Un libro para las soledades del coronavirus / Por: Víctor H. Palacios Cruz


La muerte en Venecia de Thomas Mann, el prólogo del Decamerón de Bocaccio, La peste de Albert Camus, El amor en los tiempos del cólera de García Márquez… ninguno supera la descripción de las consecuencias físicas, mentales y sociales de una plaga que se lee en El diario del año de la peste de Daniel Defoe. Entre las lecturas aconsejadas para estos días de aislamiento pero no de insolidaridad, la crónica de este libro no muy conocido sobre la mortandad atroz que causó la Peste Negra en Londres entre 1664 y 1666, puede proporcionar el juicio y la serenidad propios de una mirada en perspectiva y muy necesarios en este tiempo de virus y globalización.

El coronavirus o COVID-19 tiene el despótico privilegio de la novedad. Lo desconocido aterra doblemente. Vemos cifras de infectados tan modestas comparadas con otros males cuya frecuencia nos ha vuelto insensibles. Quienes reportan sus contagios no agonizan entre estertores como las víctimas de las feroces epidemias de otros siglos. En lugar de seguir sensatamente las recomendaciones sanitarias, nos alarmamos sin motivo y contagiamos a otros el más intratable virus de la neurosis.
Vivimos en la era de la obsesión por la seguridad y, por contraste, nunca hemos estado tan premunidos de medicinas, conocimientos y facilidades. Sin embargo, el comprar a cualquier hora tan despreocupadamente con un código QR en la mano, en lugar de adentrarnos en los bosques para buscar nuestra comida a riesgo de acabar en las fauces de una fiera, ha hecho que extrañemos nuestros miedos ancestrales y que necesitemos fuertes dosis de irracionalidad para desatascar la adrenalina acumulada en el subconsciente.
Quizá también el cine catastrofista de las últimas décadas hace que muchos vean lo que en realidad no se ve por ningún lado. Le creemos más a nuestra cabeza que a los ojos. Las aclaraciones médicas más tranquilizadoras no nos quitan la intranquilidad. Si la accesibilidad de la información no nos ha vuelto mejores electores, la disponibilidad tecnológica tampoco nos ha vuelto menos fatalistas. Todavía hay quien lee el horóscopo en su Smartphone uniendo con ironía los dos cabos de la historia.
Esta selección de citas de la obra del mismo autor de Robinson Crusoe no tiene la intención de perturbar sino, por el contrario, de exteriorizar el horror que podamos tener o reprimir y transferirlo a una distancia no solo inofensiva, sino también objetivante y comprensiva.

Daniel Defoe  (1660-1731)

1.
“Antes de que comenzara la plaga, creo recordar que fue en marzo, al ver a una muchedumbre congregada en calle me acerqué para satisfacer mi curiosidad; y los vi que estaban todos con la vista clavada en lo alto para ver lo que una mujer decía haber distinguido claramente: un ángel vestido de blanco, con una espada ardiente en la mano que agitaba y blandía sobre su cabeza. La mujer describía vívidamente cada uno de los rasgos de su figura, mostraba su forma y su movimiento; y las pobres gentes se sugestionaron con prontitud y avidez: «Sí, lo veo perfectamente», dijo uno; «ahí está la espada con toda claridad». Otro vio el ángel. Uno vio su mismísimo rostro y exclamó: «¡qué gloriosa criatura!» Unos veían una cosa, el resto otra.” (p. 45)

Algunos vagaban por las calles rugiendo, gritando y retorciéndose las manos; algunos caminaban rezando y alzando las manos hacia el cielo

2.
“A medida que aumentaba la desolación durante aquella terrible época, se incrementaba también el aturdimiento de las gentes, que cometían miles de locuras inenarrables, dominados por el terror, iguales a las que otros hacían en la agonía de la peste; cosas que eran en verdad patéticas. Algunos vagaban por las calles rugiendo, gritando y retorciéndose las manos; algunos caminaban rezando y alzando las manos hacia el cielo e implorando la misericordia de Dios. Realmente no puedo decir si ello obedecía a la demencia, mas aunque así fuese, no dejaba de ser indicio de que poseían un espíritu formal cuando estaba en posesión de sus sentidos; y era, así y todo, muchísimo mejor que los alaridos terroríficos que se dejaban oír en algunas calles, especialmente por las tardes.” (p. 143)


3.
“Podría contar macabras historias acerca de niños vivos que mamaban de los pechos de sus madres o amas que ya estaban muertas por causa de la peste. O de una madre, en la parroquia en la que yo vivía, la cual, viendo que su bebé estaba enfermo, mandó llamar a un boticario para que examinase al niño; según cuentan, cuando el boticario llegó, la madre estaba dando de mamar al niño; y según todas las apariencias, ella se encontraba muy bien; mas cuando el boticario se le acercó vio las marcas de la peste sobre el pecho con el que ella estaba amamantando a la criatura.” (p. 163)

Niños vivos mamaban de los pechos de sus madres o amas que ya estaban muertas por causa de la peste

4.
“Algunos, al morir sus seres queridos, se volvieron estúpidos a causa de lo insoportable del dolor; y uno en particular, que estaba tan absolutamente abrumado por el tormento de su espíritu que su cabeza se sumergió gradualmente dentro de su cuerpo, tan dentro de los hombros, que apenas podía verse la parte superior de la cabeza por encima de los omóplatos; y fue perdiendo poco a poco la voz y el sentido, y su rostro, vuelto hacia adelante, reposaba sobre la clavícula y no podía permanecer con la cabeza alzada de ninguna otra manera, a menos que fuese sostenida por las manos de otras personas. Y el pobre hombre no volvió a recuperarse nunca más sino que languideció en ese estado cerca de un año antes de morir. Jamás se le vio levantar la vista ni mirar hacia ningún objeto definido.” (p. 165)

Londres padeció un devastador incendio en septiembre de 1666, justo en el pico más alto de la peste

5.
“¿Qué puede hacer tambalear la plena facultad de razonar de cualquier ser humano, y qué puede impresionar más profundamente su alma que ver a un hombre casi desnudo, escapado de su casa y quizá de su lecho, corriendo por la calle (…) qué puede impresionar más, digo, que ver a ese pobre hombre salir a la ancha calle y correr, bailando y cantando, y haciendo gestos grotescos, con cinco o seis mujeres y niños corriendo tras él, gritando e implorándole por el amor de Dios que vuelva y suplicando la ayuda de las gentes para hacerlo regresar, mas todo ello en vano, pues nadie osa poner las manos sobre él ni acercársele por temor a contagiarse?
“Esto fue algo extremadamente doloroso y aflictivo para mí, que asistí a toda la escena desde mis propias ventanas (…) No sabría decir lo que sucedió con aquel pobre hombre, pero creo que continuó correteando de un lado a otro de esa suerte, hasta que se desplomó y murió.” (p. 228)

Algunos, al morir sus seres queridos, se volvieron estúpidos a causa de lo insoportable del dolor

6.
“Un hombre amarrado a su lecho, al no poder hallar otra manera de liberarse, incendió la cama con una candela, que desgraciadamente estaba al alcance de su mano, y se quemó a sí mismo en el lecho; y otro, por el tormento insufrible que padecía (…) ¿Qué más podría decir para retratar más vívidamente la miseria de aquellos tiempos, o para daros una idea más exacta de esta compleja desgracia?”. (p. 234-235)

7.
“En medio de la mayor zozobra, y cuando la situación de la ciudad de Londres era en verdad calamitosa, en ese preciso instante, Dios quiso desarmar al enemigo, como si fuese por su propia mano, arrancándole el veneno del aguijón. Fue maravilloso: hasta los médicos mismos quedaron asombrados de ello. Dondequiera que hiciesen sus visitas, encontraban a sus pacientes mejorados; bien habían sudado favorablemente, bien los tumores se habían abierto o los carbuncos se deshinchaban y cambiaban de color las inflamaciones que los rodeaban; o bien la fiebre había desaparecido; o se habían mitigado los dolores de cabeza; o había algún otro síntoma favorable; de modo que a los pocos días todos se estaban recuperando, familias enteras que habían yacido enfermas y que habían tenido a sacerdotes rezando a su lado, y que habían esperado la llegada de la muerte en cada instante, habían revivido y sanado, y ninguno de ellos murió. Y esto no fue producido por el hallazgo de ninguna nueva medicina, ni por ningún nuevo método de curación descubierto; tampoco por la experiencia que hubiese adquirido los médicos y cirujanos en la operación.” (p. 319)

* Fuente: Daniel Defoe. Diario del año de la peste. Madrid, Impedimenta, 2010.


Comentarios

  1. Has seleccionado páginas muy bien logradas e impresionantes de Defoe. Estupendo aporte, Víctor Hugo.

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