Las ventajas del error que el éxito no ofrece. Un nuevo libro sobre comunicación empresarial / Por: Víctor H. Palacios Cruz


Hay lecciones profesionales que trascienden su ámbito para convertirse en aprendizajes de interés universal. En este caso, criterios y prácticas empresariales que son por igual relevantes para las instituciones académicas, el desempeño político, la carrera deportiva y las relaciones personales. En fin, para quien quiera que viva en este mundo donde no existe modo de amar y de hacer algo si no es entre seres que, como nosotros, anhelan lo imposible desde una misma falible naturaleza.

Sugerir este horizonte desde el estudio de un terreno especializado es uno de los méritos del reciente libro Comunicación corporativa. Comunicando dentro y fuera de la empresa del profesor Milton Calopiña Ávalo, publicado por la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo de la ciudad de Chiclayo (Perú).
Como indica el prólogo, se trata de la reunión de artículos de un blog surgido de la necesidad de crear contenidos para afrontar una asignatura nueva, aunque afín a su experiencia y su formación académica. Lo que confirma que el destino natural de la enseñanza es la comunicación con la sociedad a partir del encuentro con los estudiantes y a través de una producción científica e intelectual.
Calopiña es egresado de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Piura y tiene posgrados en Psicología de la Educación y Administración de Empresas. Ha ejercido el periodismo en las áreas de noticias internacionales, economía y crítica de cine, así como la docencia en distintas universidades del norte del Perú.

El tardío reconocimiento de una culpa y las sanciones de ley multiplican el daño que el solo fallo provocaría

Uno de los temas más atrayentes en esta estimable contribución a la tarea universitaria y la praxis empresarial es la cuestión sobre cómo se reacciona y, en particular, cómo se comunica un error –en el servicio o el producto que se ofrecen– al público en general y también a los propios trabajadores.
La casuística en juego es profusa y periodísticamente notoria. Desde la declaración de un representante de una cadena de pizzerías, hace unos años en el Perú, tras el hallazgo de un insecto en una de sus comidas –“no somos comunicadores, somos pizzeros”–, hasta la insistencia de una importante factoría automotriz alemana en negar la manipulación de emisiones contaminantes en la producción de sus vehículos diésel. Hechos en los que el tardío reconocimiento de la culpa y la posterior sanción de ley aumentaron exponencialmente el daño que el solo fallo habría provocado.


“Es un error estimar que una crisis silenciada es una crisis resuelta”, afirma Antonio López, especialista citado por el autor de Comunicación corporativa. “Ante una crisis –agrega Milton Calopiña–, se ha de brindar toda la información solicitada por los medios y el público, así como también dar una respuesta veraz y controlada. Es más, lo mejor es estar preparados: contar con un manual de crisis, un comité de crisis, un portavoz que dé la cara y las respuestas para que no nos tomen desprevenidos.”
Los argumentos de Calopiña no huyen hacia el territorio judicial, cuya coerción ya sería buen motivo para apostar por la transparencia de las formas, sino que juegan dentro del mismo campo del interés de las empresas. Un director de comunicación o un jefe de imagen no debe esmerarse en evitar que se hagan públicos los detalles de una ineficiencia más o menos grave, sino que más bien debe decidir “cómo comunicar y aprovechar la situación”, de modo que “la crisis se torne en una oportunidad para su empresa.”

Declarar una perfección inverosímil es una irresistible invitación a buscar flancos débiles

Pienso en la tentación que tenemos los profesores de aparentar un saber que no tenemos y sentirnos acechados por el estudiante que pregunta demasiado. Pienso en el entrenador de fútbol que durante una conferencia desvía hacia sus jugadores o la misma prensa la causa de sus derrotas. Pienso en la frecuencia irritante con que los personajes públicos, más aún políticos, escamotean clamorosas verdades por medio de silencios, oblicuidades y eufemismos.
Por cierto, uno de los ejemplos más lamentables de desatino en la comunicación política fue, sin duda, el de la contumacia con que el ex presidente Alejandro Toledo, incluso durante el ejercicio de su gobierno, negó la paternidad de una hija concebida fuera del matrimonio. Una aceptación rápida y pública del hecho, una vez aireado por sus adversarios, habría eliminado de raíz la persistencia de un cabo suelto desde donde seguir siendo tironeado. Ello, por supuesto, no lo habría convertido en un buen padre, de ninguna manera (la reconciliación familiar llegó finalmente por intercesión de un cargo eclesiástico), pero se habría ahorrado algo tan costoso para el poder como el deterioro de la imagen, si hubiera reconocido los hechos sin esperar a que la incertidumbre se torne insoportable y contraproducente.


La efigie del personaje impecable y sonriente que no incurre en el mínimo desliz transmite una fortaleza en rigor engañosa, puesto que se atiene a una narrativa fría e insostenible. Los humanos nos conocemos lo bastante como para saber que cometemos más tonterías de las que desearíamos. Ver en un actor público no solo nuestras propias flaquezas, sino la hidalguía de aceptarlas, crea más bien empatía y proximidad. Nos abrazamos mejor en la certeza del barro común que nos explica.
Del mismo modo que en las relaciones profesor-estudiantes o deportista-prensa, la declaración de una perfección inverosímil es una irresistible invitación a buscar flancos débiles que se encuentran con relativa facilidad. Más aún ahora, en la era de la mayor visibilidad de lo privado por obra de la omnipresencia de dispositivos electrónicos que registran y propalan imágenes con una velocidad y un alcance que envidiarían los más grandes emperadores y tiranos de todos los siglos sobre la Tierra.
Es cierto que la excelencia insinuada por una escenografía y un buen eslogan atrae y conviene. Pero una historia enamora todavía más. Numerosas marcas de toda clase –desde cervezas hasta servicios bancarios– recurren a la evocación de un pasado para suscitar una identificación que vincula más duraderamente que la mera satisfacción del intercambio.

La excelencia atrae y conviene. Pero una historia enamora todavía más

Como consumidor, suscita mi afecto el restaurante al que veo crecer poco a poco, en el que advierto un detalle nuevo un día y otro también, en el que se escuchan mis opiniones y donde recibo disculpas si es el caso. Siento, entonces, que trato no con una entidad inaccesible y orgullosa a la que ofende mi disconformidad, sino más bien con una ilusión que se puede tocar en el suceso menudo de la atención al cliente más que en la abstracta generalidad de la imagen corporativa.
La falibilidad es algo que contemplamos en todo hecho humano, y un negocio no deja de serlo. Una de las ventajas del error es que le da al público la ocasión de conocer otra faceta desconocida de la empresa que completa su percepción. En concreto, la gestión de un fallo permite apreciar mejor la responsabilidad y la capacidad de acción, así como pone a prueba la relación que la empresa realmente tiene con la sociedad, es decir con cada uno de nosotros. En lugar del esfuerzo por disimular y encubrir lo ocurrido, la sinceridad muestra un autodominio y un respeto por el público.


Por ello, la fuerza de una empresa, de una universidad, de un padre de familia y de cualquier trabajador, no está en la falta de tropiezos ni en el control obsesivo, sino en la convicción de lo que se defiende y se busca. La honestidad que confiesa que las aspiraciones siempre están más allá de lo que se encarna cada vez, y que los actos y reacciones se regulan por lo que se ama y no por la impresión que se desea cuidar, que más bien será una consecuencia natural de lo anterior.
Que, en suma, la empresa respira y entraña una lucha, una aventura, y no un logro consumado que no tolera objeciones. Ello nos cura en salud y vuelve comprensibles las eventuales imperfecciones del camino, dentro de un relato creíble y consistente. Es necesario evidenciar –no solo vender– una actitud, y el error crea el contexto que permite calar mejor su fundamento y su inspiración.


Milton Calopiña: “la cultura de una organización no se enseña: se vive”

Según Joan Costa, otra fuente interesante a la que recurre Calopiña, la comunicación corporativa corre el riesgo de convertirse en un entramado automático y riguroso que se “independiza de la conducta real de una empresa y acentúa la autonomía del discurso contrayendo su realidad simbólica al margen de los hechos. Las comunicaciones, bien integradas, mentirían a la perfección”.
Por supuesto, el progreso de una compañía plantea complejidades mayores de orden no solamente operativo. Calopiña advierte que “muchos empresarios y directivos de empresas han aceptado casi como una verdad dogmática el hecho de que cuando una empresa crece, es normal que vayan apareciendo problemas de deshonestidad, desobediencia o aprovechamiento del trabajo para intereses personales.”
Entonces, comparece otro de los grandes temas del libro, la comunicación interna. Una adecuada irradiación de la cultura corporativa permite prever o actuar con mayor prudencia en los desaciertos, además de ahorrar costos y robustecer las relaciones con el personal. En ese sentido, crear y sostener una identidad colectiva obliga en especial a los jefes y directivos. “La cultura de una organización no se enseña: se vive”, aclara Calopiña.

Nada corrompe más rápidamente a una empresa que la sola expectativa de la ganancia

Como en la educación o en la familia, donde enseña más lo que se ve que lo que se dice. En definitiva, la ejemplaridad es decisiva. Sin embargo, ella necesita un tiempo. El amor o la personalidad no se deducen del instante de un acto o un gesto, sino de un proceso que confirma una continuidad que, a su vez, infunde seguridad e incentiva la confianza.
De nuevo, no hablamos de una solidez sin fisuras, sino de la claridad de una voluntad que, incluso, se percibe más profundamente en su desempeño durante una caída que a lo largo de la eficiencia rutinaria.
La identidad corporativa no se consigue, en suma, con un protocolo, unas consignas y unas sanciones, sino con un determinado modo de vivir en comunidad el alma de la empresa. Una convivencia a la que, en mi opinión, nada corrompe más rápidamente que la sola expectativa de la ganancia.

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