Robert Walser: la inolvidable literatura de un fracaso triste y feliz / Por: Víctor H. Palacios Cruz
W. Benjamin, F. Kafka, R. Musil, H. Hesse y E. Canetti
lo admiraban, pero a causa de su automarginación de las modas y los géneros el
escritor Robert Walser (1878-1956) perdió toda ilusión literaria y editorial y
cayó en el hoyo del desaliento. Un derrumbe, sin embargo, iluminado por la
sonrisa de su entrega al fin a una escritura propia y desenvuelta, sin árbitros
en torno. Recluido en un sanatorio mental en sus últimos 27 años, siguió
cultivando sobre cualquier trozo de papel su bella prosa divagatoria y poética.
Como Hölderlin, Nietzsche, Rimbaud o el músico Bill Withers, Walser fue un
astro radiante que, de repente, desapareció en la impenetrable oscuridad de la
locura o la renuncia.
“Tengo la
sensación de que los días me los regala algún dios bonachón que se complace en
tirarle algo a un haragán. Los tiempos venideros me castigarán por esta
gandulería, ya que los pasados no lo han hecho. Creo, sin embargo, que así le
soy grato a mi Dios. Dios ama a la gente feliz y odia a los tristes”, escribe
el suizo Robert Walser en su novela Los
hermanos Tanner. Palabras de una alegre gratitud que, en la calle,
creeríamos que acaban de salir de la boca de un loco descamisado e inofensivo.
Este
no deberle nada a nadie adopta –en otro de sus libros, Jakob von Gunten– una crítica feroz a un mundo que empieza a mirar desde
la distancia: “los que se esfuerzan por tener éxito en el mundo se asemejan
terriblemente unos a otros. Todos tienen la misma cara. Es el desasosiego,
creo yo, lo que domina a esa gente. Y nunca parecen hallarse enteramente a gusto;
(…) husmean siempre algún posible sucesor a sus espaldas. Cada cual siente al
furtivo ladrón que llegará a hurtadillas y provisto de algún nuevo talento, a
sembrar en torno suyo toda clase de desprestigios y calamidades”.
"Tengo la sensación de que los días me los regala algún dios bonachón que se complace en tirarle algo a un haragán"
Aunque
Stefan Zweig hablara de él como de un “miniaturista par excellence, delicado, sensible y a la vez festivo. Figura única
que no cabe en ningún grupo, categoría o comunidad: un tipo singular e
ingenioso como hay pocos”, su destino adverso –unido a una psique afectada por la
debacle familiar– fue apartando su rumbo de toda carrera social y literaria, llevándolo
a deambular por distintas ciudades de Austria, Alemania y Suiza, pasando de un
domicilio a otro y sin un trabajo estable.
Lo
poco que publicaba no le retribuía ni prestigio ni tranquilidad material. Su orgullo
lo mantuvo al margen de los círculos literarios y los gustos del mercado. “Los tratadistas
parecen profesar la opinión o la creencia de que la literatura creativa tiene
la única y exclusiva finalidad de existir solo para ellos”, declaró una vez.
Su vocación
quedó, pues, eximida de toda presión y de todo afán estético. Su prosa, desembarazada
de la sujeción a los géneros, se atuvo únicamente al variable ritmo de su espíritu
libre y soberano, sin las pautas ni las prisas de la dedicación profesional,
como sus caminatas por los bosques sin itinerarios ni metas prefijadas. En
suma, fue el hombre que optó por escribir ya solo para su oído y por caminar en
adelante más bien dentro de sí mismo.
En un alegato que recuerda al Nietzsche de la Segunda intempestiva (Sobre la utilidad y el
perjuicio de la historia para la vida), Walser expresó su rechazo a las
convenciones y a la tiranía de un pasado glorificado que sofoca la vida del
presente: “no es absolutamente necesario ni deseable parecerse a otro escritor,
comportarse como un autor ya existente, sino que lo más sensato, lo más urgente,
es ser tranquilamente uno mismo. Nuestra época, apresurada y febril, mira
demasiado al pasado. ¿No estaremos despreciándonos a nosotros mismos?”
“Los que se esfuerzan por tener éxito en el mundo se asemejan terriblemente unos a otros. Todos tienen la misma cara. Es el desasosiego"
Movido por el desprecio
del aburguesamiento culturalista, su arte se fue deslizando hacia la rareza y
la marginalidad, acorde con su indiferencia respecto del público y sus condiciones.
En ese sentido, no ha habido escritor más diametralmente opuesto a cierto tipo
de “artista” de los últimos tiempos que pone el más ímprobo esfuerzo en contentar
a las audiencias, ayudado por un activo aparato de publicistas y financieros
que lo vuelven omnipresente en las bulliciosas galerías de los medios y la
virtualidad.
No es que Robert
Walser no hubiera tocado más de un puerta, pero llegado un punto puso su mayor
tesón en pasar desapercibido. Sin remedio, su indigencia económica se fue haciendo
más evidente.
Sorprende, no
obstante, que el suizo haya querido curarse con los mismos restos de su desdicha:
“siempre he sido una persona muy infeliz y por tanto muy feliz, y así seguiré. Vine
al mundo muy enfermo, lo cual tiene la ventaja de que no se me puede herir,
enfermar”. Su frustración se transforma, así, en una rara forma de
victoria: “Oh, cómo relucen de perfección los errores y qué aroma a seductora
maestría exhalan los fracasos”.
Arruinado en
definitiva, en 1929 fue ingresado por sus parientes en el hospicio bernés de
Waldau, en calidad de enfermo mental. Carl
Seelig, uno de sus pocos amigos, generoso mecenas que nunca logró
convencer al artista de su voluntad de ayuda, cuenta que su hermana Lisa lo
acompañó hasta la entrada del centro y, a la pregunta de Robert sobre si
estaban haciendo lo correcto, ella respondió con un elocuente silencio.
"Vine al mundo muy enfermo, lo cual tiene la ventaja de que no se me puede herir, enfermar"
En junio de
1933 pasó a otro sanatorio y hogar cantonal en Herisau. En un inicio trató de componer
algo, poemas y artículos para la prensa, pero pronto optó por la mudez
absoluta. Walser siguió escribiendo con una tendencia más acusada hacia lo
misceláneo, ya sin la menor ambición y sobre cualquier pedazo de papel que
pasara por sus manos: anuncios impresos por una sola cara; recortes de revistas
y libros; sobres, tarjetas y papel de
carta sacado de su correspondencia; papel de desecho; etc.
Sus cartas dejan
entrever que en el manicomio se comportó con “más normalidad” que en libertad. Que terminara por conformarse con su sino no justifica en absoluto que
permaneciera tanto tiempo internado. La voluntad de adaptación de Walser a su nuevo
hogar entre otros enfermos se debe, en realidad, a que se sentía seguro gracias
a los cuidados, y a que ya no estaba expuesto a las frustraciones de un entorno
que lo había empujado hacia la deserción. Herman Hesse dijo sobre él: “tenía derecho
a que el mundo le importara un comino”.
“No pido más.
En el sanatorio tengo la paz que necesito. Que los jóvenes hagan ruido ahora.
Lo que me conviene es desaparecer, llamando la atención lo menos posible”, dijo
Robert Walser a Carl Seelig, quien lo visitaba con frecuencia y con quien solía
pasear por los alrededores de la casa de salud.
Sus cartas dejan entrever que en el manicomio se comportó con “más normalidad” que en libertad
El 25 de
diciembre de 1956, en pleno invierno, el perro de una cabaña en el monte, a las
afueras del sanatorio de Herisau, ladraba insistentemente. Una madre mandó a sus
niños a bajar en el trineo para ver de qué se trataba. Encontraron a un hombre
tumbado en la nieve en un paraje solitario. El brazo izquierdo yacía extendido
junto al cuerpo, el sombrero estaba fuera de su sitio, la cabeza ligeramente
inclinada, la boca abierta como si dejara entrar todavía la helada fragancia de
los abetos.
Avisaron a
Seelig que acudió de inmediato al encuentro de su amigo, aún tendido sobre la
nieve en la misma posición en que murió uno de los personajes de Los hermanos Tanner.
Libros recomendados de Robert Walser: Los hermanos Tanner; El ayudante; Jakob von Gunten; El paseo; Microgramas I, II y III; Paseos con R. Walser. Todos editados por Siruela en castellano.
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