Amar el café y amar en compañía del café / Por: Víctor H. Palacios Cruz


Una taza de café es el reino cálido y oscuro en que discurre el acto de leer o de escribir, la mirada de la calle y de la gente, el festín de la amistad, la pureza de la reflexión, el lento relámpago del amor o el simple estar cómodamente instalados sobre el puro presente. A través del alma de un café se avista el azul del cielo, el blanco de una ausencia, la negrura de una grieta interior o la plateada algarabía de una lluvia en la ventana. Comparto unas prosas inéditas para agradecer el millón de tazas de esta bebida que le han dado y le siguen dando un lugar a cada una de mis horas.


Dedicado a las cafeterías
de todas las ciudades
de mi camino


* Fotografías: Coffee and Cigarettes (2003), película dirigida por Jim Jarmusch.


I

Después de haber molido café cosechado a la sombra de plátanos y granadillas, reúno el montículo negro y tibio sobre la mesa, y lo introduzco en una bolsa. La señora que ayuda a mi abuela se apresura a indicarme: “póngale una bolsa más pa’ que no se desvanezca”. Y aclara: “Pa’ que no se le vaya el olor”.
Vaya, cuando pierde su aroma, el café deja ir su espíritu.
¿No es poesía el habla campesina?




II

Mi café con whisky brillando bajo una nube de nata. Una pequeña obra de arte de la cafetería del hotel que me cuesta rasgar con la cuchara. Que abre una pausa en la que, de pronto, veo que he cerrado mi libro y olvidado la canción de mis audífonos, mientras la cámara de fotos se hiela en la mochila, las calles de Cajamarca resplandecen y la lluvia lustra en la huerta unas hojas a las que consolaría el cariño de una mirada.
¿A qué he venido a esta ciudad rodeada de un verde y unas montañas que adoro? ¿Por qué esta súbita inapetencia de mundo en que, sin embargo, no me recluye ni la nostalgia ni el asombro? Me siento bien, sin tener que ir a palpar la nobleza de las piedras, avistar los tejados de la plaza o precipitarme en las pupilas del cielo nocturno. Es suficiente que todo ello exista allá afuera.
Únicamente quiero que la desordenada cosecha de los últimos días se asiente y repose sin mi intromisión. Que las lecturas acumuladas, el repique de las emociones, las palabras del amigo, las criaturas de las ventanas, el sabor de los platos, el capricho de un pensamiento, vayan encontrando lentamente su color, su lugar, por el libre juego de sus leyes, conflictos y comuniones. No sé si alcanzarán una forma como la de mi copa de café, pero quiero ver todo mezclarse, reptar, saltar o desaparecer. Quiero ver el aire tornarse cristal, el fuego pétalo y el agua una luz púrpura. Quiero ver la vida dentro de mi vida, y no quiero perderme una sola fracción de su comportamiento.
No aguardo una experiencia insólita, una fotografía bonita, un hallazgo que llevar a otros. No quiero hacer algo para nadie. No deseo realmente nada. El labriego arroja la semilla, pero ya no son sus manos las que tiran del primer brote o alargan las primeras ramas, tampoco las que cubren los capullos y decoran los frutos posteriores. Él deja a la naturaleza hacer su trabajo y no vuelve sino para quitar la plaga o ahuyentar a los pájaros hambrientos, hasta que una mañana descubre unas naranjas que refulgen o unas vainas de frijol que merecen la caricia. Quiero esta clase de paciencia, quiero el convencimiento de la espera.
Nunca me sentí tan ocioso y tan lleno al mismo tiempo. Esta hora vacía es mi más fiel espejo, este silencio mi verdad y esta obstinada improductividad la más valiosa de mis cuentas. No quiero una porción del espacio; solo quiero por un instante tenerme a mí mismo. Ser el hombre más rico poseyendo totalmente mi pobreza.




III

Llueve en la sierra. No se oye el agua, murmura la tierra. Bajo las tejas, en la montaña azul, aquí y allá, numerosos rumores despiertan, se reúnen y desplazan. Una masa sonora da vueltas en el aire y se desliza como sobre una pendiente de pasto. Al fin la tierra abraza al cielo. La nube tiembla, brama de euforia y libera los hilos de su llanto.
El ave del júbilo canta en la copa del árbol. No es de la semilla en el surco de donde partirá la plantita. No. Cada gota que baja lleva dentro una historia. Mira, allí ha caído el maíz; esa gotita será un robusto chirimoyo; de esa otra saldrán redondas lúcumas. De aquel puñado nacerán los cafetos y de ellos beberemos. Nuestras dos tazas de café en la ventana.


IV

Un café debe ser profundamente oscuro para volver cristalinas todas las cosas. Debe ser caliente, para dilatar el pecho y aumentar el largo de los brazos. Debe tener aroma para que, sobre la taza, dancen dioses y fantasmas. Y preferiblemente debe ser redondo, para que todos los puntos del universo equidisten de su centro.




V

Un círculo de porcelana delineando la negrura del café. Los alvéolos de la espuma como estrellas aglomeradas sobre el firmamento de mi taza caliente. Un chorro de leche trazando una de las puntas de la Vía Láctea. Una fragancia abriendo mi olfato como alumbra los ojos la luz de estrellas extintas, al cruzar millares de fracciones de milímetros en el espacio.
Fríamente bebo un sorbo para disminuir este cosmos de mesa. Soy el des-creador que deseca trago a trago esta inmensidad diminuta, que la desaparece hasta dejar en el fondo una escoria de gránulos, despojos del ser. Soy ya el mundo, la integridad de lo existente no hecho pensamiento, sino cautivo en los corredores de mi cuerpo, a punto de mezclarse con mis órganos y sus líquidos diversos. Me arrellano en la silla, respiro hondamente y exhalo un aliento que declara mi victoria.
De pronto, mi mente se limpia como el aire tras la disipación de un estallido. Sobre su cielo despunta una exuberancia repentina. Un vocerío de impaciencias ensordece mis apetitos; espinas de fulgor punzan mis articulaciones y razonamientos. Un calor tenue y constante me abre la boca.
Geografías, sucesos, caras, posibilidades, palabras, colores… Virutas de delirios y elaboraciones saltan en el taller de mi cabeza donde ningún utensilio holgazanea, en un estrépito sin forma ni finalidad. Percepción enloquecida que calcina sus objetos, ocupada en su solo mecanismo. Comprensión pura sin materia propia; casa ajetreada y al mismo tiempo vacía.
Mundo consumido que renace dentro de mi organismo en múltiples germinaciones que titilan y me hieren. Posesión de las cosas que deviene llenura feroz y dolorosa. 
Venganza paulatina del magnífico café de esta mañana.




VI

Hay tantas tazas de café en mi cuerpo, que soy una noche andando. Una idea, una palabra, este instante es un fósforo alumbrando mis adentros.


VII

En un departamento frente al mar me senté una mañana para tomar un café solitario ante una mesa. Al levantar mi taza miré hacia el Océano Pacífico, y sentí su masa azul agitarse bajo mi labio a punto de arder con la bebida, mi cabeza abierta de par en par por un aroma urgente, múltiple y remoto.




VIII

Benjamín y el café

Son las seis de la mañana. Poco antes la penumbra de la habitación era todo pensamiento, pero ahora al fin la existencia comparece en mi ventana: allí están de nuevo la azotea y las almas de sus ropas colgadas; una antena de televisión recibiendo el infinito en su esqueleto; el edificio arrogante que al fondo veda el horizonte; y el gris sucio de toda la ciudad redimido en la silueta de una paloma.
El sol avanza desocultando el mundo. La luz es el comienzo del día para todos, pero dentro de mí el amanecer es la negrura aromática y tostada de un café como el que acabo de beber.
Hace un par de horas Benjamín –y sus seis semanas sonriéndonos más que los astros– se dormía junto a mi pecho, su cabecita perfectamente encajada sobre mi hombro izquierdo, su lugar favorito, suspirando quizá cansado de los trabajos de su asombroso crecimiento, igual que reposa el campesino a la tarde concluida su tarea de hacer crecer los campos.
A pesar de una cortina azul, paseando a mi hijo por el cuarto miraba el modo amable que tiene el cielo de despertar por medio de un cauteloso poco a poco, sin alarmas ni violencias. Claridad que tiene el olor a madre de quien vela junto a un cuerpo dormido o enfermo en una paz que erige en torno un dulce claustro sosegado. Claridad que sin pedir nada se sienta junto al taxista que trasnocha, junto al madrugador que empieza su jornada, junto al dormilón que entre las sábanas reanuda su pereza y también junto a la somnolencia que mis músculos sujetan a fin de sostener con firmeza a Benjamín.
Ahora que soy padre, tengo despierto varias pesadillas. Una de ellas es ver doblarse mis piernas mientras abrazo a mi hijo. Con su sabiduría serena y sin ambages, el café me advierte que de esas imágenes horrendas está hecho el trayecto del amor.
Hasta que, al fin, la consistencia de la carne y la dureza de los huesos de mi Benjamín ya erguido hagan de su costado bajo su mentón un asilo ancho y adecuado para mi cabeza cansada y canosa, mientras dentro de mí la oscuridad del último café ceda y se extienda despacio y sin cortinas una blancura insólita y sin término.



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