Un hueso, una mano, la sangre y las estrellas (sobre 2001 Odisea del espacio) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

 En pocas escenas de la ya extensa historia del cine puede encontrarse un relato tan escueto como poderoso en sus connotaciones. Pocas veces el arte ha sido capaz de abarcar tanta longitud de tiempo como hondura en el examen de nuestra contradictoria especie. El primer capítulo de 2001 Odisea del espacio (S. Kubrick, 1968) es, aparte de una cátedra de cine, un lúcido ensayo sobre esa mezcla de rebeldía y dilema moral que hay siempre en la invención y el empleo de cualquiera de nuestras herramientas.

 

(Las imágenes pertenecen a la película mencionada.)

 

Vemos a un solitario homínido que holgazanea golpeando con un fémur los restos de un cuadrúpedo, extasiado por el espectáculo de los pedazos que saltan y la sensación de que esa prótesis de su brazo multiplica su fuerza. En efecto, el conocimiento y el progreso en el devenir de la humanidad han comenzado siempre con una ocasión de ocio, observación y juego. 

A continuación, aquel antepasado nuestro encabeza una horda que busca pelea a rivales que, en una anterior disputa, les habían arrebatado la charca que permitía su sobrevivencia en el inhóspito paraje. Blandiendo el mismo hueso, asesta impactos brutales a su contrincante. Y lo mata. Ebrio de poder, lanza al aire el arma a la que debe su victoria.

La técnica culmina una evolución que volvió innecesaria cualquier especialización en nuestra anatomía

Inmediatamente después de ver girar el hueso contra un cielo azul, y sobre el fondo elegante y armonioso de El Danubio de Johann Strauss, vemos una nave espacial en órbita, alargada y resplandeciente que, al recordar por su aspecto al hueso primigenio, sella en la retina del espectador una audaz elipsis cinematográfica, que es también una síntesis notable de los miles y miles de años de saltos en nuestro camino como especie remecido por una persistente ambivalencia moral.


Esa continua doble posibilidad que subyace a la utilización de cualquier utensilio y aun de todo recurso humano, incluida la memoria que tanto sirve para querer cuanto para herir. En otros términos, el fundamento lúdico y sangriento de la civilización al compás de un vals cortesano sobre la vasta negrura del cosmos.

La técnica culmina una evolución dividida en una multitud de piezas que volvieron innecesaria cualquier especialización de nuestra anatomía. Los animales subsistieron merced a estructuras adecuadas y eficientes: las branquias del pez, el pico del ave, el cuello de la jirafa. Adquirieron, en suma, biologías determinadas que les proporcionaron considerables ventajas al precio, sin embargo, de quedar encerradas dentro de un estrecho arco de movimientos. Las abejas hacen colmenares que nos asombran por su complejidad y su geometría, pero no son capaces de hacer absolutamente nada más.

El humano no tiene alas para poder volar más alto y más lejos

El humano, en cambio, fue esquivando el nado del cetáceo, el galope del equino y el balanceo del primate, para obtener al fin un par de articulaciones frágiles, pero también versátiles y aptas para transferir a la materia las más variadas imaginaciones. En concreto, nuestras manos no poseen la fijación de un funcionamiento eficaz y unilateral, es decir, carecen de una forma unívoca para precisamente poder producir una cantidad casi infinita de formas alrededor.

Vivimos rodeados por innumerables artificios que no son más que nuestras propias manos escondidas dentro de las más diversas metamorfosis. Somos en definitiva la obra de dos apéndices posibilitados, a su vez, por nuestro andar erguido que fue otra conquista de nuestra audacia. Esas extremidades que la ambición tecnológica de nuestro tiempo aspira a poner en desuso.


Sin las manos no habríamos domesticado el fuego, inventado la rueda, construido motores y diseñado una cadena de vehículos que llegan hasta el aeroplano y prosiguen en los proyectiles que abandonan la Tierra. El humano no tiene alas para poder volar más alto y más lejos.

El cuerpo humano no es la cárcel del alma, sino la libertad más grande que ningún otro viviente ha tenido

Una insólita unidad óseo-muscular dúctil y congruente se avino con la actitud inquieta e inquisitiva que ya anidaba en neardenthales y homo sapiens. Ejercicio que, de vuelta, impulsó aún más esa mirada,  ese aleteo secreto que llamamos "mente" o "espíritu" y que, de otro modo, habría quedado cohibido, cautivo en una estructura tiranizada por un órgano preponderante y especializado.

Stanley Kubrick (1928-1999).

Por ello, el cuerpo no fue jamás la cárcel del alma, como decía Platón. Más bien, le proporcionó al humano la más grande libertad que haya tenido ser vivo alguno sobre la Tierra, arrojándolo al mismo tiempo a esa reiterada bifurcación entre lo ruin y lo noble, entre lo admirable y lo abyecto que es siempre cada una de las acciones y cada de las decisiones de ese ser que somos, provisto de voluntad y de ninguna predeterminación. 

Porque, por encima de cualquier teoría y etiqueta (animal racional, animal político, etc.), no hay nada más seguro ni nada más claro que el humano pueda ser que la encarnación de una interrogante. Con todo lo apasionante y lo incierto que ello pueda suponer.

También hoy frente a nuestras más sofisticadas tecnologías y en todos los silencios de nuestras noches. Ahora que el drama de una pandemia nos vuelve a poner frente al espejo de nuestra historia, con sus hazañas y también sus destrozos sobre el prójimo, sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos.

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