La boca del lobo permanece abierta / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Según el Barómetro de las Américas, el Perú es el penúltimo país del continente en cuanto a nivel de confianza mutua entre sus ciudadanos. Desde los años de la violencia terrorista, por desgracia la actual crisis sanitaria confirma que nuestra idiosincrasia no ha cambiado mucho, en la medida en que en la calle la conducta descuidada e irresponsable de tantos recuerda la observación que hizo en su tiempo Francisco Lombardi: para muchos de nosotros “el terrorismo era una cosa que pasaba muy lejos”. Aquí, unas observaciones sobre su dolorosa e inolvidable película La boca del lobo (1988).
Hace dos años, desde el balcón de una cafetería mi esposa y yo apreciábamos los pasacalles de danzas tradicionales que, por un motivo u otro, cada dos días durante una semana desfilaban alrededor de la plaza mayor de Huamanga. Comparsas que, con sus ritmos festivos –ejecutados por jóvenes, viejos y niños– daban la impresión de representar a una sociedad en continua celebración.
Sin embargo, cualquier breve memoria de
la historia local habría bastado para humedecer los ojos de un testigo. Un
pueblo, que ha padecido y perdido tanto, brinca ahora bajo los arcos de piedra
y hace girar sus coloridos ponchos y polleras como capullos de flores abriéndose
sobre el asfalto gris.
Un pueblo, que ha padecido y perdido tanto, hace girar sus coloridos ponchos y polleras como capullos de flores abriéndose sobre el asfalto gris
La prolífica escena artística de Ayacucho tiene distintas raíces andinas y europeas, pero su impulso más reciente se remonta a los oscuros años en que la región fue asolada por el cruel terrorismo de Sendero Luminoso, así como por los repudiables excesos de quienes acudieron a combatirlo. Una población, de mayoría campesina y quechuahablante, objeto del desdén de la República y del prejuicio de gran parte de sus compatriotas, pasaba sus largas noches recluida entre gruesos muros.
Privados de fluido eléctrico, ateridos por
el frío del miedo; el oído alerta a ruidos lejanos, a pasos que llegaban y al
sobresalto de unos golpes en la puerta; para los ayacuchanos sus casas de
piedra o barro eran unos brazos de madre que temblaban. Allí se acurrucaban y,
a falta del ocio de la televisión, tomaban una flauta o una guitarra y, cerca
de sus pechos, con una tonada recordada o improvisada se subían a lomos de un
tiempo insoportablemente lento.
Tres décadas después de su filmación, La boca del lobo, dirigida por Francisco
Lombardi (1988), sigue siendo la descripción más notable en el cine peruano no
solo de algunos sucesos de aquel nefasto conflicto, sino también de las condiciones sociales, psicológicas y culturales que explicaron la magnitud que alcanzó la violencia sufrida por tantos inocentes en Ayacucho y otros departamentos de la sierra y la
selva del país.
Otras películas de ficción han tratado los
ataques subversivos en Lima (Tarata,
de Fabrizio Aguilar, 2009), la afiliación a la facción senderista (Paloma de papel, también de Fabrizio
Aguilar, 2003), el duelo inacabado (NN
Sin identidad, de Héctor Gálvez, de 2014) o las secuelas del terror en una
hija de migrantes desterrados por la guerra (La teta asustada, de Claudia Llosa, 2009).
La boca del lobo tiene la virtud de haberse concebido y realizado en los peores momentos de la hecatombe terrorista
A diferencia de todas ellas, La boca del lobo tiene la
virtud de haberse concebido y realizado en los peores momentos de aquella hecatombe,
con un elevado grado de fidelidad en los personajes, la trama y, sobre todo, la
recreación del desquiciamiento de quienes, expuestos al pavor y la
incertidumbre, tuvieron armas de fuego a su disposición.
Los años han conferido el rango de proeza
al hecho de que Lombardi y sus guionistas (Augusto Cabada y Giovana Pollarolo) acudieran
a la misma ciudad de Huamanga para documentarse, rodaran con arsenal y naves del
Ejército y la Fuerza Aérea del Perú, y lograran vencer los recelos de
autoridades políticas y militares en su estreno, ocurrido en medio de la crisis
económica más devastadora del país en el siglo XX, durante la desastrosa primera
gestión de García Pérez.
La matanza de más de treinta personas –entre
ellos ancianos y niños– en la localidad de Soccos, a 18 kilómetros de la
capital ayacuchana, por parte de miembros de élite de la Guardia Civil
conocidos como Sinchis, en noviembre de 1983, es la tragedia que inspira el
argumento de la película. “El tema de Sendero Luminoso –dice Lombardi– se veía
desde las ciudades como una cosa ajena al país, a la sociedad, como una cosa
que estaba pasando muy lejos, que tenía poco que ver con lo que pasaba en la
vida de las ciudades”.
Combinando las reglas de distintos géneros
como el terror, el drama y el western,
La boca del lobo se abre con la
aparición de una niña que pastorea unas ovejas y se detiene a los pies de una
iglesia y, luego, frente a una comisaría delante de unos cuerpos acribillados
por asesinos de Sendero Luminoso. El brillo de sus ojos negros, su carita que
se ladea apenada y muda, brinda una imagen sin duda intencionada. La parte
tierna e inocente del país que contempla los pedazos rotos de las instituciones que ya no pueden protegerla y que la obligan a partir
arreando su escaso rebaño.
En seguida se oye una voz, la de Vitín
Luna (Toño Vega), que emprende una memoria personal, que es a la vez una
búsqueda de comprensión. El apellido “Luna” es una evidente alusión al
idealismo de sus aspiraciones de progreso profesional en un entorno de zozobra
y abyección. Apenas salta del transporte militar, mira en círculo el pequeño
poblado adonde ha sido destacado. “A simple vista, Chuspi no me pareció ni
mejor ni peor que tantos pueblitos perdidos en la sierra. La misma tristeza, la
misma miseria. El mismo estado de abandono que habíamos visto en todo el
camino”.
"Chuspi no me pareció ni mejor ni peor que tantos pueblitos perdidos en la sierra. La misma tristeza, la misma miseria"
La distancia entre el Estado y los peruanos
de las jurisdicciones más recónditas se halla reiteradamente aludida en los
encuadres de grupos de moradores que, ante la llegada de los soldados que
presuntamente vienen a defenderlos, la bandera que Luna iza contra el cielo
azul o el himno nacional con que el teniente Roca reclama su adhesión, reaccionan
con la impasibilidad que deja una desesperanza que se ha vuelto costumbre.
La precariedad pública alcanza incluso a
la tropa. Durante un contacto por radio, el sargento Moncada (Gilberto Torres)
recibe burocráticas negativas a su urgente pedido de refuerzos, munición y
comida. Con el mismo cinismo con que exigimos a tantos la pleitesía a una
nación que únicamente ven ondear en el aire, el operador se despide de Moncada:
“no pierdan la moral, muchachos. Estamos con ustedes”.
Durante sus ejercicios de rutina al
amanecer, el entusiasta Luna comprueba que sobre el techo del puesto policial
flamea un símbolo de Sendero Luminoso. Desde entonces, la figura del atacante queda
estudiadamente fuera de plano. Solo vemos los indicios de su actuación:
cadáveres, orificios de disparos, pintas en las paredes. Como en el buen cine
de terror, el ocultamiento incrementa el poder de lo maligno. Recurso al que el
rodaje se ve impelido también por el desconocimiento que se tenía del perfil de
los senderistas aún en 1988.
Lo que no le impide retratar con pericia
la situación de unos uniformados que enfrentan a un enemigo que, como en toda práctica
terrorista, rehúsa el empleo de algún distintivo reconocible y, pérfidamente, se
confunde con la población civil, a la que de inmediato pone en el punto de mira
de cualquier represión.
Gravísima dificultad a la que se suman los
estereotipos que traen consigo los jóvenes reclutados en las ciudades costeñas
donde la abundancia de bienes de consumo y la desigualdad de los medios alienta
conductas de codicia, ostentación, rivalidad y marginación.
“La tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país”
Como afirmó en sus conclusiones el
informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, formada por el presidente
Valentín Paniagua en 2001 con el fin de investigar la violencia ocurrida en las
últimas décadas, “la tragedia que sufrieron las
poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino,
pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del
país”, lo que delata “el velado racismo y
las actitudes de desprecio subsistentes en la sociedad peruana a casi dos
siglos de nacida la República”.
No debe olvidarse que, en las zonas de
Emergencia, los pobladores llegaron a sentir temor tanto de los senderistas
cuanto de las fuerzas del Estado, a causa de los perjuicios que ambos lados les
habían infligido. Por lo demás, la captura de Abimael Guzmán, fundador y cabecilla
de Sendero Luminoso, por obra de un grupo de inteligencia de la Policía
Nacional –no apoyado en su inicio ni por García Pérez ni por su sucesor Alberto
Fujimori–, confirmó que el estudio del adversario y de la realidad debía haber
sido una línea temprana en la política antisubversiva.
En La boca del lobo, el desprecio de la gente de la sierra se ilustra con
verosimilitud en tres escenas significativas.
La primera, el hallazgo
de un mapa de la plaza de Chuspi en los estantes del taller de un artesano,
cuyos retablos son arrojados contra el suelo. Es la misma ignorancia de una
tradición –que, desde el maestro Joaquín López Antay (premio nacional de arte en
1975), reproduce en miniatura los escenarios y actividades de una comunidad– que
vimos hace un tiempo en la infame acusación de apología del terrorismo en unas
bellas tablas de Sarhua adquiridas por el Museo de Arte de Lima, imputación originada
en una maliciosa manipulación visual.
En otra escena, mientras dan cuenta de
su cena haciendo burla de la música y la comida locales, los soldados cantan y
bailan un vals criollo, “La palizada”, cuya letra dice: “somos los niños más
engreídos / en esta noble y bella ciudad, / somos los niños más consentidos /
por nuestra gracia y vivacidad. / En la jarana somos señores / y hacemos flores
con el cajón / y si se ofrece tirar trompadas, / también tenemos disposición”. No
es necesario insistir en el talante altanero y pícaro que estos versos
celebran.
El sentido de la honorabilidad del Teniente Roca da lugar a un individualismo fanfarrón antes que a una genuina valentía patriótica
En un tercer momento, la joven que
regenta un pequeño negocio en Chuspi es objeto de las descaradas pretensiones de Gallardo (José Tejada), quien la trata en los mismos términos autoritarios
y peyorativos con que, según la literatura y el conocimiento común, los
adolescentes de hogares acomodados han tratado a sus sirvientas. Sin duda, “Gallardo”
es un apellido preñado de ironía, pues con él se llama a un tipo de peruano infelizmente
habitual: el vividor pendenciero e irresponsable que se acobarda en las ocasiones
que importan.
A propósito de la semántica de los
nombres, ninguno tan elocuente como el del teniente Iván Roca (Gustavo Bueno),
cuya irrupción se halla teatralizada por la tierra alborotada y el descenso
ensordecedor del helicóptero del que surge una suerte de enviado providencial,
con el porte recio y bravo del “Bill” Kilgore de Apocalypse now (Ford Coppola, 1979). “Roca” connota una superficie
firme y sólida, que la marcha del relato reinterpreta como la coraza que cubre
un orgullo machista, cuyo sentido de la honorabilidad da lugar a un
individualismo fanfarrón antes que a una genuina valentía patriótica.
Roca es ciertamente una máquina de guerra, de una ferocidad redoblada por la frustración de haber visto truncado su destino tras un desafío fatal relacionado con un lío de faldas. Su fábula sobre la tonta solidaridad de los manatíes y su disparo contra el animal de un lugareño anuncian una inhumanidad que, después, admite con frialdad en un aparte con Vitín Luna: “¿Qué? ¿Te da pena ese indio porque le maté su vaca? ¿Tú crees que a mí no? Pero acá uno tiene que dejar de lado esos sentimientos. Si uno no se pone duro con esta gente, nunca van a colaborar con nosotros”.
En contraste, y como estableciendo
un debate sobre las estrategias adecuadas en la lucha antisubversiva, Moncada
dice a Luna: “la población debe odiarnos. ¿Apoyarías a alguien que se roba tus
gallinas?”
Por cierto, entre todos los personajes,
el soldado Chong (Aristóteles Picho) descarga las emociones embalsadas en el propio
espectador. Todos sentimos con él náusea y horror ante los restos de compañeros
destrozados con vesania, e indignación visceral ante la humilde familia
despiadadamente masacrada por los terroristas: “¡Salgan, terrucos, carajo! Den
la cara. ¡A mí no me van a matar! ¡Asesinos!”, grita llorando, y en seguida dispara
a la nada y se tumba desconsolado. Sin embargo, él será el primero en abrir un
fuego que dejará sobre el país la herida de un irremisible oprobio. Más tarde
dirá a Moncada: “nosotros no queríamos hacerlo”.
El mismo fundamento que defiende a un agraviado obliga al cuidadoso respeto de la humanidad de un sospechoso o un condenado
A mitad de película, en el curso de un
patrullaje fuera de Chuspi, la reaparición de la pequeña pastora de las ovejas señala
un contrapeso al paraje desolado, así como una suerte de pausa espiritual. Su
semblante se fija en Luna. Le sonríe y sus ojitos que brillan bendicen la nobleza
del forastero expuesta entre tanta desgracia. Resplandor de
pureza al que Luna corresponde al romper su amistad con Gallardo, tras
descubrir su vileza contra la chica de la tienda, pero al que luego traiciona
al callar por completo en el despacho adonde ella y su tío llegan para
denunciar el abuso.
Por cierto, la iglesia es el único
edificio que a lo largo de la película persiste inmaculado. Su fachada es la
única blancura en medio de toda la geografía y la pobreza de Chuspi. La cámara
subraya su altura, sugiere una jerarquía. Pero jamás se ve a nadie salir de
aquella vacía majestad, lo que aumenta la impresión de soledad de unas vidas
miserables y amedrentadas. El único instante en que el templo cobra
protagonismo es cuando el teniente Roca utiliza su atrio para hablar a los
habitantes de Chuspi en términos casualmente bíblicos: “desde ahora se acabaron
los inocentes, o están conmigo o están contra mí”.
Los
acontecimientos de Soccos son exactamente recogidos en el incidente que
precipita la historia, y que muestra un procedimiento por entonces desdichadamente
no infrecuente en integrantes de la Policía y las Fuerzas Armadas, la denuncia del
cual ha sido a menudo juzgada como debilidad, complicidad con el terrorismo y
traición a la patria, ahondando el dolor de los deudos y el resentimiento de numerosos
peruanos, que ven que sus muertos no tienen los mismos derechos de otros
muertos. “Ciudadanos que no son de primera clase”, declaró inicuamente el ex
presidente García Pérez refiriéndose a unos nativos de Bagua.
Los derechos cuyo resguardo obliga al
Estado a reprimir cualquier amenaza externa e interna –con las excepciones
precisas que indica la ley y el sentido común– deben ser tutelados en todo
ciudadano, sin importar su condición. Si la Constitución Política del Perú
afirma que “la defensa de la persona humana y su dignidad son el bien supremo
de la sociedad y el Estado”, los enemigos del país no son las personas en sí
mismas, sino determinados actos y sin importar quiénes los perpetren. El
mismo fundamento natural que sustenta la defensa de un agraviado, obliga en
coherencia al cuidadoso respeto de la humanidad de un sospechoso o un condenado.
G. Clemenceau: “la guerra es un asunto demasiado serio como para dejarla solamente en manos de los militares”
Durante
una ronda nocturna, Gallardo, en compañía de Escalante, decide interrumpir una fiesta
de bodas solo para “pedir un cupo para la lucha antisubversiva”. “Total –dice–
a nosotros no nos pueden decir nada”. Tras sus órdenes prepotentes una piedra cae
sobre la cabeza de Gallardo. “Ellos se roban nuestra comida, todo se llevan”, protestan los concurrentes de aquella cita familiar. La indiscriminada captura de
todos, incluyendo mujeres, ancianos y niños, termina de una forma absurda y
demencial.
Consumada la atrocidad, el enfado de Moncada resuena en el tiempo y vaticina, en 1988, las iniciativas llevadas a cabo por la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, organismos internacionales y otras plataformas sociales de memoria, reparación y justicia: “¡No puede ser! ¡Quién va a explicar semejante salvajada! Lo que ustedes han hecho no tiene nombre”.
Un subalterno replica “nosotros
cumplimos órdenes”. Moncada contesta: “nadie te puede obligar a matar niños.
¡Criminales, locos de mierda! Esto se va a saber. Algún día tendrá que saberse.
Entonces no habrá manera de justificar esta barbaridad. ¡Dios bendito! ¿Cómo
han podido hacer esto?”
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El director de cine Francisco Lombardi. |
Roca interrumpe a Moncada y profiere el
discurso convencional que pretende amparar lo execrable invocando el rigor de
la guerra: “acá uno no puede dejarse llevar por cojudeces sentimentales. Hemos
actuado por el bien del país y nadie puede juzgarnos por eso. Ningún fiscal ni
periodista maricón puede acusarnos de nada. Ellos no saben lo que es combatir
al enemigo”. Palabras que de inmediato recuerdan a las del político francés
Georges Clemenceau: “la guerra es un asunto demasiado serio como para
dejarla solamente en manos de los militares”.
Detenido a tiempo por un último residuo de
magnanimidad, Luna se niega a rematar a una víctima indefensa, conminado por Roca
entre insultos –“¡Dispara si eres hombre!”–. Es el detonante de un duelo entre
ambos personajes, pico de la historia, en que al fin se dirime la estúpida idea
de virilidad en cuyo nombre se han causado tantas calamidades. Luna abandona la
sala de la comisaría, el pueblo de Chuspi, el futuro de su carrera… “Ya nada me
importaba”.
En su huida por un sendero de campo se
reencuentra con la niña de las ovejas. Sus ojitos brillan otra vez. No discernimos
si la pureza de su gesto interroga, juzga o se compadece del desertor. En el
rostro agitado de Luna entrevemos la vergüenza y el espanto. Sin decir nada, se
aleja dándonos la espalda. Dejándonos en el alma la cuenta pendiente de la
abrumadora verdad que la película ha tratado.
* Versión ligeramente modificada del texto original publicado en el blog de cine www.paginasdeldiariodesatan.com
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