Hablar de lo vivido para salvarlo: una lección de Hannah Arendt / Por: Víctor H. Palacios Cruz
El amor mundi (“amor al mundo”) es el ánimo
que inspira la vasta producción de esta pensadora (1906-1975). Una respuesta
generosa a la experiencia de haber presenciado de cerca la destrucción de la
vida política por obra del nazismo, y una de cuyas más sutiles conclusiones fue
entender que, para los humanos, lo real pasa por la palabra y el encuentro entre
seres iguales y diversos. Una esfera delicada sin la cual nos privaríamos de lo
común y dudaríamos hasta de nuestra propia existencia, expuestos a las arbitrariedades
de la razón solitaria.
Solo una intensa experiencia
del mundo puede explicar en Hannah Arendt su actitud de sospecha ante lo que
permanece reservado en el fuero interno de los mortales. Desde su activismo en
el auxilio a los judíos perseguidos y la denuncia de las perversiones del
régimen nazi, hasta sus pronunciamientos públicos y su colaboración con
manifestaciones estudiantiles en los Estados Unidos en los años sesenta; la
trayectoria de esta pensadora judeoalemana encarnó la imposibilidad de vivir de
espaldas al tiempo que habitaba.
Ella, que sufrió la
condición de ser una paria en el sistema totalitario de la Alemania de su juventud
y que tuvo, por tanto, todos los motivos –incluido el maltrato sentimental que
le infligió Martin Heidegger, de quien fue discípula y amante– para exiliarse
de la realidad y edificar un encierro personal con los escombros de la
decepción.
Después de la tragedia, el mayor y más difícil deber humano es siempre la comprensión
En la Alemania de los años veinte cundía
el descreimiento en los partidos políticos y en el porvenir. Un país quebrado
moral y económicamente, derrotado y humillado tras la Primera Guerra Mundial, y
por ello desgraciadamente dispuesto a ponerse a los pies del primer caudillo
que señalara hacia adelante y exigiera las más infames claudicaciones a cambio
de una nación vindicada y superior. El resto de la historia es amargamente bien
conocido.
Después de la hecatombe de la guerra y
la evidencia inenarrablemente violenta de los campos de concentración, el
lamento y la ira eran entendibles. Sin embargo, después de la tragedia el
mayor deber humano, y también el más difícil, es siempre la comprensión. Un esfuerzo a menudo penoso que,
sin embargo, solo puede suceder en el cotejo de impresiones que, en cualquier
rincón de la Tierra, realizan dos o más seres que se escuchan.
Dice Arendt sobre su propio pensamiento:
“lo que propongo es una reconsideración de la condición humana desde el
ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias”. Es
decir, “pensar lo que hacemos”. La milenaria obligación de la conciencia que cede
a la exhortación de Sócrates: “una vida sin examen no merece la pena ser
vivida”, o a la de Merleau-Ponty: “la reflexión es la forma como el humano se
hace responsable de sí mismo”.
Ante la vergonzosa complicidad de la clase
intelectual con el nacionalsocialismo, Arendt consideró que el modo más honesto
de pensar lo nuevo y aterrador era desembarazarse de toda tradición filosófica,
pensar “sin el peso, pero también sin el confort,
de las viejas categorías”, un “pensar sin barandas”. Una voluntad de ruptura y
de plantar cara al destino que confirma que, en efecto y como escribió François
Lyotard, la filosofía “nace a la vez que algo muere”.
Como escribió François Lyotard, la filosofía “nace a la vez que algo muere”
Luego, en su estudio de
la humanidad depravada por los totalitarismos, Arendt arribó a una idea
fundamental: la autenticidad del yo no puede prescindir de la exterioridad y, por el contrario, se
diluye cautiva en el ensimismamiento o la ensoñación. La marcha y el cuidado de lo común nos involucra de manera profunda e irrenunciable, y no sólo por caridad o filantropía.
La vía más próxima, pero también la más poderosa para salir de las trampas del yo, es nada menos que la luz tibia y acogedora de una charla entre iguales. Algo que precisamente un sistema totalitario no admitiría, puesto que bajo su sombra el lenguaje no es diálogo sino solo propaganda, intimidación o farfulleo de autómatas.
La vía más próxima, pero también la más poderosa para salir de las trampas del yo, es nada menos que la luz tibia y acogedora de una charla entre iguales. Algo que precisamente un sistema totalitario no admitiría, puesto que bajo su sombra el lenguaje no es diálogo sino solo propaganda, intimidación o farfulleo de autómatas.
“Ser comprendida es la verdadera
dicha de la conversación –dice Hannah Arendt–. Cuanto más imaginaria es una
vida, más imaginario es el sufrimiento, mayor la avidez de oyentes y de
confirmación”. En cambio, la atención del otro nos otorga “un trocito de
realidad”. En ese aire entre los dos comparece al fin lo que llamamos mundo, que amamos u odiamos pero que es
de una u otra manera nuestro. Son los solitarios, agrega Arendt, quienes mejor perciben
la extrema importancia de los vínculos. Su nostalgia es la revelación de la
mundanidad esencial que nos constituye.
En la conversación, la atención del otro nos otorga “un trocito de realidad”
Recibidas por alguien, nuestras
confidencias exponen lo íntimo o privado bajo la luz de una esfera común. Lo
que vivíamos interiormente deja ser fantasmal o puramente mental para tornarse presente
en la certeza y la claridad que confiere la proximidad de otra persona. Solo en
el horizonte surgido en esa compañía ―donde únicamente podemos ser “vistos y
escuchados”― los acontecimientos pierden la banalidad de su contingencia y, por
obra de las palabras, se libran para siempre del olvido y alcanzan su
significado.
“El mundo no es humano –dice
Arendt– simplemente porque está hecho por seres humanos, ni se vuelve humano
porque la voz humana resuene en él, sino solo cuando se ha convertido en objeto
de discurso. Por mucho que nos afecten las cosas del mundo solo se tornan
humanas para nosotros cuando podemos discutirlas con nuestros semejantes”.
Por ello, son los
historiadores, novelistas y artistas en general quienes, por medio de un libro,
una música o una película, otorgan a nuestras peripecias su indispensable
tangibilidad, esa exposición visible que las valida y las preserva en el tiempo.
Como hacen, por ejemplo, los monumentos de la memoria de las sociedades que han
padecido la barbarie y la desdicha.
“Nuestra certeza de que lo que
percibimos tiene una existencia independiente del acto de la percepción –escribe
Arendt en La condición humana–, depende enteramente del hecho de que el
objeto también aparece como tal ante otros, que así lo reconocen. Sin este
reconocimiento tácito por parte de los demás, no seríamos ni siquiera capaces
de tener fe en la condición en que aparecemos ante nosotros mismos”.
"Sin los demás, no seríamos capaces de tener fe en la condición en que aparecemos ante nosotros mismos”
El único ámbito en que, según ella, la
inteligencia no necesita recurrir a la evidencia de los sentidos ni a la
opinión de sus pares es el de la lógica y la matemática. Precisamente ese reino
autónomo e infalible en que se recluyó René Descartes, en un tiempo de
conflictos religiosos, para encontrar el modelo de un método que le permitiera obtener una ciencia completa y definitiva que destierre para siempre las discusiones y las guerras. Claro, al precio de callar las diferencias y
negar la necesidad de seguir pensando en nombre de un saber único y despótico.
Un saber hecho en soledad, pues, como dice el Discurso del método, “un solo individuo puede encontrar todas las
verdades a solas mejor que todo un pueblo”.
Pienso, asimismo, que la única forma de que
no se pierdan el sufrimiento y las transformaciones padecidas durante la
experiencia inédita y perturbadora de la cuarentena –y del renovado miedo ante nuestra
propia vulnerabilidad– es hablar de lo que hemos vivido. A través de una pieza
de teatro, un cortometraje, un diario personal, un cuento, un reportaje, un
cómic o un mural, contar nuestras angustias y también nuestras esperanzas,
decirnos los unos a los otros cómo nos hemos sentido. Volver a coincidir en los
espacios que nuestras ciudades consientan, y sentirnos los unos a los otros en
nuestros dolores, recuerdos y propósitos. Sinceramente, creo que todo lo que
haya acumulado cada uno dentro de sí cobrará por fin nitidez y carácter en
torno a un café con aquellos de los que aún nos vemos separados. Entonces
reiremos y lloraremos, pero entenderemos.
Lo peor de una desgracia no es que haya sido real, sino que no seamos capaces de darle un sentido
Solo así rescataremos lo sucedido, solo
así no habrá ocurrido nada en vano, ni siquiera lo más terrible. Solo así, en
ese “en medio” entre nosotros que llenan la palabra y la confianza, el mundo
podrá ser salvado. Y el futuro también. Porque lo más pavoroso de una
desgracia no es que haya sido real, sino que no seamos capaces de darle un
sentido. Y el sentido solo lo da el decirlo entre iguales.
La era post-pandemia será un tiempo de
palabra, de testimonios y de cooperación. O, de lo contrario, nada de lo
aprendido y ninguna de las pérdidas habrán servido de nada, librado todo a la
desmemoria y la mentira. Y eso sí sería lo verdaderamente insoportable.
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