Del miedo al despecho. Las ideas que condujeron al desastre medioambiental / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Campo de trigo con cuervos. Van Gogh, 1890.

Los múltiples y abrumadores indicios de un planeta enfermo se deben a ciertas prácticas de la industria, el consumo y la política, detrás de las cuales hay, sin embargo, un largo proceso cultural que se remonta a la Edad Media, y cuya trama es la difícil relación entre la humanidad y la naturaleza. La memoria atormentada de los sufrimientos que la Tierra ha infligido a nuestros antepasados, así como la arrogancia de nuestra especie en la negación del cuerpo y la consiguiente degradación de todo lo orgánico y material, son dos de las ideas protagonistas de esta historia. Aquí la breve ponencia que compartí en la “Noche de las ideas” de la Alianza Francesa de Chiclayo (Perú).


Ecologismo y odio de la humanidad

Sin duda, la conciencia medioambiental es una de las más bellas conquistas de este tiempo, en el que no todo es lúgubre y amargo. Sin embargo, esta necesaria denuncia de los excesos del consumo, la industria y la política irresponsable se ha pronunciado en una variada escala de acentos con más de una estridencia. Al igual que en el caso de la justa reivindicación de la igualdad de derechos entre mujer y varón, el rechazo del estado de las cosas tienta a menudo con la defensa de lo diametralmente opuesto, que casi nunca es lo mejor.

Los humanos somos seres ambivalentes capaces de lo santo y lo canalla, de lo heroico y lo ruin

Uno de esos extremos es la descalificación feroz de que ha sido objeto nuestra especie. El humano, dice John Gray, es un peligroso depredador y un “animal iluso”. Nada más paradójico en el activismo ecologista, puesto que, si bien somos sin la menor duda la causa principal de los desarreglos del clima que padecemos, el reunirnos para hablar y hacer algo al respecto es un acto valiente y noble que libra a nuestra estirpe al menos de una condena general.
Ocurre que somos en realidad seres ambivalentes capaces de lo santo y lo canalla, de lo heroico y lo ruin. Cometemos perjuicios, y en seguida, a tiempo o demasiado tarde, corremos a deplorarlos y a intentar ponerles remedio.

Greta Thunberg (n. 2003)

¿Y de qué está hecha la cólera de hoy contra nosotros mismos? En rigor no es nuevo ver al humano repudiándose a sí mismo. Lo encontramos en las sombrías líneas del Eclesiastés y en los aforismos de Heráclito. En los duros sermones de Lutero que describen el alma como un pozo infestado de alimañas; y en la teoría política de Hobbes que dice que nuestra vida es “solitaria, pobre, sucia, embrutecida y breve”.
La demonización de lo humano en el siglo XXI tiene su origen particular en el horror y el desencanto que causaron las tragedias del siglo pasado: las guerras mundiales, el holocausto judío, las bombas atómicas y los totalitarismos genocidas de izquierda y derecha por igual. Desgracias reunidas justo allí donde creíamos que la civilización había alcanzado una cumbre de la que ya no descendería jamás.

La demonización de lo humano en el siglo XXI tiene su origen en el horror que causaron las tragedias del siglo pasado

Una fe ciega en el futuro propulsada a lo largo del siglo XIX por la Ilustración, el positivismo y una sucesión de inventos que nos encaminaban a una era de las mil y una noches (el ferrocarril, el telégrafo, la cámara fotográfica, el teléfono, el gramófono, el cinematógrafo) y que, en lugar de realizar sobre la Tierra el paraíso de una sociedad próspera, pacífica y fraterna, instauró por el contrario el infierno de la “matanza mecanizada”, como dice Ernesto Sabato.
En unas cuantas décadas pasamos de exclamar en 1909, con Filippo Tomasso Marinetti, que “un auto de carreras es más hermoso que la Victoria de Samotracia” y que “vivimos en el absoluto porque hemos creado la eterna velocidad omnipresente”, a la congoja de un Emil Cioran que, en tiempos de posguerra, escribió: “creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro”.

F. T. Marinetti, autor del Manifiesto futurista, 1909.


Olvido, miedo y afán de dominio de la naturaleza

¿Cómo llegó la humanidad a profesar una fe ciega en sus propias fuerzas la víspera de esta depresión? ¿De dónde provino el desenfrenado optimismo que le llevó a adoptar esa actitud altiva y prepotente sobre su morada terrena que ahora lamentamos? Hay que aclarar que la raíz del proceso es occidental y que ciertas variables comerciales y geopolíticas lo impusieron a escala global. 
Se trata en concreto de una secuencia de mentalidades que se remonta a la Edad Media. La huella de Platón, a través de San Agustín, dejó sobre la Europa cristiana tras la caída del Imperio Romano la certeza de que las criaturas marchan sin pausa hacia la muerte y que en este mundo todo es caduco y deleznable. Si la más imperecedera obra humana sucumbe, cuánto más cualquier otro empeño terrestre.

La humanidad de la Peste del siglo XIV vio irrumpir a una naturaleza de pronto presente de un modo violento y arrollador

De aquí proviene el espíritu del contemptus mundi, o desdén del mundo, que fijó la mirada en el más allá celestial donde nada cambia ni declina. La pintura románica debe a esta creencia en lo indigno de la carne su deliberada omisión de detalles de rostros, vestidos y escenarios, que solo la ignorancia atrevida podría achacar a una ineptitud artística.
Una de las más grandes pandemias que asolaron el planeta, que vino de Oriente y se extendió por toda Europa desde los puertos del Mediterráneo a una velocidad arrolladora, fue la llamada Peste Negra que, entre 1347 y 1353, devoró a un tercio de la población continental y dejó entre los sobrevivientes el sentido de comunidad y la expectativa de futuro gravemente maltrechos, como cuenta Jean Delumeau en su obra El miedo en Occidente.

El triunfo de la muerte de Peter Brueghel, 1562.

Si bajo el contemptus mundi la humanidad se sentía peregrina y veía en el mundo un lugar solo de paso, la humanidad de la Peste vio irrumpir a una naturaleza indómita que acecha y precipita la fugacidad del vivir. Entonces, la cultura pasó del olvido al terror de una naturaleza presente de un modo violento y repentino
La coincidencia de este tiempo de miseria con el auge de la burguesía, la nueva clase social pujante que amasa fortunas con el comercio y arrebata a la vieja nobleza la preeminencia política y social, debilitó el anhelo del más allá en favor de un creciente interés por el estudio de lo visible y la posesión de bienes materiales, con un sentimiento de orgullo derivado de la bonanza obtenida con el tesón que supone la actividad mercantil, en años revueltos como aquellos además.
En el mismo Francesco Petrarca constatamos la serena aceptación de que “toda cosa creada corre hacia la muerte y el alma necesita ir ligera en ese trance”, y poco después un arduo ascenso al monte Ventoux desde cuya cima avista un paisaje espléndido y bueno por sí mismo, que le inspira un piadoso silencio.

El humano recobrará su “imperio sobre la creación” (F. Bacon) y se volverá “dueño y señor del cosmos” (R. Descartes)

El humanismo heredero de este giro de la mirada hacia la Tierra dirá, con Pico della Mirandola, que por su libertad el humano “es la criatura más admirable del universo”, y, con Battista Alberti, que “el hombre, si lo quiere, lo puede todo”. La observación de los cuerpos, los descubrimientos de la medicina y la astronomía, y el despliegue de un fervor por las máquinas evidente en los dibujos de Da Vinci, en el catálogo de inventos del ingeniero Agostino Ramelli De las diversas y artificiosas máquinas, y en la utopía La nueva Atlántida de Francis Bacon; conducen a la Europa post renacentista a la búsqueda de la prolongación de la vida en las investigaciones del médico Paracelso y en las disecciones clandestinas del mismo Da Vinci.
La frente levantada de una humanidad hacía poco ridiculizada y casi barrida por el rigor de los fenómenos, de pronto la esperanza puesta no en el Cielo que da consuelo a nuestras tribulaciones, sino en el ingenio, la voluntad y el dinero, movió a los europeos a pasar a su vez del miedo ante la naturaleza a la osadía de imaginar que un día, por medio del saber, el humano recobrará su “imperio sobre la creación”, según Francis Bacon, y se convertirá en “dueño y señor del cosmos”, según el Discurso del método de Descartes.

Da Vinci, uno de los silenciosos constructores del mundo moderno y sus contradicciones.

“El conocimiento es poder”; “quien conoce la causa puede producir el efecto”. Palabras de Francis Bacon en que asoma una ambición sobre la naturaleza tan distante del ánimo únicamente contemplativo de Petrarca o del puro deseo de imitarla y superarla en la pintura en un Da Vinci (“ciencia maravillosa, que es capaz de preservar la belleza pasajera de los mortales”, dice en sus Cuadernos de notas).


División cuerpo-alma y degradación de la naturaleza

Nada dio tanto vuelo a estas esperanzas aún juveniles de dominio sobre la Tierra como la teoría de Galileo Galilei según la cual el universo no era sino “un gigantesco libro escrito en lengua matemática”. Reducido a dígitos y formas geométricas, todo aquello que por siglos había arredrado y encogido a la humanidad no era, de repente, más que una simple extensión de espacio y cantidad, perfectamente susceptible de conocimiento y manipulación.

El mecanicismo de Galileo hirió de muerte el antiguo prestigio de las estrellas, los bosques y los mares

Mecanicismo que, con una sola detonación, abatía lo que el racionalismo juzgaba como superstición –proviniera tanto del medioevo desacreditado cuanto del Nuevo Mundo prejuzgado–, así como hería de muerte el antiguo prestigio de las estrellas, los bosques y los mares. En el mismo sentido Descartes no tuvo reparo en hablar de la anatomía humana como una “estatura o máquina de tierra” comparable a un reloj o una fuente de agua, y en ver en los animales unos burdos autómatas desprovistos de cualquier hálito inmaterial.
También cinco siglos antes de Cristo los discípulos de Pitágoras habían sostenido que el cosmos se regía por números que establecían su unidad y su armonía. Aunque, a diferencia de Galileo, aquellos filósofos, que formaron una hermandad al sur de la actual Italia, creían que los números eran divinidades, de donde la totalidad de lo real no podía inspirar sino respeto y reverencia. Ellos inventaron el vocablo kosmos, que en griego significa “belleza” (de donde deriva, por ejemplo, “cosmética”).

Galileo Galilei: "el universo es un gigantesco libro escrito en lengua matemática".

Pero un cristiano como Galileo–para quien Dios no es de este mundo– no podía incurrir en la mezcla de lo sobrenatural con lo terreno, notoria por cierto en la mitología griega así como en el animismo andino. Ni era tampoco un cristiano a la manera de Francisco de Asís, que compuso un Cántico de las criaturas donde habló de la “hermana luna”, el “hermano sol” y la “hermana tierra”. El propio Descartes situó en la razón la esencia de lo humano, dejando el cuerpo tajantemente al margen. Por un lado, así resultaba más sencillo demostrar la inmortalidad del alma; pero, por otro, nuestra biología se volvía extraña e inferior y, por extensión, la totalidad de lo corpóreo se convertía ahora en un reino ajeno cuya suerte ya no nos concernía.
La degradación del paisaje a una vasta y grosera materialidad facilitó una serie de progresos técnicos cuyo ruido no dejó escuchar advertencias morales como las de la novela Frankenstein o el nuevo Prometeo de Mary Shelley. La desacralización de la naturaleza deshizo cualquier escrúpulo y dio una tácita licencia para la extracción ilimitada de sus recursos con una voracidad conveniente para el mercado, el poder y la guerra.

Descartes situó en la razón la esencia humana, dejando el cuerpo al margen y volviendo la naturaleza ajena a nuestro destino

En su Manifiesto futurista Marinetti recogió la arrogancia de esta codicia en su anuncio de un arte visto como “un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para forzarlas a postrarse ante el hombre”. Frase en que suena la vehemencia del despecho, la agresividad que incuba el miedo largamente acumulado. Desde luego, la pesadilla de la Peste Negra que, después del siglo XIV, regresó varias veces sobre Europa. La humanidad que al día siguiente de sus angustias se sobrepuso, se irguió y decidió que jamás volvería a quedar de rodillas ante la naturaleza. La misma que ahora mira con perplejidad y espanto las consecuencias de una venganza trastornada.
Dos años después del Manifiesto de Marinetti se hundiría el Titanic y cinco más tarde estallaría la Primera Guerra Mundial.

René Descartes, autor de uno de los libros que decidieron el rumbo de la modernidad, para bien o para mal.

En conclusión, una sucesión de tres exclamaciones proferidas con el mismo volumen: la del antiguo terror de nuestros abuelos indefensos ante la inmensa naturaleza; la del enloquecido afán de nuestros padres de triunfar sobre ella cobrándose todas las cuentas pendientes; y, ahora, el grito de ira nuestro contra el vil retrato de nuestra especie en el espejo de la catástrofe. 
Y con ello, el dolor y la vergüenza que suscita esa extraña dificultad nuestra para situarnos en el punto medio, en el fino equilibrio que cae con facilidad cada vez que nos endiosamos y también cada vez que nos odiamos.

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