Cuando una sola sensación alumbra un mundo: Alexander Payne, Italo Calvino e Irene Vallejo / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Bodegón con copa de vino (R. Peale, 1818)

Admirable el don de erigir universos a partir de sensaciones tan circunscritas: el sabor de una copa de vino, la visión de un trozo de madera o el tacto de un antiguo pergamino. Actos de una imaginación que construye como si más bien recordara, con el fervor de quien se entrega a la invención de una nostalgia. Aquí una mínima muestra que tomo de la literatura y el cine. Mis invitados: Alexander Payne, Italo Calvino e Irene Vallejo. Dos bonus track: Marcel Proust y Jorge L. Borges


“Una brizna de hierba comunica con el infinito”, dice Vincent Van Gogh en una carta a su hermano Theo. Anotación de un artista que pinta no las cosas sino su mirada de ellas, en la que un cielo, un follaje, un pétalo o un trigal vibran como si cada una de sus fibras enloqueciera de júbilo en la inocente mirada del vagabundo que pasa.
Esta adoración del color en quien lo observaba todo desde la angosta cueva de su ternura enfebrecida, se hermana con una constelación de testimonios de todas las épocas en los que una sencilla y modesta sensación ­ –el sabor de una copa de vino, la visión de una pieza de madera o el tacto de una página de pergamino– actúa como una semilla en el preciso instante en que germina y, con un mágico “festina lente” (“apresúrate despacio”), extiende una red de detalles, encuadres y secuencias por medio de una imaginación evocadora que sustituye a la memoria que no se ha podido tener.
Fenómeno del espíritu que solo puede cobijar la sombra que forman al juntarse el retiro, la calma y la sensibilidad. Como si en una pausa inopinada brotara un organismo nuevo e interior al que no podría negársele vivir.
Como si detectáramos sobre una superficie un orificio, el ojo de una cerradura, por donde nos asomamos a espiar una estancia o, más bien, por donde un paisaje entero o un reino antiguo corren hacia nuestros brazos sorprendidos con el alborozo de una princesa rescatada.

Detalle de Almendro en flor, Van Gogh (1890)


I

Sideways (Entrecopas) es una película dirigida por Alexander Payne (2004) que trata de la soledad a que está condenada la excelencia, sea la del cultivo de una uva delicada o la de un talento literario marginado por la estrechez del mercado. Con el pulso de una road movie que intercala drama, comedia y romance, el relato se adhiere pronto al corazón y deja las ganas de volver para recobrar un sabor indispensable y familiar. Es, por cierto, obra de una adaptación de la novela homónima de Rex Picket, con guion del propio Payne y Jim Taylor.
En una de sus escenas, Miles y Maya, ambos adoradores del vino, conversan sobre las razones de su amor por esta bebida. Miles cuenta que prefiere más que ninguna a la uva pinot por su fragilidad, su rareza y su inconfundible potencialidad. Maya, por su parte, dice ante un Miles absorto y embelesado:

“Me gusta pensar en la vida del vino. En cómo es una cosa viva. Me gusta pensar en lo que estaba pasando durante el año que crecieron las uvas, en cómo brillaba el sol, si llovió… Me gusta pensar en toda la gente que atendió y cosechó las uvas, y si es un vino viejo, en cuántas de esas personas deben estar muertas ahora.”

Aquí la escena, aunque el doblaje echa a perder la voz original de los actores.




II

Italo Calvino publicó en los años 70 un libro que se relee y se disfruta inagotablemente, Las ciudades invisibles, que es al mismo tiempo y sin costuras relato, poesía, guía de viajes y divagación filosófica. Partiendo del personaje histórico de Marco Polo, compone un catálogo de ciudades ficticias que son ejercicios de juego, reflexión y fantasía.
En uno de los interludios, el Kublai Kan, emperador de los tártaros, y el mercader veneciano disputan una partida de ajedrez. De pronto, Marco Polo dice:

“Tu tablero, Sire, es una taracea de dos maderas: ébano y arce. La tesela en la que se fija tu mirada luminosa fue tallada en un estrato del tronco que creció durante un año de sequía: ¿ves cómo se disponen las fibras? Aquí se distingue un nudo apenas insinuado: una yema trató de despuntar un día de primavera precoz, pero la helada de la noche lo obligó a desistir. Aquí hay un poro más grande: tal vez fue el nido de una larva; no de carcoma, porque apenas nacido hubiera seguido excavando, sino de una oruga que royó las hojas y fue la causa de que se eligiera el árbol para talarlo… Este borde lo talló el ebanista con su gubia para que se adhiriera al cuadrado vecino que sobresalía…
“La cantidad de cosas que se podían leer en un trocito de madera liso y vacío abismaba a Kublai; Polo le estaba hablando ya de los bosques de ébano, de las balsas de troncos que descienden los ríos, de los atracaderos, de las mujeres en las ventanas…”

Fuente: Las ciudades invisibles, Siruela, Madrid, 2000, p. 140-141.

Tablero de ajedrez con grabados.


III

La escritora española Irene Vallejo tiene en sus manos el excepcional volumen de un libro de Petrarca en pergamino (pliego hecho con piel animal). Aquí la función constructiva de la evocación –tan similar a la Maya de Sideways y al Marco Polo de Italo Calvino– alimentada por el conocimiento, culmina en una consideración moral que confiere a la estética de la escritura una lucidez honesta difícil de rehuir:

“Al acariciar las páginas del códice, vino a mi mente la idea de que aquel maravilloso pergamino había sido un día el lomo de un animal después degollado. En solo unas semanas, el ganado podía pasar de la vida en el prado, el establo o la pocilga a convertirse en la página de una biblia. (Los monasterios medievales) compraban pieles de vaca, oveja, cordero, cabra o cerdo, elegidas en vida del animal para poder apreciar la calidad del ejemplar. (…) Existieron (libros) bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas vitelas, que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de la madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros. Detrás del exquisito trabajo del pergamino y la tinta se esconden, como hermanos gemelos rechazados, la piel herida y la sangre ­–la barbarie que acecha en los ángulos ciegos de la civilización-. Preferimos ignorar que el progreso y la belleza incluyen dolor y violencia. En consonancia con esta extraña contradicción humana, muchos de esos libros han servido para difundir por el mundo torrentes de palabras sabias sobre el amor, la bondad y la compasión.”

Fuente: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Madrid, Siruela, 2019, p. 83-84.

Ed. del Cancionero de Petrarca (Venecia, 1470)


Primer bonus track

Quizá una de las creaciones de mundos gracias a la memoria más citadas en la literatura sea el largo proceso de ensimismamiento y captura a partir del sabor de una taza de té –en que se ha remojado un pedazo de magdalena– en la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.
Como sus cada vez más escasos lectores saben, el libro despliega una extensa sucesión de apuntes íntimos que son una clarividente y acuciosa inspección de los procesos del alma, los sentidos, la imaginación y el ánimo. La calidad quirúrgica de sus auscultaciones se cata muy bien en este famoso pasaje en que el escritor francés cuenta cómo el sorbo de una infusión lo detiene y abisma en una larga intranquilidad que se disipa al fin en una numerosa y cristalina rememoración.
El texto completo exigiría un capítulo aparte. El desenlace encandila al describir cómo el té lejano, la tía de la infancia que se lo sirve, su habitación, una casa gris, la calle, el jardín detrás de la fábrica, la plaza, la ciudad, su iglesia, sus gentes y sus alrededores, saltan sucesivamente de la anchura disipada de un sabor.
“Todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té”.
Proust descubre así el poder de lo sencillo, la grandeza que embaraza a la percepción más prosaica: “cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.”

Fuente: Marcel Proust, En busca del tiempo perdido I. Por el camino de Swam. Alianza Editorial Madrid, 2000, p. 62 y ss.




Segundo bonus track

Aunque alejado por obra y por convicción de la literatura intimista, Jorge Luis Borges es un autor imposible de omitir aun en el vistazo más veloz a las relaciones entre la multiplicidad y la unidad.
La escena final de su cuento “El Aleph” es relevante a propósito. En ella se hace alusión a un tema de evidente influencia filosófica (en especial la teoría de las mónadas de Leibniz) que el escritor argentino frecuentaba con asiduidad: la totalidad contenida en una de las partes.
Al bajar al sótano de la mansión de Carlos Argentino Daneri, a punto de ser demolida, el protagonista reconoce un objeto extraño e irresistible: “vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.”

M. C. Escher, Autorretrato con esfera reflectante (1935)



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