Penas y desafíos de nuestros buenos estudiantes (Enseñar lo esencial en una época de crisis). / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Joven leyendo, óleo de O. Smigelshi (1892).

Hay señales de fatiga y tentaciones de desaliento en nuestros alumnos. ¿Cómo ayudarles a recobrar el brío y la ilusión para lo que resta de año académico? ¿Cómo encontrar el difícil pero justo equilibrio entre la innegociable calidad académica y la priorización de contenidos y evaluaciones en un período de pandemia? Quizá lo mejor sea recordar lo que buscamos, seleccionar lo esencial y, sobre todo, transmitirlo con el ánimo que nuestro tiempo más ansía: el de una humanidad comprensiva, solidaria y generosa.

Dedicado a mis alumnos
durante esta cuarentena

Durante unas clases virtuales de filosofía en las que, por fortuna, no tengo que activar la cámara, la voz se convierte en el conducto decisivo por el cual llego a mi audiencia construyendo gradualmente una trama de ideas. Procuro que la clase no sea un expendio de información; más bien intento pensar con mis estudiantes, los imagino y camino junto a ellos dentro de mi mente. Parto de un guion pero, en seguida, trato de olvidarlo, me entrego a la pasión del tema y su sentido, y me lanzo a la aventura.
La participación de mis pupilos me confirma luego la recepción y, a veces, el entusiasmo. Hay instantes de efusividad en que no me doy cuenta de que mis cuatro paredes han desaparecido y con ellas mi máquina, mi mesa y mi taza de café vacía. Floto en otra atmosfera sin el peso de mi cuerpo delante de las apariciones igualmente espirituales de mis muchachos en un círculo celeste inmune a las penurias de la Tierra.

Alumbrado por mi pantalla lejos de mis alumnos me siento mutilado, sin piernas ni brazos con los que ir a su encuentro

Pero esa misma exaltación, al poco rato, me hace extrañar el verlos y pasearme cerca de sus gestos y de ese fulgor en sus retinas que enciende una clase placentera que nos impulsa y nos fusiona de algún modo. Ese paisaje único que crea el acto de enseñar y que recuerda al contar historias junto al fuego. Alumbrado por mi pantalla lejos de mis alumnos me siento mutilado, sin piernas ni brazos con los que ir a su encuentro, tenderles la mano y, llegada la hora, partir en corro diseminando por escaleras y pasillos la abundancia de nuestra reunión.
Es verdad que, como decía Juhani Pallasmah, “la vista aísla mientras que el sonido incluye”. Sin duda, la visión es el órgano del espacio y la distancia, de las formas y la objetivación; en tanto que el oído es un canal más íntimo y sutil, como prueba el efecto universal y profundo de la música. Ese “arte de la noche”, diría Nietzsche.

Juhani Pallasmaa (n. 1936).

Pero en estos tiempos de “distancia social” descubro que hasta el mismo oír anhela ver y, precisamente porque ser humano es también ser materia y apariencia, el acontecimiento de una clase escolar o universitaria exige un domicilio, una coincidencia y una proximidad.
A propósito, en los últimos días he notado en mis alumnos signos de fatiga, desgaste y desaliento. Su inusual silencio hizo recrudecer una mañana el frío del invierno en la punta de mis pies; ellos, que normalmente se disputan la lectura de los textos de cada sesión y se apresuran a dar sus respuestas a las preguntas que de tanto en tanto propongo para sondear el resultado de mis explicaciones.

Montaigne: “ningún placer tiene sabor para mí sin comunicación"

Ellos son el sentido de mi oficio y solo en sus rostros se vuelve real lo que aleteaba dentro de mi cabeza en soledad. Decía Montaigne: “ningún placer tiene sabor para mí sin comunicación. Si se me concediera la sabiduría con la salvedad de haber de mantenerla oculta y sin poder declararla, la rechazaría”.
No sé si hay sabiduría en mi rincón, pero sé bien que algo más puedo saber abriendo el alma al lado de otros. Y ahora como nunca entiendo que este don precisa también de la cercanía física. El oído une las inteligencias y los corazones, pero el ojo añade la unión de la presencia que da la certeza de estar en el mundo. Si perdiera el oído y me quedara solo la vista, tendría al menos el consuelo de saber que estamos juntos, y esa seguridad es la que en la enseñanza remota de estos días provoca la nostalgia de los salones que se tocan y en los que palpita un hermoso bullicio. Dice San Juan de la Cruz que “la dolencia de amor no se cura si no es con la presencia y la figura”.

San Juan de la Cruz (1542-1591)

Los buenos estudiantes me confían que se sienten desbordados por un exceso de encargos y tareas. Me pregunto si el habernos limitado al oído y a la esfera virtual no nos habrá sumido acaso en una irrealidad que abstrae a las partes de sus circunstancias. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, reza el dicho y, claro, no ver el dolor nos deshabitúa a imaginarlo. Se cuenta que Buda cuando joven era el privilegiado hijo de un rey que se esmeró en protegerlo del mundo proveyéndole todo lo necesario para su futura herencia. Pero un día al salir del palacio fue encontrando sucesivamente por los senderos hombres que enfermaban, que envejecían o que simplemente sufrían. Esa revelación lo desconcertó y modificó para siempre su destino.
Sospecho que, al dejar de ver a los alumnos y no tener sus cotidianas confidencias, hemos ido olvidando que ellos experimentan los mismos temores y angustias que los profesores, para quienes la colisión entre el trabajo y el trajín familiar sobre el mismo pedazo de suelo hace crujir la espalda y el estado de ánimo.

Quizá el habernos limitado a la esfera virtual nos ha sumido en una irrealidad que abstrae a las partes de sus circunstancias

Quizá nuestros chicos nos escuchan sacudidos por un altercado doméstico, atareados por el cuidado de sus hermanos menores o en vilo por la salud de un pariente en casa. Ya sé que tienen que aprender a sobreponerse a la dureza de la vida, pero ocurre que estos tiempos son nuevos para la inmensa mayoría de los humanos, con el añadido de que ellos los viven desde la desventaja natural de su edad adolescente.
No es fácil asumir con todas las consecuencias que este año lectivo es irregular y que, entonces, no tiene caso intentar reproducir un semestre ordinario. Ahora bien, ¿cómo lograr el equilibrio entre la indeclinable exigencia y la necesaria simplificación de contenidos y evaluaciones en unos meses en los que todos nos venimos adaptando a la tele-educación?

Siddartha (Buda joven) con su tía materna en una pintura litografiada de M. Sarlis

Sea como sea, nada me quita la tristeza a causa de la incomprensión que mis alumnos confiesan sentir de parte de sus docentes. Pienso que, más allá de la diversidad de metodologías y especialidades, hay algo cierto: que el ajetreo engendra prisa y que ésta menoscaba el contacto sacrificando la hondura del rastro en favor de lo superficial. La velocidad y la agitación dispersan y deforman lo que nos rodea; son enemigas del conocimiento, pues las facciones de las cosas precisan de la pausa para delinearse en la conciencia.
Por el contrario, el gozo y la alegría emiten una luz superior. Como daba a entender Chesterton, la diversión no se opone a la seriedad sino al aburrimiento. Definitivamente, una clase cálida y amena abre todos los poros de la mente y sella lo aprendido de un modo duradero.

Una clase cálida y amena abre todos los poros de la mente y sella lo aprendido de un modo duradero

Será difícil, pero es necesario aspirar al arte de lo esencial, omitir contenidos y volver más eficaces unos pocos instrumentos de evaluación. Una clase que no tiene lugar en esa arquitectura del aula que nos sustrae más fácilmente al exterior y a nuestras procedencias; una clase que, por tanto, se da desde un hogar con sus tensiones y vicisitudes a otro, incluso desde una condición dramática a otra, no puede aguardar de los participantes el máximo normal de sus facultades y disposiciones.

G. K. Chesterton (1874-1936)

Por el contrario, enseñar con calma, gusto y empatía puede hacer que los puntos principales que impartimos adquieran el acento de una experiencia imperecedera, con un esfuerzo por nuestra parte del que los alumnos deduzcan lecciones que inculquen en ellos, a su vez, un perfil sensible y solidario, menos obsesionado por el éxito individual y, más bien, atento a la variada suerte de sus semejantes.
Saber querer a los hijos y a los estudiantes nos hace ver con más nitidez la extrema importancia del rigor que les debemos. Por ello, puesto que el cariño inspira la excelencia, ¿para qué educar si no es para que los jóvenes quieran más a la gente con el buen ejercicio de su profesión? Solo el amor contagia el amor, y la educación que espera el futuro solo podrá venir de un enseñar queriendo a nuestros discípulos y no dejándoles la menor duda de que se les quiere con sinceridad. 

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