Nuestra condición social en cuarentena / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Edward Hopper, Chair car, 1965.

Este período indeterminado de enclaustramiento durante la pandemia de un virus aún en expansión, replantea una dimensión de nuestra personalidad que no es ocasional ni periférica sino, más bien, configuradora: la relación con los demás. Lo que vivamos en estas circunstancias nos cambiará seguramente, pero sobre todo arrojará una luz nueva sobre quiénes somos en definitiva, y quiénes querríamos ser en adelante.

La conectividad digital ha hecho de este período de aislamiento para contrarrestar la propagación del coronavirus –o COVID-19– un acontecimiento muy diferente de cualquier cuarentena bíblica o medieval, o de los angustiosos encierros de tiempos de guerras y bombardeos. A diario cotejamos con otros nuestras estrategias de resistencia a un confinamiento que nos cuesta por la falta de una vivencia parecida en la memoria. Hay quienes exhiben sus ingenios, sus nostalgias o sus hastíos. Lazos restablecidos, hallazgos culinarios, lecturas inauditas. Y es distinta la situación de quien comparte el encierro con otros de la de quien lo afronta a solas. En todos estos casos somos los conejillos de indias de un laboratorio emocional inesperado.

No hay velocidad de Internet que sustituya el intercambio de la calle y la vitalidad que proviene del encuentro con los otros

Pero, sin duda, el que se nos haya repentinamente arrebatado la exterioridad común –incluso en países como Perú donde la precariedad del espacio público alienta el desapego cívico y la afirmación desordenada del interés privado– nos ha convencido de que no hay velocidad de Internet que pueda sustituir el intercambio de la calle y la incomparable vitalidad que proviene del encuentro con los otros.
Recluidos dentro de edificios despojados de ese bello gesto de la arquitectura que es la existencia de un balcón, de pronto el momentáneo perfil de un vecino al frente nos da el alivio de no sentirnos irreales en un reducto cuya envoltura se nos ha vuelto insípida a causa de probarla todos los días sin contrastación.

E. Hopper, Nighthawks, 1942.

A veces en las montañas el fuerte viento nos golpea sin cesar al punto que avanzamos como si se nos hubiera salido el alma y ella nos rodeara implorándonos entrar de nuevo. En la quietud sin paisajes ni aventuras de una casa pareciera que, a la inversa, nuestro yo se ha reducido a un pequeño núcleo, un punto que rebota de una pared a otra de nuestro propio espíritu dilatado y endurecido.
De pronto, recuerdo la escultura El pensador de Rodin. Expuesta al aire libre da, sin embargo, la impresión de un hombre absorto en un ensimismamiento dentro de una estancia en penumbra. Ello ilustra la ironía de que la reclusión ha sido, en realidad, una categoría en la historia de la cultura y el escenario preferido de la creación artística e intelectual. Su prestigio comienza a fines del medioevo en que la naciente exaltación de la individualidad tuvo su correlato en la introducción de habitaciones propias en las viviendas burguesas.

Nos hemos deshabituado a sentirnos a nosotros mismos al temer el silencio, solo en el cual se oyen nuestras propias pulsaciones

“Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”, escribirá Pascal delante de la agitada sociedad parisina del siglo XVII. Y antes de él Montaigne: “debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad”. A fines del siglo XVIII, el poeta Novalis hablará del “santuario de lo interior”.
Y aunque, en un tiempo más lejano, Catón dijera también que “nunca se está menos solo que cuando se está solo”, ocurre que el humano es un ser contradictorio y a todo período de recogimiento le debiera seguir una vuelta urgente a la comunidad. Por ello, como enseñaron los griegos, nada nos viene mejor que el balance y la armonía.

E. Hopper, Morning Sun, 1952.

En este confuso y apasionante siglo XXI, hay distintos tipos de estrés que hemos naturalizado en una sociedad de exigencias y trajines, sobre todo de una saturación sensorial llevada al infinito en el rectángulo trémulo y caliente de un celular. Nos hemos deshabituado a sentirnos a nosotros mismos al temer el silencio, únicamente dentro del cual se pueden oír nuestras propias pulsaciones.
Y sin embargo, el ser y el cuerpo que somos son obra de la mezcla y la pluralidad. Cada sujeto es un ordenamiento irrepetible de un conjunto indefinido de elementos del que otros participan. La individualidad pura es una ficción del liberalismo, y la persona vista como una sola pieza ontológica es un exceso de la filosofía aristotélico-tomista. No hay manera de decir “yo” sino desde un idioma que otros nos enseñan.

Hablamos con el aire del cielo y nuestros tejidos están hechos de la sustancia del universo

Durante el parto, el bebé contrae numerosas bacterias de su madre que ayudarán a su propia inmunización. Nos habita una flora intestinal hecha de una población de huéspedes benignos. Hablamos con el aire del cielo y nuestros tejidos están hechos de la sustancia del universo.
“Al enterrar a mi padre sepulté para siempre una parte de mí mismo”, dice el personaje de una novela de Ítalo Svevo. En efecto, al amar nos unimos casi orgánicamente a la persona amada y, por obvias razones genéticas, por nuestras arterias discurren muchedumbres. En consecuencia, las xenofobias y los muros no son sino cuchillos que cercenan partes que nos conforman, tapones que vuelven la atmósfera colectiva irrespirable y viciada, y diques que impiden renovar las aguas de la invención.

E. Hopper, Shakespeare at Dusk, 1935.

Toda unión –una pareja, una familia, una aldea– genera un reino vivo sobre la Tierra que, por ello mismo, activa una inevitable comunión de microorganismos a los que las personas tarde o temprano se adaptan, sobre un sustento de inevitable fragilidad. La paradoja es que, por eso mismo, el trato humano puede matar puesto que llevamos dentro las partículas de una naturaleza perpetuamente indócil. Materia que Platón anheló suprimir para ser un pensamiento alado sin el peso de la carne y un amor sin brazos que puedan abrazar.

El trato humano puede matar pues llevamos dentro las partículas de una naturaleza perpetuamente indócil

No hay, pues, posibilidad alguna de eliminar por completo el riesgo en la relación con el prójimo. Incluso, como la protagonista del sobrecogedor primer capítulo de Voces de Chernobil de Svetlana Alexievitch, puede que una mujer se niegue a abandonar al esposo enfermo cuya radioactividad podría matarla a ella y al hijo que lleva dentro. Lo terrible es que, ahora mismo, el estigmatizar al desconocido como portador de una infección arraigue como una costumbre mental que corroería las junturas más delicadas de la convivencia.
Por estos días en que miramos no personas que sufren sino cifras de contagios y decesos, leo a menudo que “nada volverá a ser normal” después de esta pandemia. Por más indiscutible que ello sea, algo en mí se subleva pues, más allá de coadyuvar al bien de todos y disfrutar con mi esposa del maravilloso crecimiento de nuestro bebé, nada anhelo tanto ahora como recobrar la normalidad de que me dé en la cara el sol de la presencia de un pariente que extraño o de un amigo querido.


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