"Bienamada la penumbra..." / Por: Víctor H. Palacios Cruz
El filósofo en meditación. Rembrandt, 1632. |
Un texto literario personal, el
primero que nació de hablarle a quien un día alumbró mi noche sabiéndolo y, ahora,
sostiene y custodia la penumbra propia de la dicha diaria. Ese discurrir que
mezcla la costumbre y lo insólito, lo repetido y lo único, la planicie y el acontecimiento; y que Robert Louis
Stevenson supo retratar muy bien al escribir que “el matrimonio es una larga
conversación”. En la víspera de su cumpleaños, un bouquet impalpable y por fortuna también inapagable.
Para SCDC
"El ojo humano está mejor
afinado para el crepúsculo
que para la luz diurna radiante"
afinado para el crepúsculo
que para la luz diurna radiante"
(Juhani Pallasmah)
Bienamada la penumbra, dulce y
materna, que enciende el espíritu y afila los sentidos con la indeterminación
de la presencia. Ella es lo oculto, el nido del pensamiento; el desafío de un ser
que necesita lo vedado y lo inconcluso, que solo vive si se mueve, si averigua,
si conquista.
La visibilidad absoluta –la del
mediodía, la de una geografía tropical, la de un centro comercial– es una
tentación que extenúa. Hay en ella una certeza cartesiana que incluso
aterroriza. Una nitidez que desvela y aniquila, que desprotege lo frágil y
esencial. Esa precisión, esa totalidad, colma aprisa la mirada, halagándola con
un brillo que no admite reserva o ambivalencia. Como una solución prematura,
una facilidad que marchita, una maldita sabiduría que hincha y que calcina.
Una luz irrestricta, que no se
confina respetuosamente entre dos riberas de misterio, sabe a doctrina escrita
e incontestable. A dictamen que suprime la palabra. Lo explícito es
totalitario. E inhumano, pues al ahorrarnos la búsqueda nos despoja de aquello
que nos hace dignos: el descubrimiento y la esperanza.
La claridad es obscena. Abruma con
tanto objeto disponible, con tanta delimitación. Sobre su evidencia no cabe
añadir nada, solo rumiar en la boca una satisfacción que envenena.
La transparencia sabe a vigilancia,
a seguridad. Delata el temor, la ansiedad, la cobardía. La exposición asusta
aún más que la bruma o la casa escondida. Es la realidad que vocifera, una
serie de declaraciones sin decoro, un insomnio que corroe. ¿Acaso no dijo Hölderlin
que su caída en la locura se debió al haber “recibido de los dioses más de lo
que podía soportar”?
Hombre en una habitación. Rembrandt, 1627. |
La oscuridad, en cambio, trata las cosas con
deferencia y las guarda dentro de su corazón. Sonríe con nuestras
incertidumbres y nuestras consultas. Ella, cómplice y fecunda. Decía el poeta
Roberto Juarroz: “cuánto amaríamos una puerta que nunca pudiéramos abrir”. La
sombra es un camino, un café, una copa de vino.
Debe ser por ello que quienes
rezan, piensan o se aman prefieren lo recóndito, un “pedazo de noche” en el
día, la libertad que da la estrechez de un recinto: celda, templo, habitación.
Esparcidos a lo largo de una curvatura iluminada y común sobre la cual las
estrellas cuchichean, intuimos en algún instante que vivir es juntar nuestros instantes,
acopiarlos en un lugar negado al intruso, como cuando bajamos los párpados para
separarnos del entorno tomando, sin embargo, una parte de él para hacerla
nuestra, para ser nosotros mismos siendo todo aquello que vemos. Cerrar los
ojos: simular una cueva dentro de la cual prendemos una antorcha para
contemplar dibujos en las paredes. Puesto que precisamos unos muros –de
ladrillo, de madera o de la piel de quien nos abraza– para entrar al fin dentro
de nosotros.
Quizá la sombra sea no solo un
inicio, una invitación. Hay en ella algo de retorno y de ancestral, nosotros
concebidos en el centro de una angosta tiniebla abastecida. Un plazo natural
nos expulsa de ese cálido paraíso, y lloramos aturdidos por el aire y el exceso
de luz que ataca unos ojos que nuestra húmeda guarida había mantenido
confiadamente cerrados. Un sueño interrumpido.
Luego, asiduos de la exterioridad y
golosos de sus regalos, buscar la penumbra es volver a la intimidad de la
memoria que imita el cuerpo de la madre, que nos envuelve ya no ciegos ni
vacíos, sino más bien llenos del bocado de cada suceso, de la gratitud debida a
cada don. (Por ejemplo, los pájaros que cantan ahora sobre las frágiles ramas
de la huerta canciones que nadie sabe quién compuso.) Y nos replegamos y
encogemos, tras la intensidad, en esa pausa indispensable, en ese útero de la
penumbra que nos guarece de la violenta claridad.
Excelente prosa que define al ser amado en un contexto de penumbra, lejos de la claridad diaria acostumbrada de nuestras visiones... Creo, que cuando nos ponemos a pensar por ejemplo, en un atarder marino, nos sentimos más cerca de uno mismo y de las personas que amamos y suele ser con mayor intensidad. Cada uno lo describe a su mejor manera... Me gusta el texto.
ResponderBorrarQué hermoso apunte: "en un atardecer marino nos sentimos más cerca de uno mismo...." Eso justamente intentaba decir en el texto, que la penumbra propicia una mayor cercanía con nuestro interior poblado de todo lo que la memoria engríe y sueña, nuestros afectos y las personas que existen fuera de nosotros pero también firmemente implantadas en el yo.
BorrarBellísima reflexión!
ResponderBorrarMuchísimas gracias!! Cariños también para tus pequeños!!
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