Michel de Montaigne y el amor a la vida sencilla / Por: Víctor H. Palacios Cruz
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Estatua de Montaigne frente a La Sorbona, París. |
Un tiempo de cuarentena nos fuerza a un trato más continuo con nuestro
interior, el íntimo y el doméstico, con sus fantasmas, sus silencios, sus asperezas
y su sabor particular. Los ensayos de Montaigne (1533-1592) alumbran ese reducto
con una luz tenue, que no enceguece pero que tampoco es la grisura de la mediocridad.
Él, que prefirió la parte más antigua y modesta de su castillo para instalar su
estudio. Él, que decía leer a Cicerón con el mismo interés con que escuchaba a los campesinos de sus tierras, en quienes además creía haber visto mayor entereza para enfrentar la
muerte que en tantos entendidos en Aristóteles.
“Yo,
que no me muevo sino a ras de tierra, detesto la inhumana sabiduría que nos
quiere volver desdeñosos y hostiles hacia el cuidado del cuerpo. Me parece
tan injusto acoger de mala gana los placeres naturales como tomárselos
demasiado a pecho. Jerjes, envuelto en todos los placeres humanos, ofrecía
premios a quien encontrase otros distintos, era un necio. Pero apenas lo es menos
quien reduce los que le ha encontrado la naturaleza. No debemos seguirlos ni
evitarlos; debemos aceptarlos. Yo los acepto con un poco más de generosidad y
de gracia, y me entrego con más gusto a la inclinación natural”.
(III, XIII)
“Yo,
que me jacto de abrazar con tanto afán, y de manera tan particular, los
placeres de la vida, no encuentro en ellos, cuando los miro con esta
sutileza, apenas nada sino viento. Pero, ¡vaya!, somos viento en todo. Y el
viento aun así, más sabiamente que nosotros, se complace zumbando, agitándose;
y se contenta con sus propias funciones, sin desear la estabilidad ni la
solidez, cualidades que no son suyas”.
(III,
XIII)
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Vista general del castillo de Montaigne, en Perigord, suroeste de Francia. |
“Cuando
bailo, bailo; cuando duermo, duermo. Incluso, cuando me paseo en solitario por
un hermoso vergel, si mis pensamientos se han ocupado de circunstancias
extrañas cierta parte del tiempo, otra parte de él los devuelvo al paseo, al
vergel, a la dulzura de la soledad y a mí”.
(III,
XIII)
“La
grande y gloriosa obra maestra del hombre es vivir de modo conveniente. Todo lo
demás, reinar, atesorar, edificar, no son más que pequeños apéndices y
adminículos a lo sumo. Me complace ver a un general de ejército al pie de una
brecha que pretende atacar de inmediato, entregándose por entero y con plena
libertad a la comida, a la charla, entre sus amigos. Y a Bruto, cuando el cielo
y la tierra han conspirado contra él y contra la libertad romana, hurtar alguna
hora de la noche a sus rondas para leer y anotar a Polibio con perfecta calma.
Son las almas pequeñas, sepultadas por la carga de los problemas, las que no
son capaces de dejarlos y retomarlos”.
(III, XIII)
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Vista lateral del castillo. A la derecha, la torre de la biblioteca de Montaigne. |
“A
medida que la posesión de la vida sea más breve, tengo que volverla más honda y
más plena. Los demás sienten la dulzura de una alegría, y de la prosperidad; yo
la siento como ellos, pero no de paso y fugazmente. Ciertamente, hay que
estudiarla, saborearla y rumiarla para darle las gracias debidas a quien nos la
otorga”.
(I, XXV)
“Es
una perfección absoluta, y como divina, saber gozar lealmente del propio ser.
Perseguimos otras condiciones porque no entendemos el uso de las nuestras, y salimos
fuera de nosotros porque no sabemos qué hay dentro. Con todo, podemos muy
bien montarnos sobre zancos, pues aun sobre zancos hemos de andar con nuestras
piernas. Y en el más elevado trono del mundo, estamos sentados sobre nuestro
trasero. Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan
al modelo común y humano, con orden, pero sin milagro, sin extravagancia”.
(III, XIII)
Fuente:
Montaigne, Michel de Los ensayos, trad. J. Bayod Brau,
Barcelona, Acantilado, 2007.
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La torre de la biblioteca de Montaigne. |
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