Mi amado abuelo campesino / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Sé que mi hijo ya no tendrá el aprendizaje que yo tuve a la sombra de mi abuelo en la apacible sierra piurana, acompañando sus trabajos y recibiendo su cálida benevolencia y sus historias por la noche junto al fuego. Quizá también ame esos lugares al volver juntos, y entonces escuchará de mí que cada montaña y cada árbol tienen un nombre propio en mi memoria. Mi consuelo es saber que mi abuelo hablará y jugará con Benjamín cada vez que de mí salga el amor alegre y la sonrisa feliz, porque precisamente todo eso me lo dio él.
* Un fragmento de mi libro Las moradas del abuelo publicado en Piura (Editorial Caramanduca, 2012). Fotografías: Víctor H. Palacios Cruz.
En la sierra solía levantarme cuando no
aclaraba todavía, y siempre encontraba a mi abuelo ya vestido y ocupado.
Desayunábamos juntos unas tortillas asadas y un café caliente sacados del fuego
por los brazos de mi abuela; para luego ensillar el burro y andar, sacando del
otro lado de la montaña un rayo de sol con cada paso, hacia una de sus tierras
donde habían yucas que desenterrar y alguna vaca que ordeñar.
Un día madrugué para saber qué hacía tan
temprano sentado y tranquilo al lado de la mesa. De una fuente llena de un
líquido blanco salían sus manos amasando un bolo de leche cuajada que
chorreaba. Sus manos tenían arrugas, manchas y un relieve de venas como ramas;
pero estaban muy limpias. Y colocaban con cuidado esas masas sobre una batea de
madera sobre la que luego masajeaba, esparcía y reunía toda esa materia
granulada que, con algunas lluvias de sal, acababan en dos o tres piezas de
queso. De una comíamos esa misma mañana y todo el día. Dos se ponían dentro de un
cesto sobre la cocina de leña para secarse y hacerse quesos para otros días.
Aquella madrugada salimos con las
alforjas llenas de fiambre para el viaje. Mi abuelo iba delante, callado y con
poncho. Una luna redonda y blanca pendía en lo alto. Me pareció un queso recién
hecho por sus manos.
En las jornadas siguientes no me extrañó que en el cielo aquella figura dela Luna fuera menguando trozo a
trozo.
En las jornadas siguientes no me extrañó que en el cielo aquella figura de
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