¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Los amantes. Pintura de René Magritte, 1928.

Los grandes cambios de la historia tienen lugar no en los campos de batalla, los tronos, los salones políticos o las asambleas corporativas, sino en los hábitos y los comportamientos de las personas más comunes. Los vaticinios sobre cómo será el mundo después de la pandemia del COVID-19 se medirán en el lugar donde se mueve y actúa la inmensa humanidad, la vida cotidiana pública y privada, cuyas lentas transformaciones no se ajustan a un guion de serie o de película, ni a una noticia de periódico o televisión. Los verdaderos giros de época ocurren en silencio y solo se reconocen mucho tiempo después, mirando hacia atrás.

En algún momento, al término de esta cuarentena aún incierta, volveremos a la calle, volveremos a encontrarnos. ¿Y cómo volveremos a vernos?
A todos este tiempo prolongado –de conquista interior, de agotamiento o de tensión–, nos habrá cambiado la cara, el cuerpo y el alma. No volveremos igual, no seremos los mismos. Algunos reaparecerán adelgazados por el estrés, otros subidos de peso por la misma razón; todos tendremos melenas impresentables, barbas a las que habrá hecho crecer la desgana más que el funcionamiento capilar. Sobrevivientes con fe o sin ella, a todos nos habrá cambiado el humor el vernos oprimidos por el peso de cada hora de reclusión, apenas vencido para salir furtivamente en busca de alimentos como expedicionarios por el desierto de la ciudad.

Hambrientos del trato que nos rehumanice y sacuda la telaraña acumulada por los días, temeremos ser excesivos al saludar

Cuando llegue ese día, la puerta de cada casa vibrará con el nerviosismo de las manos. El temblor de saber que tendremos que reaprender a andar por las veredas, a tomar un taxi, a saludar al conocido y al desconocido, a tocar todas las cosas que no son las nuestras. Cuando ocupemos nuestro polvoriento lugar de trabajo repasaremos maniáticamente cuántas superficies rozamos en el camino y sospecharemos hasta de nuestra camisa. ¿A qué caras acusaremos en nuestras noches de insomnio?

Foto de portada del álbum de Pink Floyd Wish you were here (1975).

¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? Acaso hambrientos del trato que nos rehumanice y sacuda la telaraña acumulada por los días, temeremos ser excesivos en el saludo y recelaremos de quien se nos acerque apresurado. Si la verdad humana pasa por los dedos del apóstol Tomás en las llagas de Cristo, entonces la distancia con que hablemos y con que trabajemos –que ya no podrá llamarse “codo con codo”– nos llenará de dudas y nos enfrentará al riesgo de la insinceridad.
¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? ¿Cómo samaritanos de un nuevo tiempo de carencias, o como lobos esteparios, zorros astutos o hienas solitarias a punto de disputarse una carroña? 
Podría ser que volvamos al mundo con la ansiedad de una nostalgia inmoderada. Pero quizá el reencuentro con los otros se vuelva amargo por esa huella profunda que deja la fricción cotidiana con quienes compartían nuestro techo y que, con la marcha del día, terminaremos por extrañar desesperados por regresar a nuestra covacha.

¿Samaritanos de un nuevo tiempo de carencias, lobos esteparios, zorros astutos o hienas solitarias a punto de disputarse una carroña?

¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? Descubriremos en nuestros barrios los rincones abominables y también los bonitos que los tiempos normales habían ocultado. Devueltos a la cercanía de los demás, puede que nos sorprenda la repentina torpeza de las formas. Sufriremos titubeos, inseguridades y malentendidos. Como cuando por mucho tiempo se deja de rezar el Padre Nuestro o de cantar el himno nacional, y se sufre la traición de un olvido inoportuno.
¿Qué modalidades novedosas de cortesía y de etiqueta se introducirán en los actos sociales que persistan? ¿Triunfarán sobre las idiosincrasias más tropicales y efusivas? ¿Cuántos errores cometeremos tomando una corbata en lugar de otra y combinando la ropa de salir colgada y condenada al encierro dentro del encierro? ¿Nos importará al fin y al cabo?

Rey y reina, escultura de Henry Moore (1957).

¿Y cómo se enamorará la gente en adelante? Seguramente se oirán murmullos horrorizados por la transgresión de un beso al aire libre. Un beso que antes veíamos con poesía, con envidia o con malicia, y que ahora observaremos despojado de cualquier significado que no sea su carácter de acontecimiento químico e infeccioso. ¿Qué clase de nueva mojigatería higiénica y no moral empañará nuestra mirada de los gestos amorosos de la pintura, la fotografía y las películas?
¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? Sobre la Peste Negra que asoló la Europa del siglo XIV, acabando con un tercio de su población con una velocidad que la falta de ciencia y de diagnóstico volvió aterradora, el historiador Jean Delumeau explicó que produjo dos consecuencias de orden psíquico: abolió los ritos sociales por el temor del contagio y suprimió toda expectativa de futuro por la conciencia de una muerte al acecho. 

¿Y cómo se enamorará la gente en adelante? Se oirán murmullos horrorizados por la transgresión de un beso al aire libre

Lo primero fue grave porque las ceremonias colectivas afirman la pertenencia al mundo, nos arraigan y le dan un fundamento a la debilidad natural de nuestro ser finito; de manera que la sensación de desamparo sería insoportable. Lo segundo lo es porque lo que nos mantiene vivos no es la salud ni las posesiones, sino los proyectos y las cosas por hacer.
Karl Löwith contaba, a su vez, que en circunstancias de crisis “el astro que ilumina a todos se apaga y se encienden las luces artificiales de las lámparas privadas”. En efecto, puede que lo público, sustento de la vida personal y familiar, se torne un cascarón vacío por la falta de una respuesta participativa y solidaria. Los rumbos personales extremarán sus intereses y tendremos no sociedades sino espacios recorridos por sujetos mentalmente acorazados calculando sus pasos para evitar la colisión.

Lo que nos mantiene vivos no es la salud ni las posesiones, sino los proyectos y las cosas por hacer

Entonces será cierta la falacia neoliberal según la cual mi libertad termina donde empieza la de otro, cuando en verdad yo soy libre solo cuando los demás también lo son, de modo que hasta mi elección más caprichosa está posibilitada por la disponibilidad de un producto o un servicio tras el cual hay una concurrencia indefinida de esfuerzos cuyos rostros ignoro.
Esta tendencia solipsista es la que muchos detectábamos en el otro encierro de la conectividad, esa pérdida de la realidad propia del exilio digital. Y ahora resulta que Internet ha sido nuestro salvavidas, nuestro paño de lágrimas, nuestra oficina portátil, nuestro cable con el mundo próximo o lejano, el fuego blanco que nos ha permitido cultivar los vínculos de afecto, nuestro prójimo infalible.
De repente la voz, portadora de un contagio eventual que alejará a unos de otros en las áreas compartidas, terciada por la tecnología se ha convertido ahora en el medio que nos reúne y consuela, que asegura el sentido común. Que nos da aliento en suma, y nunca mejor dicho.

El encuentro, pintura de Gustave Courbet (1853).

Reaprenderemos a cantar, como han cantado en sus balcones los vecinos de muchas ciudades en cuarentena. Y a hablar con gusto, escogiendo las palabras para momentos que serán cada vez más breves, poniendo en toda comunicación el esmero de algo antiguo y recobrado. Y a recibir la palabra de los otros con el regalo de sus acentos propios, sus testimonios y sus relatos. Cuántos rasgos de las culturas orales que el progreso occidental había subestimado por siglos volverán a parecernos necesarias y preciadas.

Internet ha sido nuestro salvavidas, nuestra oficina portátil, nuestro cable con el mundo, nuestro prójimo infalible

Pertenecemos todavía a una civilización del ojo, a un reinado de la imagen, el espectáculo y las apariencias, cuyos cimientos se remontan en parte a Aristóteles, para quien la vista proporciona más información que el resto de los sentidos; y en parte al Renacimiento, cuando Da Vinci sostuvo que, frente a la música que “se desvanece tan pronto como suena”, la pintura es superior porque fija y detiene lo que en la naturaleza sucumbe y se transforma. Seguimos llamando “visión” a nuestro entendimiento de los hechos, y la palabra “teoría” viene del griego theorein que quiere decir “ver”.
En una era post-COVID 19, la distancia inmunitaria menoscabará el tacto y la vista, pero tal vez fomente una cultura del oído. Lo que será interesante, pues este canal sensitivo es especialmente afín tanto al cultivo de la intimidad cuanto a la integración de la comunidad.

La distancia inmunitaria menoscabará el tacto y la vista, pero tal vez fomente una cultura del oído

El ojo, dice Juhani Pallasmah, es el órgano “de la distancia y la separación”, mientras que “el sonido incluye y recibe”. Por su parte, decía Michel de Montaigne: “preferiría antes perder la vista que el oído”, pues para mí “no hay placer más fructífero que la conversación”.
En el retiro doméstico mimaremos los lazos con el entorno, todas nuestras ausencias se volverán más vivamente presentes, y haremos nuestra la cita de Catón: “nunca estoy menos solo que cuando estoy solo”.
¿Cómo nos veremos cuando volvamos a vernos? Quizá la pregunta deba ser otra y creo que esperanzadora. ¿Cómo hablaremos cuando volvamos a escucharnos?


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