Benjamín y la filosofía como un “amar no saber” / Víctor H. Palacios Cruz

Pies de bebé. Pintura de Graciela P. Brizuela.

El amor paterno no puede explicarse. Tampoco callarse. De nuevo descubro que una inabarcable invisibilidad da esplendor a la superficie de lo visible. Aquí un texto de hace unas semanas para celebrar el medio año del nacimiento de mi hijo. Seis meses de asombros que hacen amar la vida y el mundo donde todo esto sucede, y de crecimientos que sobre todo acontecen dentro de uno mismo.


Te acaricio y no te toco. Miro en tus pequeños ojos vivos y sé que no te alcanzo. Sé que ríes con ciertas palabras que escuchas y con las cosquillas que te hago, que sonríes mirando a mamá y a papá y a otros que te miran y sonríen. Pero en realidad no sé qué ocurre dentro de ti cuando sonríes.
¿Y por qué tanta sonrisa, tierno Benjamín? ¿Qué clase de arte hizo tu cuerpo con todas las veces que mamá y yo bebimos cafés, charlamos de libros, contamos chistes o tristezas, escuchamos música y caminamos de la mano hasta más allá de donde llegamos cada vez; y también con las veces en que comimos, bailamos, nos besamos o callamos muy juntitos; y con la amada sierra piurana, las casas de nuestras familias y también Arequipa, Ayacucho, Huanchaco, Cajamarca, Santiago de Chile, Valparaíso, Talca, Madrid, Sevilla, Barcelona, Toledo, París; y con las personas que acompañan este camino o pasaron por él dejando un rastro querido? ¿Qué parte de cada parte, resumido y sin que falte nada, asoma en tu boquita cuando se estira y separa aún más los hemisferios de tus mejillas haciendo más grande el mundo para que lo cubra tu sonrisa rutilante?
Mamá y yo esperamos que un llanto o una queja nos avisen que has despertado en tu cama, pero de pronto nos asomamos solo por si acaso y te encontramos tan tranquilo acostado mirando la cortina o la decoración que pusimos para ti, o jugando con tus manitas que se tocan y entrelazan entre sí. Has dormido bien, estás saciado, tu pañal seco, no te duele nada; pero realmente no logro ver todo lo que explica tu tranquilidad atenta, curiosa y libre.
Corro a acercarme a ti, a ponerme delante de tu carita de nuevo risueña, luminoso Benjamín, y entonces una multitud de Benjamines corren a esconderse dentro de ti. ¿Dónde estás realmente, hijo mío de mi alma?

Bebé durmiendo, Malcolm T. Liepke.

Medimos tu temperatura, tu peso y tu estatura. Doctores y enfermeras escuchan tus latidos y tu respiración. Auscultamos tu naricita a veces constipada, escuchamos una tos que nos preocupa, palpamos una herida que te has hecho con las uñas sobre tu carita que huele a la fruta de una humanidad dulce y buena. Sabemos que tienes sueño cuando restriegas tus ojos, que tienes hambre cuando protestas, que el chasquido del polietileno te hace girar en el acto, que las canciones que inventé a poco de nacer las reconoces y te gustan ahora que tienes cinco meses. Pero tú, hijo mío, permaneces travieso y oculto tras cada una de estas señales.
Hay noches que duermes mal y mañanas que pasas inusualmente inquieto y nos dicen que crecer duele y que tu organismo despliega sus partes no siempre al mismo compás y te crujen desajustes que por suerte pasan y, entonces, eres otra vez todo alborozo y, como en un solo de batería de rock, percutes el colchón con tus piernitas emocionado de verme llegar, hablarte y agacharme a jugar contigo.
Hace mucho que dijiste el primer “agú”, y ahora dices “ta, ta”. ¿Quieres contarnos una historia? ¿Son quizá tus primeros versos y cada “agú” y cada “ta” tiene algo que tu futuro empleo del idioma no podrá decir jamás?
¿De qué tamaño es lo que abrazo cuando te abrazo? ¿Qué figura inaudita adquiere en tu mirada cada objeto? ¿Cuántas cositas hay ya en tu mente diminuta e infinita? ¿A dónde va dentro de ti la voz con que te cuento el día y las cosas del mundo para que vayas sabiendo que hay un mundo que has empezado a tocar y que quiero que quieras mucho mejor que yo?
Yo mismo te amo tanto y no sé bien por qué. Pero sé que no desearía responder si me lo preguntaran, porque entonces empequeñecería lo que sucede. Y me callo mucho todo el tiempo, yo que suelo hablar más de la cuenta y siempre he querido saber la explicación de todo, de la piedra, el aire y la lluvia.
Por primera vez siento que un profundo no saber me hace dichoso. Que escribir es tratar de decir todo lo que es preciso decir y, a la vez, constatar la imposibilidad de decirlo todo y de decir lo que se pueda de manera justa y completa. ¿Dónde se halla la biblioteca con toda la literatura que nunca se habrá escrito? Quién lo diría, yo filósofo, que por definición tendría que “amar saber”, y ahora resulta que más bien amo no saber y querría siempre no saber.
Ahora entiendo que no hace falta ir a un aeropuerto para saber que nos rozan mil y un planetas cuando pasamos junto a un prójimo. Qué ruido colosal causarían las voces que bullen detrás de cada perfil, y lo que sostiene y traslada cada desgastado par de zapatos sin duda llega hasta las estrellas.
Me basta un rostro para creer en un más allá. De niño admiraba la estampa y sobre todo las manos y la cara de mi abuelo campesino. Por eso caminé tanto a su lado y le sigo hablando en mí, para seguir sabiendo qué había en el interior de sus gestos, los de su serenidad, los de su júbilo y también los de las penas que precipitaron su decrepitud.
Al fin, hijo mío, qué podré decirte cuando me preguntes “por qué sonríes, por qué lloras, papá”. Después de haberte hablado tanto sabré que podré decirte mejor todo de mí pronunciando el silencio, mi silencio. Mientras te miro lentamente, Benjamín.


Bebé dormido, Steve Hanks.



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