La evolución de los medios de la guerra / Por: Víctor H. Palacios Cruz


A partir de la introducción de la pólvora, la evolución de los medios de la guerra ha trazado una tendencia hacia el alejamiento y la invisibilización del adversario, una dirección que las nuevas tecnologías han potenciado de modo extraordinario, con inevitables consecuencias psíquicas y morales en la gestión del acto de matar, más allá del legítimo derecho a la defensa de la vida propia, individual y colectiva.

En el combate cuerpo a cuerpo, un hombre experimenta en su propio ser la resistencia y, llegado el caso, la convulsa y larga agonía de su víctima. Matar así deja en el verdugo una conmoción, al tiempo que produce un íntimo conocimiento de su contrario. La mediación de palos y espadas redujo solo parcialmente la fricción, pues no dejaba de citar sobre el mismo espacio a dos cuerpos dirimiendo sus fuerzas y habilidades.
El uso de la pólvora cambió decisivamente el sentido y el rumbo de la guerra. Como dice Cervantes a través de Don Quijote, un arcabuz podía perfectamente dar la victoria al cobarde apostado tras un muro o una almena. El destino de los duelos y batallas quedó, entonces, supeditado a la eficacia de las armas, la cantidad de munición y la puntería de hombres no necesariamente valientes sino solamente diestros al apretar el gatillo. Ganar se puso más del lado del número, la técnica y el dinero, que de la calidad de la estrategia y la nobleza de las causas. “Poderoso caballero es don dinero”, escribía por entonces Francisco de Quevedo.

Escultura romana

Son inolvidables las palabras que Cervantes pone en boca de su personaje más querido en el capítulo conocido como el “Discurso de las armas y las letras”:
“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien la merecía gozar luengos siglos.”

Detalle de una ilustración de Gustav Doré

Desde luego, no hace falta insistir en que, pasado un tiempo, la industria armamentística es una de las más lucrativas del planeta (la cuarta, después de las drogas, la prostitución y la banca, según un reciente informe de la ONU).
En sus diarios de guerra, el alemán Ernst Jünger observa el ocaso, en el siglo XX, de los modales caballerescos que garantizaban una lucha limpia y honorable –aquella que los peruanos conocimos en la batalla en la pampa de Quinua en 1824–, en favor de la matanza masiva y la devastación ciega del enemigo y del paisaje. La irrupción de la barbarie coincide con el despliegue de las armas de fuego en las dos guerras mundiales, consecuencia del desarrollo industrial y los nuevos sistemas de producción. Son famosos los trabajos del alemán Otto Dix que ilustran el clima de fin del mundo creado por el uso protervo de arsenal químico en la Primera Guerra Mundial.

La industria armamentística es la cuarta más lucrativa del planeta después de las drogas, la prostitución y la banca

La bomba atómica representó el culmen en este itinerario siniestro que se remonta a la distancia facilitada por arcabuces y mosquetes, anticipada también por arcos y ballestas. Desde la cabina del Enola Gay, una densidad borrosa –el apocalipsis tiene el aspecto de la difuminación, de la pérdida de la forma– así como la altura del avión impedían percibir la pulverización de los edificios y los cuerpos, el ensordecedor ahogo de los gritos en un abominable infierno repentino.

Una ilustración de Otto Dix

Kenzaburo Oé habla del grado de indiferencia de quienes desde lejanos y ordenados despachos decidieron el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, una impasibilidad respecto no solo de las muertes sino de las horribles secuelas de los sobrevivientes. En su película Monsieur Verdoux (1947), Charles Chaplin decía: “si uno mata a un hombre, es un asesino; pero si mata a millares de hombres es un héroe”.

Charles Chaplin: “si uno mata a un hombre, es asesino; pero si mata a miles es un héroe”.

En el siglo XXI, los medios cada vez más automatizados y precisos de ataque no han hecho sino aumentar la pequeñez y la invisibilidad de los objetivos humanos. Asoma con todo su pavor la deshumanización propia del paulatino alejamiento en el combate. Nuestros nuevos soldados admiten correr mayores riesgos a lo largo de las autopistas que los llevan de sus confortables hogares a las bases militares, que tomando parte en una guerra en virtud de una tecnología de naves que se pilotan a distancia y bombardean pueblos situados a miles de kilómetros de allí.

Fotograma de Monsieur Verdoux (1947) de Charles Chaplin.

Se trata de impecables oficinas de matar donde innumerables poblaciones pierden su rostro y su reconocibilidad corporal reducidos a la abstracción de los mapas y las estadísticas. En cierta manera, el mismo ejercicio que practican nuestros niños y no tan niños en sus inocuos videojuegos donde el acto de disparar no sacude los músculos ni el de asesinar sacude sus conciencias.

Los nuevos soldados admiten correr mayor riesgo yendo de sus hogares a los cuarteles que dirigiendo un avión a distancia

La insignificancia de la persona en los monitores de esta gélida administración de la guerra, ilustra insuperablemente cómo dejar de sentir la presencia y el cuerpo del otro apaga ciertos escrúpulos fundamentales y adelanta el exterminio del desconocido al comprimirlo a una unidad de datos. A menor presencia de lo real, más indoloro el sacrificio; a mayor grado de abstracción, menor reparo en la manipulación de lo intangible. 
"Ojos que no ven, corazón que no siente", reza la vieja sabiduría popular. Sin duda, cuántos reparos se tendrían que vencer para atacar a alguien con quien se ha compartido la mesa, el viaje y la conversación. A un enemigo dotado de rostro. La soledad de los juegos electrónicos y el aislamiento individual espoleado por la competitividad de nuestra sociedad del éxito, son quizá el primer inconsciente entrenamiento para llegar un día insospechado, con facilidad y sin remordimientos, a lastimar a alguien que ya no será nuestro semejante ni nuestro prójimo, sino apenas un ser abstracto, una luz parpadeante que en lugar de rasgos, historia y afectos tenga sólo números y coordenadas.


Comentarios

  1. Tu artículo sobre la "deshumanización" de la guerra me ha hecho recordar con ternura uno de mis libros más queridos, que es Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides. Me lo compré como un homenaje a mi mayoría de edad cuando cumplí dieciocho años. En aquel tiempo de pasión por los clásicos, hipertrofia muscular y hormonal, y delicioso paganismo existencial, tenía la costumbre de agarrarme a golpes con mis contemporáneos, e incluso con mis mayores, por asuntos que hoy resolvería con un par de bromas. Tal vez por eso -recién lo entiendo- me dejé conmover por la belleza de un párrafo que corresponde al episodio más dramático de toda la guerra, cuando los atenienses, en un rapto de audacia y buena fortuna, acorralaron a más de cien hoplitas espartanos en la isla de Esfacteria y los obligaron a rendirse.

    Confundidos por la deshonrosa capitulación de los herederos de aquellos espartanos que, tan solo cincuenta años antes, habían combatido hasta la muerte en las Termópilas, los demás griegos, buscando una explicación, concluyeron que los guerreros más valientes de Esparta habían muerto durante el combate y que los cobardes que se habían rendido eran soldados de menor rango. Tiempo después, al ser interrogado sobre este asunto, uno de los espartanos prisioneros respondió irónicamente que el “atractos” (refiriéndose con elegante desprecio a las flechas) realmente sería de mucho valor si supiese elegir sólo a los valientes.

    Como decía mi libro en una nota al pie del traductor, la palabra "atractos", que significa "huso" (instrumento para la labor femenina del tejido), sólo se usaba para designar con cierto desdén a la flecha cuando se escribía poesía, pero nunca en prosa. La expresión del prisionero espartano que rescata Tucídides está cargada de sordo reclamo, de crítica amarga a la táctica que usaron los atenienses, inferiores en el combate cuerpo a cuerpo, de emplear las flechas para diezmar a los enemigos sitiados, hiriéndolos desde lejos. La lucha a distancia era considerada por los espartanos una forma de combate desleal e indigna. La referencia al huso, en el fondo, quería decir que se trataba de un arma de mujeres, impropia de los valientes.

    Como puedes ver, el problema de la desconcertante belleza de la guerra y su despersonalización a causa de la técnica es casi tan antiguo como nuestra cultura. Ya estaba planteado mucho antes del uso de la pólvora.



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    1. Qué agradecible tu contribución, Francisco. Los lectores lo agradecerán muchísimo. Tu relato me recuerda, de paso, grandes pasajes de literatura bélica que mi mala memoria me impide ahora mismo precisar. En concreto, en la semblanza de Alejandro Magno de las Vidas paralelas de Plutarco, y en La florida del Inca de Garcilaso de la Vega. Además de los ya mencionados aquí diarios de guerra de Ernst Jünger. De nuevo, gracias por sugerir también una lectura desde luego irresistible. Es también la ilusión del blog, escribir para que los amigos escriban también.

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  2. Gracias a tí, Víctor Hugo. Si no hubieras tocado el tema de la ética de la guerra, y sobre todo si no lo hubieras hecho con altura y belleza, no habría recuperado yo mi antiguo interés por el indesligable problema de la estética de la guerra, que estuvo presente en mis primeros y más grandes gustos literarios. No recuerdo haberme conmovido tanto en mi infancia con algún texto como me ocurrió con aquel pasaje de la Ilíada en el que Héctor se despide de su familia antes de partir a su duelo fatal con Aquiles. Y no recuerdo en mi adultez conmoción literaria mayor que la que me produjo la tragedia de Radheya, héroe del Mahabharata, el mayor texto épico de la antigua India. Como te imaginarás, he devorado nuevamente estos episodios y recobrado algunas certezas y anhelos que estas historias me dejaron hace mucho tiempo, y que pueden ser necesarias ahora. Gracias por eso.

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