosenstein, incentivar la voluntad
colectiva y robustecer las leyes sobre la privacidad digital.
Aun antes, como hacen los propios dinámicos emprendedores de Sillicon Valley, impedir que nuestros hijos usen tan tempranamente dispositivos
electrónicos y redes sociales. Y, como añaden otros entrevistados en el
documental, “hacer un presupuesto de tiempo para ellos”.
En definitiva, El dilema de las redes sociales atrae más por los temas que expone
que por la calidad de su narrativa, con cuyo desenlace, sin embargo, no podría
estar más de acuerdo. En él se exhorta al mejor contrapeso que podría tener el ineludible
uso de las tecnologías: la vuelta a un mundo que se toca y se recorre. En otras
palabras, despegarnos de la miel de las pantallas, para que ellas sean solo un
lugar de paso pero no una morada permanente.
Y volver al mundo en compañía, porque sin
duda ver juntos es ver más. Mucho más que si se mira todo el rato el resplandor
de un celular donde vibra una irrealidad infinita y hechicera.
Es perturbador que incluso ahora, mientas leemos esta entrada, los algoritmos estén trabajando para extraer información. Sin embargo, vale la pena estar aquí justo ahora.
ResponderBorrarQué gentil por comentar. Y celebro la ironía. Ello también prueba que el medio digital es indispensable y que incluso se le puede doblegar mientras la voluntad del usuario sea hasta donde sea posible juiciosa y muy dueña de sí. Pero esto es lo que justamente es más difícil de sostener en una edad más vulnerable como la de los niños y adolescentes, y quizá, seamos honestos, en los mismos adultos a menudo. Aun así, necesitamos leyes, reacción ciudadana, y sobre todo, insisto, reivindicación de la corporalidad de la existencia cotidiana y de todos los vínculos humanos, laborales, educativos, familiares, etc.
BorrarPerturbador, sí. Pero más que necesario, es hoy el hecho de conectarse a través de las tecnologías. A más fama del humano, mayor paranoia, creo. Por ahora, nos conviene seguir en el cómodo anonimato, entonces.
ResponderBorrarEl anonimato tiene, desde luego, sus enormes y amables bondades. Por cierto, muchos objetan que el documental no presente las extraordinarias ventajas de las redes sociales, que incluso permiten la difusión de este blog. Opino que no es tan urgente hablar de dichos beneficios porque son bastante obvios. La mirada crítica es siempre conveniente, además somos todavía una sociedad aprendiendo y madurando en el empleo de sus nuevos instrumentos, y los debates creados por un material como este son necesarios y útiles para contribuir a llegar a las moderaciones y los equilibrios que, seguramente, vendrán con el tiempo.
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