El matrimonio Arnolfini: el poder, la exactitud y la inmovilidad / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Detalle de El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck (1434)

Lo pintado, la forma de pintarlo, su minuciosidad devoradora y la destreza del reflejo deformado de un espejo que sugiere una pintura dentro de otra, hacen de El matrimonio Arnolfini (1434) de Jan Van Eyck una de las cimas de la historia del arte. Un óleo que, sin ser una luz repentina en la noche sino, más bien, un latido natural en la enorme vitalidad de su época, provoca por igual asombros en el especialista y exclamaciones de toda suerte en el escolar que hace zoom sobre las vetas del piso de madera, la talla de la lámpara del techo o la pelambre del perrito.

Con la ayuda de lupa, plumillas y un pulso de cirujano, Jan Van Eyck (1390-1441) presintió la tecnología que ahora nos permite amplificar lo infinitesimal y ver lo que no puede a simple vista el ojo natural de su tiempo o del nuestro. Al punto que uno se pregunta qué atributo sobrenatural poseía un pintor que hace casi seis siglos, como el Fausto del poema de Goethe, vendió el alma de sus personajes al demonio de la exhaustividad microscópica, sacrificando la vivacidad corporal que Da Vinci lograría después gracias a la imprecisión del sfumato y la penetración psicológica que Rembrandt obtendría por medio de manchas y claroscuros.

Un pintor que vendió el alma de sus personajes al demonio de la exhaustividad microscópica

El paso del medioevo a la modernidad es también el tránsito de la vaguedad del anonimato común en la arquitectura, las artes plásticas y la literatura al campo más definido de los protagonismos y las firmas personales. Entre los siglos XV y XVII navegantes, conquistadores, científicos, reformadores y mecenas se imbuyen de un ánimo prometeico y acometen los proyectos más temerarios e impensados. Tal vez siguiendo la consigna “el hombre, si lo quiere, lo puede todo” del humanista y polifacético italiano Leone Battista Alberti, que comenzó precisamente por añadir el primero de estos nombres a los de su bautizo.


Así también, El matrimonio Arnolfini despliega una nitidez implacable en cada palmo de los 82 por 60 centímetros de su soporte de tabla, como si su autor hubiera pretendido emular la mirada divina omnisciente a la que no escapa ni lo más diminuto, en un acto de franca disconformidad con la naturaleza humana, cuyo órgano de la vista solo obtiene precisión sobre una pequeña porción de su radio de alcance mientras la periferia se difumina o desenfoca. La misma rebeldía que se encuentra en los dibujos con que Da Vinci describe aparatos para volar o sumergirse bajo el agua, o la ficción futurista de La nueva Atlántida de Bacon, un siglo más tarde, en que se vuelve factible devolver la vida a los cuerpos que acaban de perderla.

Van Eyck aspiró a emular la mirada divina omnisciente a la que no escapa ni lo más diminuto

No obstante, la primera impresión que causa este óleo de Van Eyck es la de una fotografía de un interior discretamente iluminado con unas figuras de cera en medio y el desorden de objetos propio de una intimidad hogareña, en el fondo de cuya pared, como en el único trozo de vacío consentido por la superficie, el autor escribió Johannes de Eyck fuit hic 1434, en latín: “Jan Van Eyck estuvo aquí en 1434”.
Al margen de su función testimonial o quizá notarial –como constancia de un contrato nupcial–, estas palabras parecen contar no solo que el artista estuvo en la habitación o participó de un rito privado, sino que vivió el secuestro de su ser por una fuerza superior que dejó al partir este milagro del cual se sintió apenas un testigo, como en un selfie de nuestros días que, según Joan Fontcuberta, no dice “esto ha sido” sino “yo estaba allí”.

Ejemplo de pintura románica (España, siglo XII)

Mil años antes de Van Eyck, la huella neoplatónica sobre la cultura cristiana, extendida tras la caída del Imperio Romano, diseminó la creencia en una terrenalidad corruptible y mortal que las almas habitan en una condición de exilio con la mirada puesta en el más allá de lo eterno. El contemptus mundi (desprecio del mundo y la carne) explica un arte posterior, el románico sobre todo, que al pintar motivos sagrados omite adrede la reproducción creíble de rostros, objetos y escenarios, recurriendo a convenciones esquemáticas y suspendiéndolo todo en una monocromía plana e intemporal, como las viñetas didácticas de una evangelización dirigida a un público analfabeto.
Como aclaró Ernst Gombrich, no eran artesanos de mano gruesa y torpe, sino fieles que se proponían plasmar no lo que veían sino lo que creían, y lo que creían era que lo terrestre era indigno de ser representado, puesto que, al igual que en la monodia de la música del mismo período, la fe del cristiano no debía ser distraída por el resplandor de las formas sensibles.

Un selfie, según Joan Fontcuberta, no dice “esto ha sido” sino “yo estaba allí”

En consecuencia, la ciencia, la técnica y el orden social no podían experimentar mayores revoluciones en un corazón para el cual la residencia terrestre era provisional y el universo entero una prisión. Sin embargo, el auge paulatino de la burguesía comercial, sobre todo luego de las Cruzadas que abrieron rutas hacia Oriente y sus especias, sus telas y su ocio exuberante, fue sembrando numerosas riquezas particulares a la espera del momento indicado para entrar en escena y disputar el poder a la nobleza y la casta feudal. Los Colonna, Sforza, Borgia y Medici pertenecieron a esta clase pujante que protagonizó pleitos a veces sangrientos y aceleró una serie de cambios, con el impulso inesperado de la Peste Negra que tiempo atrás había arrasado Europa, acabado con un tercio de su población y trastocado el orden social.

Ilustración de Las muy ricas horas del Duque de Berry, obra de los hermanos Limbourg (1410-1416)

Durante los peores días de esta pandemia en el siglo XIV, el orgullo por el patrimonio logrado con esfuerzo produjo el lamento por tantas “mansiones que se vieron de un día para otro sin herederos”, como escribe Bocaccio al inicio del Decamerón, en un panorama apocalíptico en que ya no era el humano el que caminaba irrevocablemente hacia la muerte, sino ésta la que tenía prisa y acechaba a las vidas más robustas y lozanas. Llegado un punto, la mortandad de la Peste hizo estallar la impavidez del terror en una reacción vehemente que aferró con energía el cuerpo, sus anhelos y sus posesiones.
Con el recuerdo aún agitado de las pilas de cadáveres que llenaban las calles de hedor, la burguesía se entregó al lucimiento de fastos y vestidos que, según Gilles Lipovetsky, dieron inicio a la industria de la moda, aliada de cualquier cortesano que deseara pronunciar su presencia, su nombre y su bonanza a fin de hacer visible, hasta la estridencia si cabe, una humanidad que de tan breve parecía irreal.

La mortandad de la Peste hizo estallar la impavidez del terror en una reacción vehemente que aferró con energía el cuerpo, sus anhelos y sus posesiones

La prosperidad de Flandes, lejos de la injerencia del Papa en Italia, dio a la región un clima favorable al requerimiento de pintores que proporcionaran a las nuevas fortunas el prestigio de un retrato. La técnica había dado pasos notables con el progreso de la geometría, los pigmentos y la óptica.
En las láminas de Las muy ricas horas del Duque de Berry (1410-1416) de los hermanos Limbourg se aprecian estampas cotidianas y de la corte dotadas de un realismo que anticipa los paisajes y bodegones del barroco. Sus detalles más prosaicos delatan una mirada tiernamente reconciliada con el reino de lo visible a través de composiciones dentro de las cuales paisajes, labriegos y rebaños varían según un imaginario punto de vista instalado en el espacio. Como dice Tzvetan Todorov, se pinta la individualidad de un castillo, una barba o un árbol, pero también la individualidad del observador.


Todas estas variables sociales y culturales confluyen en El matrimonio Arnolfini en que comparece un negociante italiano, de nombre Giovanni Anorlfini, afincado en Brujas con el favor de los duques de Borgoña, junto a su esposa Jeanne Cenami. El hieratismo de ambos es, sin duda, una pervivencia del aspecto estatuario con que el gótico solía trazar las figuras humanas, desprovistas de gesticulación, movimiento y naturalidad.
En El matrimonio Arnolfini hay una alfombra turca, finos brocados y terciopelos que cuelgan del dosel de una cama. Pero atrae todavía más un par de naranjas –un capricho mediterráneo en el frío del norte europeo– dejadas por descuido sobre el alféizar de la ventana. A los pies de la pareja, un perro de raza costosa y delicada, y a su lado unos zuecos a la moda y fuera de sitio.

El virtuosismo del pintor rivaliza con el poder de los lentes de aumento con los que se inventaría poco después el microscopio

El lujo de los Arnolfini es tal que sus bienes se desperdigan por cualquier rincón con la negligencia propia de la normalidad, a diferencia de aquellas fotografías de los siglos XIX y XX en que las gentes señaladas posaban rodeadas por sus pertenencias más preciadas en medio de un decorado artificial y solemne. Desde luego, es mayor la opulencia que, como en el cuadro de Van Eyck, asoma aquí y allá por obra de la abundancia más que de la exhibición.
Y tan clara es la ostentación del retratado cuanto la del retratista, cuyo virtuosismo –evidente en el resto de su producción, por ejemplo en La virgen del canciller Rollin (1435)– rivaliza con el poder de los lentes de aumento fabricados en los Países Bajos, con los que se inventaría poco después el microscopio. En efecto, se pueden contar los pelos de la mascota que tiene cinco centímetros de alto y el espejo, de igual diámetro, está circundado por diez estaciones del Vía Crucis. Sobre la convexidad del espejo se reflejan los esposos vistos de espalda así como el propio Van Eyck, además de un clérigo. Diría poco después Cosme de Medici: “todo pintor se pinta a sí mismo”. Por lo demás, es conocida la posterior influencia que esta pintura tendrá en Las meninas de Velázquez.


En definitiva El matrimonio Arnolfini es una doble apoteosis de la individualidad, ese paradigma central de la modernidad que, con el lento eclipse de lo colectivo, conecta profundamente con el extremo de este tiempo de un yo sumido en la acumulación y la vacuidad. La individualidad de un mercader que se ufana de su bienestar, y la de un pintor tan seguro de sus facultades.
Con la salvedad de que en el camino aprendimos también que la fijación excesiva, al igual que el ensimismamiento prolongado, produce efectos de distorsión. Que la humanidad languidece cuando muerde su cuello la obsesión posesiva de la exactitud.

Comentarios

  1. Maravilloso, ha sido como revivir una de sus clases, se le extraña profesor, bendiciones.

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    1. Qué amable, Sharon. Naturalmente estos textos son también fruto del trabajo y la atención interesada de mis estudiantes en estos últimos años de enseñanza universitaria. Ojalá lo puedas compartir con tus contactos. Saludos y mucho ánimo y que todo Vaya bien en estos tiempos adversos de lo que habrá mucho que aprender, sin la menor duda

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