El encierro de los libros y el encierro de una cuarentena / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Absorta ensoñación, pintura de Friedrich Von Amerling (1835).

Benditos sean los libros, el arte y las tecnologías que vuelven llevadero un encierro forzoso o voluntario. Con la salvedad de que estos artificios poseen también un costado pegajoso que puede llegar a opacar la ventana al mundo que suelen abrir y volverla, de pronto, espejo o pared. Más aún en una cuarentena que nos ha privado de una exterioridad que ahora entendemos que no solo nos rodea, sino que también somos. Y nos necesita.

Las recomendaciones que muchos prodigan de libros, cine o música para proveer a estos días de cuarentena de cierto entretenimiento y hasta de algún aliciente espiritual, producen una sensación de involuntaria crueldad en quienes, por el contrario, una mezcla de obligaciones domésticas y laborales deja apenas unas cuantas migajas de pausa en que la fatiga no consiente la extensión de una lectura a fondo o la visión de una película completa.
No obstante, puede decirse que estas listas generosas se basan en una asociación muy moderna entre el encierro personal y la oportunidad de un tiempo propicio para extender los campos lentamente ilimitados de la soledad y la reflexión. Hasta las lóbregas horas de la cárcel han sido, para Marco Polo o Miguel de Cervantes, para César Vallejo o José María Arguedas, el comienzo de unas memorias, de una novela o de unos versos.

Hay estados de encierro dedicados al cultivo del yo que creen justificar su ruptura con el entorno

Otros célebres enclaustramientos de cierta fecundidad creativa -en una habitación insonorizada para anular cualquier interferencia en el caso de Marcel Proust, o en la renuncia existencial de una cama de hotel en el de Juan Carlos Onetti- han prestigiado estos estados de retiro con una dedicación al cultivo del yo que justificaba la ruptura pasajera o terminante con el entorno.
Al impulso de la sensibilidad burguesa que redescubrió el carácter único de la individualidad, la Europa tardomedieval introdujo la costumbre de reservar un cuarto o “una trastienda”, diría Montaigne, donde dejar que discurra la libertad del pensamiento y de la ensoñación.

Ilustración para El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, por G. Doré (1906).

Sin embargo, ningún artefacto ha contribuido tan decisivamente a abrir, demarcar y enaltecer el encierro en una casa o en una parte de ella como la imprenta a mediados del siglo XV. En una época, además, en que los muros que sostenían la bóveda de la cultura se derretían y los cambios geográficos, astronómicos, religiosos, sociales y científicos dejaban las almas expuestas a la intemperie de lo desconocido, en un estado de confusión y abatimiento que llevó al poeta John Donne a decir que “este mundo está acabado” y que “todo está hecho pedazos”.
Por entonces, la imprenta vino a abastecer el natural retroceso hacia las seguridades de lo privado -en quienes se lo podían permitir- con el atesoramiento de bibliotecas personales que adquirieron, poco a poco, el carácter de un refugio a salvo de la volatilidad de la vida pública.

Las bibliotecas personales adquirieron pronto el carácter de un refugio a salvo de la volatilidad de la vida pública

Expulsado de su puesto de canciller en la Florencia sangrientamente recobrada por los Medici, Maquiavelo cuenta en una carta a un amigo desde su exilio en una aldea, en 1513, que al llegar la noche se despoja de las ropas de diario y viste dignamente para entrar en su estudio, donde departe con los autores antiguos “y durante cuatro horas de tiempo no siento tedio alguno, olvido todo afán, no temo la pobreza, no me asusta la muerte: me transfiero del todo en ellos”.
En el curso de la lectura en silencio, la compañía de Homero, Tucídides, Tito Livio o Julio César instaura una república apacible y civilizada, una asamblea interminable de fraternidad y sabiduría que brinda calor y consuelo, en contraste con un orden social infestado de violencia e inicuidad.

Nicolás de Maquiavelo retratado por Santi Di Tito (2a. mitad del s. XVI).

Un siglo después, Cervantes concedió a un tal Alonso Quijano el llevar el éxtasis lector de Maquiavelo hasta sus últimas consecuencias, al creer que el reino de las novelas de caballerías era el único verdadero y debía, en consecuencia, prolongar sus códigos más allá de la puerta. Como diría Julio Cortázar en Rayuela, “la locura es un sueño que se fija”.
En otros casos, el hechizo de la lectura a solas dio lugar a la peligrosa creencia de que el Espíritu Santo, autor de la Biblia, se aposenta en nuestro miserable yo y, como en el dogma de Lutero, diviniza nuestra propia conciencia confiriendo a nuestra opinión mortal el brillo de un acero que ha de prevalecer sin que importe que para ello “el mundo entero deba reducirse a cenizas”.

Fernando Pessoa: “leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo”

Y en otros, el contacto precoz con los libros llevará al hallazgo de la propia voz que experimenta sus estremecimientos y forma su propio juicio en el trato con las páginas. Fernando Pessoa dirá: “leo y me abandono, no a la lectura, sino a mí mismo”. 
Mucho antes de él, René Descartes confesaba en su Discurso del método (1635) que, no hallando sino contradicciones entre los autores, preferirá en adelante permanecer “todo el día solo y encerrado junto a una estufa, con la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos”, y así seguir únicamente “nuestra luz natural”, sin hacer caso de otra voz que no sea la de la propia razón.
Los libros inculcaron en Descartes un marcado gusto por el aislamiento y, una vez instalado en él, la concepción de que toda mente posee ideas innatas fue su coartada ideal para desalojar de esa interioridad a los mismos autores que la habían alimentado.

René Descartes, retratado por Franz Hals (1649) 

Ciertamente, ninguna imagen ha ilustrado de un modo tan fiel a su tiempo, y a la vez premonitorio del nuestro, la irresistible atracción que suscita la posesión de unos libros, como la máquina para leer de Agostino Ramelli -ingeniero en las cortes de Francia y Polonia- aparecida en su tratado De diversas y artificiosas máquinas (1588)
Aunque, como explica Paolo Rossi, su intención fue expresar la superioridad de las matemáticas y los ingenios mecánicos frente a las doctrinas de los filósofos, este grabado describe sin pretenderlo esa ilusión que crea la reunión de volúmenes en una estantería o, más aún, en una rueda que se manipula con facilidad sin abandonar la inmovilidad sedentaria: la ilusión de tener el mundo al alcance y de no tener ya la necesidad de volver a él. 
La inabarcable realidad sustituida por unos libros que, por comparación, lucen ordenados y encuadernados, a la medida de las manos. Objetos preciados a los que ni siquiera hace falta acudir, asequibles a voluntad sobre las baldas de una máquina. El universo es, dirá luego Galileo, un “gigantesco libro escrito en lengua matemática”.

La reunión de los libros produce la ilusión de tener el mundo al alcance y de no tener que volver a él

En este mismo dibujo asoman dos detalles nada irrelevantes: en primer lugar, una puerta cerrada y sus tres cerrojos celando un recogimiento que nada debe amenazar. En segundo lugar, una ventana que no se abre de par en par al vecindario, sino que sirve solo para alumbrar los ejemplares que se consultan. De manera que los libros entretienen, pero sobre todo retienen y nos envuelven con la finura de su organización y su racionalidad, lejos de las malezas y las trampas de la Tierra y la sociedad.
No hace falta abundar en que esa simultaneidad del acceso a los libros desde una silla es el anticipo de la multiplicidad instantánea de Internet. Ahora mismo llevamos en nuestros bolsillos una infinitud disponible a capricho, capaz de suspender la existencia de todo a nuestro paso. 
De cualquier modo, no hay duda de que la proliferación de los libros después de Gutenberg abrió el apetito por capturar una diversidad de saberes que nos ahorre la desigual fortuna de la experiencia. La Enciclopedia fue el producto natural de este optimismo libresco. Como se sabe, Borges recogió en sus ficciones la idea de un paraíso convertido en una biblioteca legible de manera infinita.

Máquina para leer, Agostino Ramelli (1588).

Pero toda esa espléndida belleza contiene en verdad el germen de la demencia, la tentación de una morada perpetua en la elasticidad de una mente ensimismada, con la consiguiente pérdida de la realidad común, la que otras miradas habitan y la que nos llega a través del aire fresco del encuentro y el intercambio. Ese espacio de la palabra y la interacción que, según Hannah Arendt, es la única garantía de la objetividad y nuestra salvaguarda contra las seducciones de la mentira y el idealismo.
Precisamente aquí es donde el encierro de la cuarentena difiere del reputado encierro de los libros, cuyo ilustre placer solo tiene sentido cuando se puede regresar al espacio compartido con los otros, cuando se mantiene visible el pasillo que reconduce al mundo sobre el cual se piensa y que es el único que da sentido a nuestros textos y a nuestras teorías.
Esa ventana que la máquina para leer de Ramelli dibuja perfectamente cerrada -reemplazable por una luz eléctrica cualquiera-, se halla para muchos de nosotros en estos tiempos de pandemia desesperada e inútilmente abierta a la calle, a las otras fachadas, a la cabeza que asoma de algún parque lejano, a las apariciones y desapariciones de peatones de cuyo animado bullicio nos hemos visto súbitamente apartados.

Vivimos atentos a las señales de la humanidad con el mismo ímpetu con que un oso polar perfora una capa de hielo en busca de comida

Esa realidad creciente a lo lejos cuyo silencio oprime el corazón, esa ausencia que tiene un espesor que ninguna videollamada puede atravesar, en estos días en que vivimos atentos a las señales del resto de la humanidad con el mismo ímpetu con que un oso polar perfora una capa de hielo en busca de la comida urgente que solo nos puede dar otra vida semejante a la nuestra.
Una llenura innegablemente deliciosa de piezas literarias, museos virtuales, documentales de arte o emocionantes series de televisión, puede producir un hartazgo, el vacío de un aire que se empacha de aire. Puesto que, sin la cotidianidad física e interpersonal, el encierro obligado de la cuarentena nos convierte en fantasmas a los que solo la varita mágica de una futura vacuna volverá de nuevo reales, dulcemente ratificados por la irrebatible verdad de los abrazos que perdimos y añoramos.

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