Ser viajero y no turista. Apuntes a partir de Michel de Montaigne / Por: Víctor H. Palacios Cruz

"Peregrino", pintura de Martín Pérez Irusta.

En un tiempo de odios religiosos, Montaigne profesa un inusual interés por la diversa condición humana en la certeza de que nuestra finitud, además de invalidar la arrogancia, determina una estimulante variedad de idiosincrasias. El amor a la verdad tiene su destino natural en el intercambio de estos múltiples trocitos de mundo. El viaje es, precisamente, uno de los medios más felices para “rozar y limar nuestro cerebro con el de otros”.

La vida de Michel de Montaigne (1533-1592) recorrió un siglo XVI de bruscas transformaciones, violencia e inestabilidad. Tenía motivos para encerrarse en la torre de su castillo donde su selecta biblioteca podía haberle deparado un retiro plácido y sustancioso.
Por entonces, el hombre común vivía entre la vieja nobleza y la impetuosa burguesía; entre el honor feudal y los nuevos códigos del dinero; entre los mapas conocidos y las navegaciones por mares lejanos; entre la astronomía de Ptolomeo y el heliocentrismo de Copérnico. También entre la milenaria unidad cristiana y la erupción de numerosas iglesias sobre el surco abierto por Lutero.
En un tiempo, diría Max Horkheimer, “inseguro, cambiante y engañoso”, nada más natural que guarecerse en la soledad a la espera de que amaine la tormenta. Sin embargo, esa no fue exactamente la conducta de Montaigne. Más bien, como dice Peter Bürger, se trató de un hombre que fue capaz de amar la humanidad en una “época de espanto”.

Montaigne: “la naturaleza nos ha puesto libres y sin lazos en el mundo, somos nosotros los que “nos aprisionamos en ciertos rincones”

Montaigne declara que “si alguien me contraría, no despierta mi ira sino mi atención”; confiesa que lee a Cicerón con el mismo interés con que escucha a los labriegos de sus tierras; afirma que el ser más honesto es el “hombre mezclado”; dice que si tuviera que elegir entre perder la vista o el oído, preferiría lo primero, pues lo segundo lo privaría de su mayor deleite, la conversación; y escribe que “considero a todos los hombres compatriotas míos, y abrazo a un polaco como a un francés, posponiendo el lazo nacional al universal y común”, pues “la naturaleza nos ha puesto libres y sin lazos en el mundo” y somos nosotros los que “nos aprisionamos en ciertos rincones”.

Detalle de "El caminante sobre el mar de nubes". C. D. Friedrich (1818)

Él es también quien decide, tras dar a la imprenta en 1580 su libro Los ensayos; separarse de los muros de la herencia para emprender un prolongado viaje que lo llevaría por Alemania, Suiza e Italia. Animado, además, por el solo placer de cabalgar: “si de mí dependiera formarme a mi albedrío, mejor pasaría yo la existencia con el trasero en la montura”; y si “me fuese dable elegir la muerte, la recibiría más bien a caballo que en el lecho”.
En la expresión de una pedagogía precursora, explica que a un niño le vendría bien “la visita de países extranjeros, no solo para aprender, al modo de los nobles franceses, cuántos pasos tiene la Santa Rotonda (…), sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas naciones, y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otros. Yo quisiera que empezaran a pasearlo desde la primera infancia y, en primer lugar, para matar dos pájaros de un tiro, por aquellas naciones vecinas cuyo idioma dista más del nuestro, y al cual, si no la formas desde muy temprano, la lengua no puede adaptarse”. Recomendación igualmente precursora de la moderna enseñanza de las lenguas.
En nuestro tiempo, penosamente, la especificidad de diversas actividades –el arte, el amor, la política e incluso los viajes– ha sido contaminada por la intromisión de los criterios del mercado. El turista ha reemplazado al viajero.

Los viajeros más que los turistas nos ahorran a la postre los prejuicios e intolerancias de donde vienen los rencores y las guerras

Un tour de consumo atrae clientes con hermosos vídeos sobreproducidos, para luego encauzar cuidadosamente sus pasos con itinerarios, guías y programas que aseguren la obtención de un resultado predeterminado, lejos del ánimo por el contrario abierto, libre, formativo e intercultural de los viajes de Montaigne.
El turista participa de una industria en cuya marcha se interesan los gobiernos y sus réditos repercuten en los índices económicos que deciden el progreso oficial de los países. En cambio, el paso de un viajero no suele acompañarse con un cencerro que anuncie fastos y derroches. El genuino viajar escapa a todos los términos de la estadística, pero su grandeza transforma lenta y hondamente a las personas y a las sociedades. Tal vez los viajeros más que los turistas nos ahorran a la postre todos esos prejuicios e intolerancias de donde vienen los rencores y las guerras.

Michel de Montaigne (1533-1592)

El pasajero movilizado por las agencias de “viajes” espera que los sitios complazcan su curiosidad, por tanto que halaguen sus ideas preconcebidas. Recorre tiendas y museos, presencia bailes y rituales, prueba comidas y atuendos que deben parecer “exóticos” –palabra que viene del griego “exo” que significa “fuera”–, pues en todo instante se cuida una línea divisoria que lo separa de la cultura local convertida en un espectáculo por el que se paga y con la cual mezclarse supondría un riesgo inoportuno.
Montaigne, a la inversa, se interna con gozo en la singularidad de cada comarca, sin importarle incluso su rusticidad. Es él el que se siente obligado con los demás. Al entrar en Italia escribe su Diario de viaje empleando el idioma del país. Conoce a unos judíos en Roma y pide que lo lleven a una sinagoga para presenciar una ceremonia de circuncisión. Y escribe: “yo viajo no para buscar gascones en Sicilia, he dejado bastantes en casa; prefiero buscar griegos y persas”. Tras comer en una posada alemana lamenta no haber traído a su cocinero. No porque le defraude la gastronomía nativa, sino más bien porque quisiera repetir las recetas a la vuelta en su castillo.

El turista no visita el mundo, sino su escenificación. El viajero se aleja de lo familiar para enfrentarse al descubrimiento

Si el viajero es un contemplativo dispuesto a la demora, listo para improvisar, es decir para desviarse o para detenerse; el turista, en cambio, es un consumidor de estampas, souvenirs e instantáneas para la vanidad de las redes sociales. Para el turista hasta la aventura debe estar planificada, como si atravesara un orden irreal sellado con promesas, satisfacciones y reclamaciones eventuales.
El turista no visita el mundo, sino su escenificación. El viajero, por su parte, acepta alejarse de lo familiar a la espera de lo impredecible. Si, como dice Aristóteles, solo se admira quien reconoce su ignorancia, el viajero es necesariamente humilde. Quizá por ello el viajero ya lo es sin haber partido aún a ningún lugar al habitar su rutina con la pupila atenta al surgimiento de lo insólito. Diría Cortázar, al ser capaz de "dar la vuelta al día en ochenta mundos".
El turismo es una transacción en que se conocen los términos del contrato y del producto; el viaje es la peripecia fundada en la incertidumbre, que es lo que más puede asemejarse a la vida.

Pescador de Máncora. Fotografía: Víctor H. Palacios Cruz

El turista tiene prisa, pues desea acumular destinos en el pasaporte e imágenes en el celular. Apenas arriba a una plaza, a un muelle o a un mirador, en vez de mirar corre a ser mirado posando para una urgente fotografía individual o colectiva. Al viajero, opuestamente, no le atrae el artificio de la emoción ofertada, sino un conocimiento que exige un contacto sin trajín, un recorrido con el ritmo y las pausas que el interés alterna a su manera.
El turista visita con los ojos y se lleva las superficies de su andar apresurado; el viajero visita con el olfato, con el tacto y con los oídos, y se lleva por dentro una captura indefinida que irá adquiriendo sus propios rasgos, pues al volver a casa el recuerdo y la conversación prosiguen silenciosamente el viaje. El viajero constata entonces que pueblos y personas transitan su corazón para al fin encontrarse a sí mismos. El turista pasa por los lugares, al viajero los lugares le pasan.

El turismo es una transacción en que se conocen los términos del contrato y del producto; el viaje es la peripecia fundada en la incertidumbre

El turista siente pereza por la complejidad que requiere la comprensión de una cultura, y preferiría la síntesis de un decorado con carteles, así como los ángulos mil veces repetidos de las imágenes consabidas. En contraste, el viajero se instala entre calles y paisajes para dejarse permear por las señales del entorno y, poder así, atravesar por medio de la lentitud la cáscara de los espacios y dar con la pulsación oculta de lo visitado, aquello que solo se alcanza cuando cambiamos de punto de vista, nos aproximamos, tocamos las cosas con las manos y a las gentes con los oídos. Y aspiramos, diría Byung Chul-Han, el “aroma del tiempo”.
Es viajero quien deja la mochila en el suelo para sentarse a la vera de las trochas o en una mesa destartalada para charlar con un campesino, un pescador, un artesano, o cualquier poblador de otra cotidianidad. El turista posa al lado de lugareños ataviados con trajes dudosamente originarios o, peor aún, se coloca esas mismas prendas y, entonces, sin saberlo, desprecia la identidad local al contentarse con la imitación de sus signos exteriores. 

"Caminante a la puerta de una cabaña". Pintura de Isaak Van Ostade, 1649.

Al término de su trayecto, el turista mira y enseña sus fotografías y compone un collage siguiendo un criterio cosmético antes que una intención significativa. Al término de su paseo, el viajero se mira al espejo y detecta en un gesto de su rostro la huella de lo andado, a la vez que escucha en su conciencia el acento que lo ahora distante empieza poco a poco a pronunciar.
Dice Montaigne: “el alma se ejercita continuamente observando cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”.
Montaigne no acude a ruinas famosas, palacios concurridos o monumentos majestuosos, sino a las inagotables versiones de nuestra propia condición, que solo se recaban cuando se traba relación con lo más vivo de las geografías, sus habitantes y sus historias. Voces hechas de senderos insospechados que ningún forastero podrá jamás reproducir.

Montaigne: "no conozco mejor escuela para formar la vida que darle a probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”

“Me gustan las lluvias y los lodos como a los patos. El cambio de aire y de región no me afecta. Cualquier cielo me va bien”, añade feliz el autor de Los ensayos.
“El lodo”: la sencillez y la modestia de adaptarse y disfrutar de todo lo terreno. “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”, reza la cita de Terencio que Montaigne mandó tallar en una de las vigas de su biblioteca.
“Cualquier cielo me va bien”: el reconocimiento de la vasta amplitud que se respira desde cualquier rincón de la Tierra, pues, como escribía Vincent Van Gogh a su hermano Theo, “la menor brizna de hierba comunica con el infinito”.


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