“Lo esencial es invisible a los ojos” (El principito) o la importancia de los secretos. / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Fotograma de la película animada El principito (M. Osborne, 2015).

El principito se publicó por primera vez en 1943 en Estados Unidos. En Francia salió a la luz en 1946. Desde entonces se ha traducido a más de 250 lenguas. Es uno de los libros más vendidos de la historia. Sin embargo, no fue concebido solo para niños. Más bien se sirve de finas y ya célebres alegorías para construir una crítica humanista del burocratismo y el industrialismo de la sociedad occidental.

En el célebre capítulo XXI de El principito dice el zorro: “lo esencial es invisible a los ojos”.
Desde el amanecer de la humanidad y más aún a partir de la decisiva conquista del fuego, la luz simboliza el conocimiento, la presencia de las cosas y nuestra relación con ellas. “Luz” y “visibilidad” originan distintos vocablos que designan algo preciado y superior (aclarar, alumbrar, luminoso, lucidez, evidencia), del mismo modo que sus antónimos refieren lo desconocido, reprobable o terrible (oscuridad, nocturno, ennegrecer, tenebroso, tinieblas).

R. Juarroz: “cuánto amaríamos una puerta que nunca pudiéramos abrir”.

Sin embargo, así como la respuesta demarca y clarifica, la pregunta señala la innegable existencia de algo más. La respuesta traza un límite, mientras que la pregunta reabre lo real y lo ensancha. Nuestras dudas e interrogantes, más que las certezas y seguridades, declaran la grandeza de las cosas. “Cuánto amaríamos una puerta que nunca pudiéramos abrir”, dice el poeta argentino Roberto Juarroz.
Habitamos superficies, pero nuestro contacto detecta en su calor la inminencia de una hondura, un fundamento, una causa. En suma, un sentido que las manos y los ojos ya no pueden alcanzar. Según Heidegger, la verdad es aletheia, que en griego significa “desocultar”. Por tanto, saber es ir más allá de lo evidente y común.

El poeta argentino Roberto Juarroz (1925-1995).

Contra quienes, con pretensiones de índole moral o metafísica, presumen de una improbable capacidad para penetrar la intimidad divina, San Agustín dice: “de Dios sabemos más lo que no es que lo que es”.
Si de cualquiera de nosotros alguien dijera que lo ve todo y nos conoce a la perfección, sentiríamos o la indignación de vernos violentamente reducidos a una simplicidad, o el terror de quedar sujetos a un control que ya no nos haría sentirnos dueños de nosotros. Pese a todo, testarudamente regalamos la rutina de nuestros días a plataformas tecnológicas que lucran con los datos de innumerables vidas.

George Steiner: "la dignidad humana es la capacidad para tener secretos”.

Como en la tan humana pintura de Rembrandt, la luz necesita de la penumbra y brilla más cuando es modesta, al igual que en la música el silencio realza el sonido. Necesitamos de la claridad tanto como necesitamos del misterio, del mismo modo que la compañía se alimenta de la soledad. Solo experimenta admiración, decía Aristóteles, quien admite su propia ignorancia.
En la narrativa policial clásica –las historias que protagoniza Sherlock Holmes o las novelas de Agatha Christie– es un no saber lo que nos mantiene fieles a la marcha de la lectura hasta un final que entonces lamentamos que suceda. Querer saber y no saberlo todo es lo que sustenta con más fuerza nuestros vínculos. Como en la letra de “Waiting in vain”, la canción que Bob Marley interpreta de un modo emocionante y sencillo en que parece que esperando el amor uno termina enamorado de la espera (“But the waiting feel is fine”).

George Steiner (n. 1929)

Hacia el final del relato de Saint-Exupéry, dice el Principito: “lo que embellece al desierto es que esconde un pozo en cualquier parte”.
Dice el autor a través del piloto de la historia: “me sorprendí al comprender de pronto el misterioso resplandor de la arena. Cuando era muchachito vivía yo en una antigua casa y la leyenda contaba que allí había un tesoro escondido. Sin duda, nadie supo descubrirlo y quizá nadie lo buscó. Pero encantaba toda la casa. Mi casa guardada un secreto en el fondo de su corazón…
“Sí –dije al principito–; ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible”.
Cuenta George Steiner que la dignidad humana es la capacidad para “tener secretos”. “La idea de pagar a alguien para que escuche tus secretos e intimidades me asquea”, agrega. En efecto, existe un recato de la ropa –variable y cultural, claro–, pero también existe un recato de la palabra. El silencio o el pudor cubren un interior y lo separan de la luz pública. Erigen una esfera que detiene el curso de la intemperie. Por ser solo nuestro, el ámbito recortado al exterior nos confiere consistencia y soberanía. “Es el secreto lo que nos hace fuertes”, dice Steiner.

Byung-Chul Han: “los nuevos medios de comunicación no dan alas a la fantasía. La gran densidad de información, sobre todo visual, la reprime."

Antes que la transgresión a un precepto moral, religioso o social, la impudicia es un desvelamiento inoportuno, una precipitación que desprotege. La exhibición de lo privado ante la mirada extraña (en las redes sociales o ante las cámaras de televisión) derriba la valla y, entonces, más que exhibirnos nos convertimos en una transparencia; nuestra individualidad hecha aire e irrealidad.
Escribe Byung-Chul Han: “los nuevos medios de comunicación no dan alas precisamente a la fantasía. Más bien, la gran densidad de información, sobre todo la visual, la reprime. La hipervisibilidad no es ventajosa para la imaginación”.

El filósofo coreano-alemán Byung Chul-Han (n. 1959).

Finalmente, aunque lo guardado parezca ser poco, el hecho de estar vedado al escrutinio ajeno lo inviste de grandeza. Dice Ribeyro en sus Prosas apátridas:
“Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual solo él tiene la llave e, ido el amigo, la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser”. De ahí que jamás una persona ocupe el lugar de otra; quien lo pretenda será siempre “el imitador, el falsario, el que no accederá jamás a la cámara más preciada. Cámara irrisoria, seguramente, que no guarda a lo mejor más que un montículo de pedregullo, pero que los ojos del amigo, del primero, convertían en lo que él quería ver: lo irremplazable”.

Julio R. Ribeyro junto a R. Hinostroza y A. Bryce Echenique.


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