¿Por qué sobrevivirán los libros que se tocan? / Por: Víctor H. Palacios Cruz


A diferencia de la colección de libros de Aristóteles, la biblioteca de Alejandría, los manuscritos de los conventos medievales o las enciclopedias que concibió la pujante burguesía de la Europa moderna, la tecnología actual ha minado la vieja asociación entre la posesión de conocimiento y la posesión de libros. Revistas, diarios, radio, televisión y, finalmente, Internet fueron sucesivamente alejando el acceso a la información de la consulta de los volúmenes. Sin embargo, el resultado no es triste. Más bien, nos ha permitido por fin entender por qué deseamos seguir poseyendo algunos libros de papel (o de cualquier soporte similar). No los diccionarios, atlas, recetarios, tratados sistemáticos o manuales de oficios, es decir los libros cuya lectura se subordina a alguna utilidad, sino aquellos cuya lectura es un fin en sí mismo. Objetos tangibles que, por su contenido, su factura o la personalización de su existencia, se convierten en piezas acariciables y monumentos de la memoria. Por ello, incomparablemente más reales -aún en su rincón lejos de nuestra andanza- que la omnipresencia práctica y fantasmal de su disponibilidad electrónica.
Aquí, un extracto actualizado de una conferencia que impartí hace un tiempo sobre los libros en la era digital.

¿Qué perderíamos si los libros se dejaran de imprimir o preservar? Hace veinticinco siglos Platón intuyó algo peor que esta hipotética apocalipsis. De hecho, la invención de los escritos causó su disgusto. El olvido será una de sus consecuencias, previno: las almas, “fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos”. Lo escrito será “un simple recordatorio”, un simulacro de sabiduría, pues la verdad solo tiene lugar en una comunidad de seres que anhelan saber y dialogan.
 “Eres lo que llevas”, decía hace un tiempo una marca de dispositivos USB. ¿No es acaso un olvido más grave el que causarán unos soportes digitales que caducan con sospechosa prontitud, susceptibles al deterioro, los virus o la incompatibilidad de software?

J. R. Ribeyro: “el amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad"

Lo que Platón enseña es que, más que los instrumentos y depósitos, importa que no se extinga el ánimo que medita, indaga y se une a otro para mirar alrededor. Eso es lo que en definitiva cuenta: un corazón humano abierto al mundo y al prójimo por medio de la palabra. Los libros sobrevivirán solo en la medida en que adquieran una existencia biográfica y significativa. No es casual que “verbo” haya significado antiguamente “palabra” y también “espíritu”.

Julio Ramón Ribeyro, delante de una célebre librería en París.

Escribe Julio Ramón Ribeyro: “el amante de los libros no aspira solamente a la lectura sino a la propiedad. Y esta propiedad necesita observar todas las solemnidades, cumplir todos los ritos que la hagan incontestable. El amor a los libros se patentiza en el momento mismo de su adquisición. El verdadero amante de los libros […] necesita llevarlos desnudos en sus manos, irlos hojeando por el camino, meter los pies en un charco de agua, sufrir todos los trastornos de un primer encantamiento. Llegando a su casa, lo primero que hará será grabar en la página inicial su nombre y la fecha del suceso, porque para él toda adquisición es una peripecia que luego será necesario conmemorar”.
            Es conocida la reacción editorial que ha buscado competir con el formato digital ensalzando las propiedades sensibles del producto: la textura del papel, el aspecto rústico o artístico, la calidad de las imágenes, la portada exquisita. En una feria del libro en Londres allá por 2013, Neil Gaiman declaraba que “una de las cosas que deberíamos hacer es libros más hermosos, más delicados”. Deberíamos “transformar los objetos en fetiches, dar a la gente una razón para comprar objetos, no solo contenido”.

Nada hace más personal a un libro que su envejecimiento a nuestro lado y, sobre todo, su complicidad con nuestras soledades

Pienso que para que un ejemplar sea especial no hace falta adorno alguno. Hace falta que nuestra rutina le sea hospitalaria y que sigamos siendo receptivos a la señal de alguien que nos habla al otro lado. Que aún queramos descubrir en ese intercambio nuestra propia voz. 
Desde luego, el arraigo de un volumen en el recuerdo no lo decidirá una estrategia comercial. Quizá su apariencia atractiva sea un llamado. Pero nada lo hará más personal que su envejecimiento a nuestro lado y, sobre todo, su complicidad con nuestras soledades, allí donde la lectura imprime una marca profunda inseparable de una memoria multisensorial (el tacto del papel, el peso del volumen, el aroma de las páginas). Hasta la imperfección del subrayado que revela una circunstancia –el trazo violento de la euforia, la línea torcida por la marcha del bus, la letra ilegible de una anotación urgente– hará del impreso más humilde un monumento inimitable.
Las máquinas se suceden y los datos migran de un receptáculo a otro. En cambio, una vez poseído, el libro físico se aparta para siempre del tiraje indiferenciado de la impresión industrial. En ese instante, deja de ser una fama, un precio, unas medidas, incluso sus líneas se reescriben con cada relectura. El libro impreso existirá mientras sigamos apreciando una condición que no le es exclusiva: la índole irrepetible de las personas y los acontecimientos.

Alberto Manguel.

Un e-reader puede ser cualquier publicación, género o información; cualquier libro, bueno o no, bello o útil, nuevo o viejo, favorito o no; un diario, un mapa, un cuento. Pero para que sea todo ello es preciso que en principio no sea absolutamente nada. En cambio, un libro impreso solo puede ser lo que es y jamás una cosa distinta. He ahí su valor: su realidad única e inmutable. En el círculo de neurótica mudabilidad de nuestra “sociedad líquida” –diría Zygunt Bauman– en que la ansiedad por renovar y desechar permea nuestras vidas e impone hasta la mutación quirúrgica de los rostros, lo que persiste en el tiempo se torna de pronto cálido y fiable.

Los recuerdos exigen huellas, cofres. Sin nada que aferrar, la experiencia erra como polvareda de bits rumbo a la papelera

La virtualidad es inasible e ilimitada. Como el espíritu. Y nada como él necesita dramáticamente de una superficie o raíz que lo inserte en lo real dotándolo de una irrefutable materialidad. De la misma manera que una madre no aceptaría querer a su bebé sino abrazando su cuerpecito rollizo y tibio; e igual que de la vida de pareja decimos, con San Juan de la Cruz, que “la dolencia de amor no se cura sino es con la presencia y la figura”.
También los recuerdos exigen huellas, cofres, símbolos. Sin asideros que aferrar, nuestras experiencias errarían como polvaredas de bits rumbo a la papelera o la chatarra. Por el contrario queridos, como los libros de un buen lector, los humanos al fin habitamos el mundo y así, releídos, adquirimos ese resplandor que todo lo breve precisa para cruzar la noche.

Irene Vallejo, autora de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo.

Dos bonus tracks

1. Alberto Manguel:
“No me siento cómodo en una biblioteca virtual: no se puede poseer verdaderamente a un fantasma. Yo anhelo la materialidad de las cosas verbales, la presencia sólida del libro, su forma, su tamaño, su textura. Entiendo la conveniencia de los libros inmateriales y la importancia que tienen en una sociedad del siglo XXI, pero para mí poseen la cualidad de las relaciones platónicas. Tal vez por eso siento tan profundamente la pérdida de aquellos libros que mis manos conocían tan bien. Soy como Tomás, que quiere tocar para creer.” (Mientras embalo mi biblioteca. Alianza, Madrid, 2017)

2. Irene Vallejo:
Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños” (El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, Madrid, 2019).


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