Las clases virtuales como un contar historias junto al fuego / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Nieto leyendo a su abuelo, pintura de Albert Anker (1893).

Internet era hasta hace poco un medio vecino o auxiliar de la enseñanza. De pronto se ha convertido en un ineludible lugar sin lugar, una vía de salvación que ha provocado urgencias y dilemas para todas las partes: instituciones, profesores, estudiantes y padres de familia. Aquí unas consideraciones para homenajear a todos mis colegas que, en estos nuevos tiempos, siguen amando lo que hacen y haciendo lo que aman. Esa vocación y esa felicidad que ni el miedo ni la incomprensión nos pueden robar.

A Cristina, mi esposa; 
a Rocío, mi hermana;
y a todos los maestros que 
entre inmensas dificultades
no han dejado de 
contar historias con amor

En un lugar y un tiempo del cual la humanidad no puede acordarse, un círculo de seres penosamente abrigados alrededor de una hoguera convirtieron una mezcla de ruidos, gestos y ademanes en el primer relato que oyera alguna vez nuestra especie. Gracias a esta aventura, nuestros antepasados irguieron la cabeza con un vigor que ni la confección de hachas ni el mismo hacer fuego les había dado.
Desde entonces, el contar historias se convirtió en el más recio vínculo colectivo que, con el tiempo, fue formando una identidad sostenida en el aire de la memoria más que en la extensión de un suelo. Con los siglos, las tribus dispersas de cada región compartieron sus relatos, y en el camino la fuente de la autoridad pasó de la fuerza del músculo y la destreza en la cacería a la habilidad en el hablar, el imaginar y el recordar. Entonces, la vejez fue enaltecida y, a diferencia de las piedras y los palos, su poder inmaterial infundió más respeto que temor y adquirió un alcance misteriosamente ilimitado.

En el contar historias coinciden el rito, el lenguaje y la pertenencia grupal

Me acuerdo ahora de mi infancia feliz escuchando a mi papá contar sucesos de su pueblo en noches sin fluido eléctrico durante una época de lluvias torrenciales en el norte del Perú, reunidos en el patio de la casa en torno a su voz que era un rostro brillando en la penumbra. Y también a mi abuelo materno en la sierra piurana por los senderos de sus chacras explicándome el agua, la lampa y el maíz. La fascinación del contar historias es uno de los hechos más esencialmente humanos en que coinciden la experiencia del rito, el don del lenguaje y la pertenencia grupal.
Durante una velada de vino y comida, el Sócrates de Platón narra el mito de Eros, hijo de un dios y una mendiga, para ilustrar la ambivalencia de nuestros anhelos. Delante de sus discípulos, Jesucristo recure no a discursos ni teorías, sino a sencillas parábolas sobre labriegos, viudas y pescadores.

Indios cherokee (EE. UU.). Autor desconocido.

Ulises prorrumpe en sollozos al reconocer sus penurias en los versos de un rapsoda en la hospitalaria corte del rey Alcínoo, que había ordenado rescatarlos a él y a sus hombres. Mary Shelley prologa Frankenstein o el Nuevo Prometeo evocando la gestación de su novela en una cruda temporada de invierno afrontada junto a otros poetas en la residencia de Lord Byron en Suiza, al calor de una chimenea. Chimenea que reaparece en la inolvidable serie de televisión El narrador de cuentos (1988), con el actor John Hurt anunciando a su perro atento y peludo el comienzo de otro capítulo.
Creo que las clases virtuales que los profesores venimos impartiendo durante esta pandemia son un nuevo brote de verdor en ese mismo largo y milenario tronco. Y desde las más diversas circunstancias, porque sin la menor duda llegar a combinar sin perjuicio la actividad a distancia con el cuidado de los hijos y el hogar puede pagarse con el estrés, el dolor físico y unas lágrimas que nadie nunca verá.

Se trata de jóvenes con problemas en quienes la conectividad emocional es más costosa que la tecnológica

Hay colegios y universidades que entienden estas dificultades y procuran equilibrios; otras instituciones, en cambio, saturan a sus docentes con un exceso de sesiones, coordinaciones, reuniones y tutorías individualizadas, perpetrando una suerte de abstracción inhumana al concebirlos despojados del ajetreo logístico y psicológico que ocasiona el colocar el centro de trabajo en la intimidad del espacio doméstico.
Los alumnos viven también las más variadas situaciones. Una de mis hermanas cuenta que una alumna, en un recóndito pueblo cajamarquino, recibe sus clases encaramada a lo alto de un árbol en las horas de la noche en que la fina señal de Internet atraviesa al fin la espesura de la atmosfera. En otros casos, se trata de jóvenes con severos problemas de convivencia, hacinamiento o carencia en sus casas, y en quienes la conectividad emocional es más costosa que la tecnológica.

El film Mary Shelley (Haifaa al-Mansour, 2017).

De cualquier modo, y más allá del brusco cambio que supone este proceso para todos, las clases funcionan mejor cuando entendemos que, después de todo, se trata de un “acto de comunicación”. Un acontecimiento tan humano que, al igual que si ocurriera en una cafetería, un parque o un salón, solo tiene sentido si las dos partes quieren realmente comunicarse, es decir contar algo y escucharse.
Por ello mismo, este nuevo sistema está poniendo a prueba la rectitud de nuestras profesiones. Entre accidentes e inesperadas gratificaciones, puedo confirmar que los matriculados que mejor aprovechan las clases y responden a las evaluaciones, son aquellos a los que el convencimiento del rumbo elegido les facilita una mayor energía para el esfuerzo, la honestidad y la atención.

En los maestros de vocación un uso mínimo de los recursos tecnológicos basta para tener imantada a una audiencia

En efecto, los profesores que se adaptan más pronto a esta modalidad son los que desde tiempos presenciales han ejercido vocacionalmente su trabajo y, entonces, ya disfrutaban prodigando sus tesoros en las aulas. Para ellos, una mínima utilización de los recursos tecnológicos basta para tener imantada a una audiencia.
En contraste, la virtualidad también pone en evidencia a los alumnos desganados, aquellos que tienen aún pendiente el dar con aquello que han de querer el resto de sus vidas; del mismo modo que permite distinguir a los profesores que únicamente cumplen sus horarios, leen unos cuantos textos y atiborran a sus públicos con tareas que parecen absolverlos de sus responsabilidades; de aquellos otros que, por el contrario, ponen el alma en cada sílaba y, a ojos cerrados -si las clases no exigen el uso de la cámara- transforman sus clases en ceremonias llenas de fervor que los estudiantes animan con sus consultas y ocurrencias, y entre ambos el tiempo cobra una velocidad que surca océanos y escapa de la Tierra.

De la serie El narrador de cuentos (Jim Henson, 1987).

Diré que me embelesa la personalidad de mi esposa hablando de literatura a sus chicos de secundaria, y hay maestras de primaria que redecoran sus salas y mantienen a sus alumnos en un estado de encantamiento. Alguna profesora cuenta que sus parientes se han aprendido las canciones que canta a sus tiernos pupilos.
Por tanto, una desproporcionada exigencia de materiales preparatorios podría causar un desgaste contraproducente, puesto que una educación virtual con muchachos rodeados de las más diversas distracciones es eficaz sobre todo si no se echan a perder las ganas de contar las cosas que nos han maravillado -una ley de la física, un argumento legal, una ecuación, una etimología, un poema-, enlazándolas en una secuencia expectante con el ardor de un momento urgente y efímero, como si se tratara de la última clase de nuestras vidas.

Una clase virtual es eficaz sobre todo si parte de las ganas de contar las cosas que nos han maravillado

Como el androide de la película Blade Runner (1982) que, a punto de expirar, sostiene a una paloma junto a su pecho de latido mecánico como quien acaricia y retiene el espíritu que no tiene y añora a punto de emprender el vuelo, y dice: “he visto lo que ustedes no creeríais. Naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión. He visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.

El androide Roy Batty, encarnado por Rutger Hauer en el film Blade Runner (1982).

En estos días de aislamiento y nostalgias recíprocas, volvemos a reparar en que los humanos no dejamos de ser cuerpo y necesitamos ocupar el mismo espacio, estrechar una mano y abrazar para sabernos existentes. Pero nos queda la voz como el ave que trae al marinero un adelanto de la tierra firme que no avista todavía. Ese aliento que en la calle nos arredra y nos distancia y que, a través de la pantalla, nos une ahora en una ansiosa comunión espiritual.

Nos queda la voz como el ave que trae al marinero un adelanto de la tierra firme que no avista todavía

Creía que celulares y computadoras nos habían hurtado para siempre la fantasía y la memoria que las fogatas habían desatado en nuestros más remotos ancestros, pero su lumbre plana e inmóvil ha vuelto a ser ahora el antiguo fuego que alumbraba las caras de unos inquietos mamíferos escudriñando el universo.
Y habiéndolo contado todo nos iremos a dormir apagando la última luz, sabiendo que al día siguiente otros ocuparán nuestro lugar, tal vez nuestros propios estudiantes, para seguir contando viejas y nuevas historias por los siglos venideros.
Las lágrimas en la lluvia se volverán sucesivamente río y mar, y por fin nube que caerá de nuevo sobre la Tierra para empapar los corazones resecos por el encierro y la rutina.

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