"El hombre elefante": un caso de extrema deformidad corporal y conciencia de la dignidad / Por: Víctor H. Palacios Cruz


John Hurt y Anthony Hopkins en el film The Elephant Man (1980).

No se vuelve igual al mundo luego de ver una película como El hombre elefante de David Lynch (1980). Su inteligente fidelidad al personaje real en que se basa su historia replantea nuestra relación con la vida y el cuerpo de un modo necesario y purificador. Acabo de verla por enésima vez con mis alumnos de universidad, y siento el mismo impacto que sentí la lejana noche española en que la descubrí junto a dos amigos. Aquella vez salimos caminando largamente y buscamos dónde sentarnos a conversar. Tardamos en decir una palabra. La vibración de la película se resistía a desaparecer.

(Este artículo detalla el argumento y el desenlace del filme.)

El hombre elefante (The Elephant Man, 1980) es, sin duda, una de las películas más intensamente humanas en la historia del cine. Por el personaje que retrata, pero también por su estricta cualidad cinematográfica.
Con el material excepcionalmente dramático que proporcionaba el caso de Joseph Merrick (1862-1890) –un joven inglés aquejado de insólitas deformidades sin hasta ahora una unánime etiología–, cabía la posibilidad de montar un relato melodramático con garantía de triunfo comercial. Sin embargo, David Lynch, su director, hizo de todo ello una película más bien sobria y respetuosa, y por ello mismo más estremecedora. Incluso cualquier debate médico o antropológico posterior no distrae nunca de su arte y su cuidadosa factura.
En 1977 Lynch había estrenado su perturbador largometraje Eraserhead del que Stanley Kubrick declaró que era una de sus obras preferidas en la historia del cine. El productor y comediante Mel Brooks vio en su talento la mejor opción para llevar a la pantalla un guión que firmarían el propio Lynch, Christopher De Vore y Eric Bergren, a partir de los libros El hombre elefante y otras reminiscencias (1923) de Frederick Treves (que trató personalmente al desafortunado protagonista) y El hombre elefante: un estudio de la dignidad humana (1971) de Ashley Montagu.

Era posible un relato melodramático con el triunfo comercial asegurado, pero David Lynch hizo una película más bien sobria y respetuosa, y por ello mismo más estremecedora.

Ignoro si casualmente o no, pero entre 1980 y 1981 una versión teatral sobre Joseph Merrick, escrita por Bernard Pomerance, fue presentada en Broadway con la actuación del músico y actor David Bowie, bajo la dirección de Jack Hofsiss. (A Lima llegó en 2013 bajo la dirección de Joaquín Vargas A., con resultados insatisfactorios según la crítica.)


The Elephant Man de David Lynch obtuvo en 1981 ocho nominaciones a los premios Oscars (en las categorías de película, director, actor, guión, música, dirección artística, diseño de vestuario y montaje). Asombra que no recibiera ninguno. Gente corriente (Ordinary People, 1980) de Robert Redford se llevó la estatuilla como mejor película. Se recuerdan las palabras de Mel Brooks tras la ceremonia: “dentro de diez años Gente corriente solo será una pregunta más en el juego del Trivial Pursuit, mientras que El hombre elefante será un filme que la gente seguirá viendo con interés”. Se equivocó: casi cuarenta años después aún sobrecoge y desata conversaciones tan sentidas como razonadas.
       Para empezar, la decisión que toma Lynch de rodar en blanco y negro es ya significativa. La supresión de los colores en la película impide una llamatividad que habría sesgado o distraído el tratamiento del protagonista. En literatura, un texto como La transformación de Kafka (discutiblemente traducido como Metamorfosis en el hemisferio hispánico) propone una historia cuya contundencia se habría visto interferida por el esmero verbal. Es la elección estética que inspira un acercamiento incluso solidario a la condición de Joseph Merrick. Lynch no quiso ser otro más que viviera de hacer de su penuria un nuevo espectáculo.


La propuesta de la película

La música con que se abre la película es dulce e intrigante a la vez. Sonidos de circo envueltos en una fina canción de cuna. Luego, la irrupción de elefantes que barritan. Volúmenes rugosos y brutales que derriban a una mujer encinta. Tras una nube, un vapor de máquinas y al fin un llanto de bebé.

El animal que espantó a su madre y causó el mal que lo aqueja no era un paquidermo salvaje, sino la ciudad de lomos de hierro y cemento y de fauces capitalistas.

John Hurt, bajo kilos de pastas y prótesis, es un John Merrick (nombre de pila que sigue el modo cómo lo llamó el doctor Frederick Treves) que se desplaza pesado y bamboleante entre la pena y la dignidad, entre la torpeza y la ternura. La caracterización física del “hombre elefante” (así conocido por el testimonio que Merrick daba sobre el origen de su aspecto) reproduce con precisión artesanal al retratado en fotografías de fines del siglo XIX.
Lo que, de paso, hace admirable el trabajo de David Bowie en la versión contemporánea de Broadway, que prescinde de cualquier aditamento para encargar solo a su delgado cuerpo y a su voz la sugerencia de la figura de aquel desdichado.


Anthony Hopkins, por su parte, combina en Treves la ecuanimidad con una cuota de pertinente flema inglesa. No obstante, se percibe elaboración en su mesura, en un médico que tiene cerca el dolor y la tragedia y que, al final, experimenta la reconciliación consigo mismo. Incluso cuando ve por primera vez a Merrick acuclillado en el sórdido rincón donde lo oculta Bytes, el amo que vive a costa de su exhibición; cuando a solas se desvela angustiado por la rectitud de su relación profesional con él; y cuando abraza al Merrick rescatado por la policía luego de que sobreviviera a una torturante travesía. El acento emocional en Treves no lo ponen la mandíbula o los hombros, sino apenas la modulación de la mirada y el destello de los ojos.
Creo que aún más admirable es el desempeño de Freddie Jones, el detestable Bytes que explota a Merrick como espectáculo itinerante. Sus ojos ebrios y afilados, el temblor de su rostro mal rasurado, sus manos lentas y repulsivas, y la alternancia de susurros aduladores y gritos de encono con que trata a su esclavo –“mi tesoro”, lo llama–, crean una malicia abominable y frágil, una ruindad de alcantarilla.
        En una de las primeras escenas, durante una cirugía de rutina que realiza Treves, se observa el destrozo humano causado por las máquinas. En el afligido y perplejo Henry Spencer de Eraserhead, Lynch ya había remarcado la deshumanización del progreso urbano. A lo largo de The Elephant Man, chimeneas, fuelles y articulaciones preceden a la visión de un Merrick que, si bien intimida a quienes lo observan, se sobresalta como un niño desamparado en la noche, por ejemplo ante el sonido de la campana del reloj de la torre de una iglesia. Aun el sonido religioso que producen unos mecanismos de metal lo aterroriza.

Merrick solo alcanza a reconocerse en su persona y no en su anomalía cuando se convence de la amistad de quienes lo cuidan en el hospital.

Tierno, doloroso y mágico el pasaje en que se ve a Merrick dormir intranquilo, los dedos aferrando una sábana sobre las rodillas. La cámara gira hacia la izquierda, enfocando su rudimentario gorro-capucha, una especie de velo de pudor que cubría su descomunal cabeza. La cámara se acerca al ojo zurcido en la pieza y entra en él para presentarnos la secuencia de una pesadilla. Vemos a su madre derribada por unos elefantes. Después, extremidades de obreros sincronizadas y repetitivas como las partes engrasadas de una eficiente maquinaria. Surge un grupo de obreros que lo insultan y enfrentan al espejo. Sospechamos, entonces, que el animal que espantó a su progenitora y produjo el mal que lo aqueja no era un paquidermo salvaje, sino la ciudad de lomos de hierro y cemento y de fauces capitalistas.

El Joseph Merrick real, en una fotografía de 1889. 
Treves consigue que Bytes le ceda a Merrick para unos exámenes que, con cierta vanidad, comunica a sus colegas en una solemne conferencia. Tras esta nueva exhibición, esta vez ante una tribuna de expertos, un médico consulta a Treves sobre la salud mental del “enfermo”. “Es retrasado”, contesta y añade: “eso espero”. Más que una certeza, es el deseo de que el sufrimiento del infeliz no se vea aumentado por la lucidez. (La conciencia como fuente de tormento de que hablaba Schopenhauer.)
     En suma, el destino de Merrick vacila entre el lucro de un empresario y las ínfulas de un académico, que se disputan una pieza irrepetible bajo el pretexto de su invalidez. Entendemos entonces que Merrick es objeto de espectáculo, objeto de la ciencia y objeto de la curiosidad de la sociedad londinense que acude a visitarlo al hospital, con el permiso de Treves que cree sinceramente que de este modo le proporciona una distracción.
En realidad, Merrick solo alcanza a verse a sí mismo, reconocido en su persona y no en su anomalía, cuando se convence de la amistad de quienes llegan a cuidarlo en su refugio en el hospital. Luego de superar sus dilemas morales para, al fin, comprometerse con él ya no científica sino humanamente (confiesa al “paciente” que su caso es incurable), Treves le dice a Merrick que ha aprendido mucho de él, y este le corresponde llamándolo “mi querido amigo”.


El Merrick que existió

El libro La verdadera historia del Hombre Elefante, de Michael Howell y Peter Ford (Madrid, Turner, 2008) brinda suficiente información, incluso gráfica, para reconstruir la vida del protagonista. Allí puede leerse el texto autobiográfico que escribió Joseph Merrick, así como la memoria del caso que redactó Sir Frederick Treves años después.
Por su apariencia, tuvo “difícil mezclarse con otros niños; se le hizo imposible participar en sus juegos, puesto que apenas podía renquear. Sin duda, su madre hizo cuanto estuvo en sus manos para que su vida fuera lo más normal posible, puesto que lo mandaba cada día al colegio. Aun así, tuvo que darse cuenta de que las deformidades iban dejando huella en su espíritu, de que se estaba convirtiendo en un niño introspectivo y solitario, aislado de los muchachos de su edad y cada vez más dependiente de la compañía materna”.

F. Treves: Merrick “careció de infancia. Desconocía la alegría de vivir y la diversión. Su única idea de la felicidad era adentrarse sigilosamente en la oscuridad y ocultarse".

Tras la muerte de su madre, su padre se casó nuevamente y él pasó a vivir en el hogar de su madrastra. “A diario, mientras Joseph recorría la ciudad en busca de un trabajo con el cual suplir el que había perdido, comprobaba que su apariencia y su estado eran obstáculos que se iban convirtiendo en insuperables. Cada vez era más consciente de la carga que representaba para su familia; de hecho, nunca permitieron que lo olvidara, pues tenía que afrontar las incesantes acusaciones de su madrastra, que lo reprendía por haber estado haraganeando por las calles en lugar de buscar empleo. Con frecuencia, Emma le ponía el plato en la mesa con el comentario de que aquello era más de lo que había ganado, aunque el plato estuviera medio vacío. Él se daba cuenta de que lo convertían en el blanco de burlas y desprecios, los cuales lo herían tan profundamente que empezó a evitar la hora de las comidas. Prefería ir renqueando por las calles y contener el hambre a enfrentarse a la lengua viperina de su madrastra, que no ocultaba cuán desagradable se le hacía su presencia en la casa.”

Otro fotografía de Joseph Merrick.

Empleado como vendedor ambulante, “llegó el día en que quedó en evidencia su incapacidad para vender la cantidad requerida. Joseph, desnutrido a la sazón, para calmar su hambre gastó en comida el poco dinero que había obtenido. Cuando al fin regreso a Rusell Square recibió la paliza más tremenda de su vida. Los golpes dañaron algo más que su cuerpo; destruyeron los últimos lazos que, por escasos que fueran, lo unían aún a su padre. Abandonó la casa a sabiendas de que esta vez no regresaría. […] estaba al borde de la indigencia y era poco más que un vagabundo. Su padre no volvió a salir en su busca”.
Agrega un testimonio del Doctor Treves: Merrick “careció de infancia. No había disfrutado de la mocedad. Nunca había experimentado el placer. Desconocía la alegría de vivir y la diversión. Su única idea de la felicidad era adentrarse sigilosamente en la oscuridad y ocultarse. Encerrado y solo en una barraca, a la espera de la siguiente función, ¡qué crueles debían de sonar en sus oídos la risa y el júbilo de los muchachos y las muchachas que afuera disfrutaban de la diversión de la feria. Carecía de pasado en que recrearse y de futuro al que aguardar”.

Sobrecogedor como el Quasimodo de la literatura, el Merrick real le supera sin embargo en humanidad y capacidad de perdón.

Otro célebre monstruo, proveniente de la ficción en este caso, el jorobado de Nuestra señora de París, en una relación de causa-efecto (categoría que la ciencia del siglo XIX creyó la llave maestra para entreabrir los secretos de todo lo existente), devuelve a la sociedad el mismo mal que ha recibido de ella: “la maldad no era tal vez innata en él –escribe Víctor Hugo–. Desde sus primeros pasos entre los hombres, se había sentido y luego se había visto abucheado, insultado, rechazado. La palabra humana era para él, siempre, una burla o una maldición. Al crecer no había encontrado más que odio en torno suyo. Y lo había cogido. Había aceptado la maldad general. Había recogido el arma con que le habían herido”.
En el lenguaje filosófico de Hannah Arendt, Merrick rompe esa linealidad y confirma la capacidad de la voluntad de ser un nuevo comienzo, aun en el ser más física y moralmente lastimado, al no responder a la malicia del prójimo con ira, despecho o amargura. Apenas recibe acogimiento y consideración en el hospital, sus gestos son ya de gratitud y regocijo, de consonancia con el mundo y de un humor amable y gentil. Fascinante y sobrecogedor como es el ficticio Quasimodo, el Merrick real le supera en humanidad y en capacidad de perdón.

Treves: podría haberse "convertido en un ser lleno de odio hacia sus semejantes. Pero Merrick demostró ser una criatura tierna, afectuosa y adorable".

Dice Treves: podría haberse "convertido en un misántropo rencoroso y maligno, henchido de ponzoña y lleno de odio hacia sus semejantes" o "en un melancólico desesperado al borde de la imbecilidad. Sin embargo, ese no era el caso de Merrick. Había pasado a través del fuego y había surgido indemne. Sus aflicciones lo habían ennoblecido. Demostró ser una criatura tierna, afectuosa y adorable, libre de cualquier indicio de cinismo o resentimiento. Nunca oí una queja de sus labios. Jamás le he oído lamentarse por su frustrada vida o contrariarse por el trato que recibió de manos de sus crueles custodios. […] Su gratitud para quienes lo rodeaban se manifestaba con una sinceridad que conmovía y con la simple elocuencia infantil con la que se expresaba”.
La nobleza se ve hasta en el decoro con que conduce su presencia en toda circunstancia. Establecido en el hospital, Merrick adopta una honorabilidad, una cortesía y hasta cierta elegancia visible, por ejemplo, en la forma cómo alisa sus ropas, en la circunspección de sus modales y en el empleo ceremonioso que hace de su neceser, como si se tratara de un fino gentleman. A solas o delante de testigos, se yergue y enaltece a sí mismo de un modo que no puede ser entendido como infantil. No obstante la conciencia de su condición y el imposible olvido del ultraje, Merrick es el primero en atribuirse a sí mismo una dignidad.

El director de cine David Lynch

Pero esta pulcritud tenía un límite obvio y doloroso. Tal como transmite la actuación de John Hurt, son las posturas y el lenguaje, jamás el propio cuerpo o la voz, las que ejecutan esa excelsitud. En cierto modo como si una preciosa melodía tratara de sonar a través de un instrumento inútil. 
Escribe el doctor Treves: “una cosa que siempre me entristecía de Merrick era su imposibilidad para esbozar una sonrisa. Por muy alegre que estuviera, su rostro permanecía vacío de toda expresión. Podía llorar, pero no era capaz de reír”.


Mirar lo humano desde lo excepcional

La película The Elephant Man registra momentos sentimentalmente álgidos con suma contención: cuando Treves ve por primera vez a Merrick; cuando la esposa de Treves se quiebra ante la forma cómo éste menciona la belleza de su madre cuyo retrato atesora; cuando Merrick se sorprende porque la actriz de teatro Mrs. Kendall le dice “Mister Merrick, usted no es un hombre elefante; usted es Romeo”; cuando Treves y él se abrazan luego de la desgraciada separación; etc. Primeros planos de rostros inmóviles de ojos que primero brillan y, luego, liberan el capullo de una lágrima. Esa economía de la imagen logra que el efecto prosiga persuasivamente dentro del espectador. Al dejar visualmente irresuelto un proceso emocional, Lynch obtiene del espectador un grado mayor de compromiso y experiencia.

F. Treves: "me entristecía de Merrick su imposibilidad para esbozar una sonrisa. Por alegre que estuviera, su rostro permanecía vacío de expresión. Podía llorar, pero no era capaz de reír

Cuando Bytes recupera a su “tesoro”, lo lleva esta vez fuera de Inglaterra y lo integra en una comparsa formada por una pareja de enanos, un hermafrodita, un gigante y otros personajes de feria, que forman una comunidad que recuerda a la inolvidable Freaks de Tod Borwning (1932).
Un Bytes ebrio, iracundo por el desmayo de Merrick durante una presentación, termina por encerrarlo en una jaula junto a unos monos feroces. A espaldas del patrón, sus compañeros de infortunio lo liberan a fin de conducirlo hasta un puerto donde pueda embarcarse de regreso a la isla. La noche, un bosque y un lago confieren un clima de cuento a una caravana de extravagante pero solidaria humanidad, tutelada quizá por un hada buena invisible entre los árboles cuidando de los desheredados. “Mucha suerte, amigo. ¿Quién la necesita más que nosotros?”, le dice uno de los enanos a Merrick, quien, a duras penas, sube no a un camarote de tercera clase, sino a un rincón de cubierta donde quedará, durante el viaje, expuesto a una tempestad que agravará su salud.

El actor John Hurt, conocido por su trabajo en las teleseries Yo Claudio (1976), El narrador de cuentos (1987) y películas como Alien el octavo pasajero y Harry Potter (2010 y 2011)

Hay fidelidad a los hechos originales en este tramo de la historia. Pero Lynch se ha permitido una licencia al presentar a un John Merrick vejado por un feriante aborrecible. En realidad, el propio Joseph Merrick fue quien decidió enrolarse en el negocio de un promotor de espectáculos en Leicester. Se sabe que llegó a evocar con gratitud a sus compañeros de trabajo. Incluso su segundo empleador, Tom Norman, voluntaria y discretamente llevó a Merrick al hospital donde trabajaba Treves.
El diagnóstico de incurable, hacia 1885, explica que después de aquella cita médica él volviera a trabajar para Norman. Pero solo por unos meses más, pues a raíz de nuevas prohibiciones policiales, este tuvo que dejar a Merrick en manos de un empresario de apellido Ferrari que lo llevaría al continente europeo. Por desgracia, las restricciones más severas para estas actividades en Bélgica, llevaron a Ferrari a abandonarlo a su suerte arrebatándole, además, el dinero que Norman le había entregado en Inglaterra por concepto de ganancias laborales.

Ignorante de las leyes de la física, Frankenstein lanza a la niña al agua y ve aterrado que ella no flota sino que perece ahogada.

           Otra licencia se aprecia en la escena en que, luego de que la esposa de Treves saludara afablemente a Merrick, éste de inmediato se retrae y solloza. “Es que no estoy acostumbrado a ser tan bien tratado por una bella dama”, se excusa. El episodio real fue algo distinto. Según Howell y Ford, Treves pidió a su amiga Leila Maturin que aceptara entrevistarse con Merrick. En el sótano del hospital donde residía Joseph, “ella entró con grácil desenvoltura, esbozando una sonrisa al tiempo que se aproximaba, tendía la mano y estrechaba la de Joseph cuando Treves se lo presentaba. Fue demasiado para él. Joseph no logró articular palabra. Lentamente, soltó su mano y dejó caer despacio su enorme cabeza hasta las rodillas mientras prorrumpía en sollozos estremecedores”.
Más tarde, “le confió a Treves que era la primera vez que una desconocida le había sonreído, y por supuesto que le hubiera estrechado la mano a modo de saludo. El acontecimiento marcó un hito, y dio paso a una etapa completamente nueva en la vida del Hombre Elefante. Treves lo señalaba como el instante en que comenzó para Joseph la recuperación de la confianza en su propia persona”.


   Merrick arriba al puerto de Liverpool y toma un tren de regreso a Londres. En la estación de arribo, unos muchachos que holgazanean lo siguen con perversa curiosidad. En el Frankenstein de James Whale (1931), el monstruo encarnado por Boris Karloff, que acaba de escapar de sus celadores cometiendo algunas atrocidades, se encuentra con la hija de un granjero. Para los ojos de la niña él no es un ser grotesco, sino un amigo al que le pide que juegue con ella arrojando flores al lago. Ignorante de las leyes de la física, Frankenstein lanza a la pequeña al agua y observa que, por el contrario, ella no flota sino que perece ahogada. Previendo el encarnizamiento de sus perseguidores, emprende la huida lleno de rabia y pesadumbre.

Con el último aliento que le queda, exclama con voz gangosa y nasal: “¡No soy un hombre, no soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy  una persona!” Y se desvanece antes de que llegue la policía.

También sin querer, Merrick, al huir de aquellos adolescentes por los pasadizos de la estación tropieza con una niña a la que derriba provocando el grito de la madre y la reacción de los testigos que emprenden la persecución. Rodeado por hombres de traje y sombrero, alguien le quita el gorro y queda a la vista no el rostro previsible de un malhechor sino un cuerpo insólito que eleva la espuma de sus vociferaciones.
A pesar de su cojera, Merrick logra entrar en unos baños públicos, se arrastra como puede buscando otra salida, da con una verja de hierro, la sacude inútilmente. No hay escapatoria. Se oculta en un rincón adonde llegan sus perseguidores que no cesan de bramar contra él. Al borde del linchamiento, Merrick no puede más y, con el último aliento que le queda, exclama con su voz gangosa y nasal : “¡No soy un hombre, no soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy  una persona!” Y se desvanece antes de que llegue al fin la policía.
         No conozco a nadie que no haya temblado en este punto. Es la eficacia de la puesta en escena y una sucesión de planos que nos golpea como un martillo de hielo en el corazón.
Los policías devuelven a Merrick al hospital donde Treves lo recibe con un abrazo que, en realidad, se lo damos todos. Un abrazo de perdón, de reparación y definitiva hermandad. Entonces, Merrick retoma, por un corto pero pleno “para siempre”, la bendita normalidad que le concede el hospital a salvo de los colmillos de la urbe.
La señora Kendall organiza una función de teatro para homenajearlo. Situado en un palco de honor, Merrick presencia embelesado una pieza de fantasía. Cae el telón y la concurrencia, tras las palabras de Mrs. Kendall, aplaude al invitado que se incorpora para corresponder desde lo alto a una sociedad que antes había pagado para verlo en las calles de Londres.

No hay objeto más puro para el arte que la tristeza: ella es la representación de la incertidumbre de todos nuestros anhelos.

         Hay una sensación de justicia en esa aclamación larga en el hermoso recinto que Merrick querría volver a visitar. Pero es tarde para hacer propósitos. Lo recorre una paz que proviene no de la obtención de un poder o una riqueza, o de la realización de un proyecto mundano, sino solo de la simple certeza del afecto de otras personas.
Su maltrecha anatomía pudo, pese a todo, cultivar ciertas habilidades. El Joseph Merrick real aprendió a hacer maquetas y trabajos de cestería por iniciativa del doctor Treves y con la contribución de la aristocracia londinense. La película de Lynch aprovecha la primera de estas destrezas, que centra en la construcción de una catedral, para hacer sutiles apuntes psicológicos o pronunciar giros narrativos.
Hay dos apariciones significativas de esta artesanía en el filme. El primer plano de la maqueta destrozada tras la intrusión de los infames visitantes que el vigilante nocturno del hospital recluta para ganarse unas monedas a expensas de Merrick.


Pero, sobre todo, la penúltima escena en que la vemos terminada, la firma de Merrick sobre la base, antes de que el cuadro se mueva para mostrarnos cómo el Hombre Elefante prepara su sueño, retirando las almohadas que le impedían dormir acostado en forma horizontal, precisamente la posición en que corre el peligro de dislocarse el cuello y perecer.
El miedo a la muerte es el miedo a la obra inacabada, decía Enmanuel Levinas. La iglesia en miniatura de un hombre finalmente querido indica que su camino ha alcanzado un punto de llegada. Cuando la cámara regresa sobre la diminuta construcción –luego de pasar junto a los retratos de su mesa de noche, con la velocidad regulada del adiós–, la cortina se entreabre justo sobre las torres puntiagudas. El espíritu escapa luego de haber tenido una leve misa fúnebre.
Llenando la escena, la música del “Adagio para cuerdas” de Samuel Barber confirma que no hay objeto más puro para el arte que la tristeza, puesto que ella es la representación de la incertidumbre de todos nuestros anhelos. “El dolor es una prueba de que estamos hechos para la dicha”, decía san Agustín.

Si creemos no ver cerca a nadie como Merrick, se probará nuestra superficialidad. Todos tenemos una carencia, una deformidad, un delito, un error, una oquedad. Todos merecemos compasión.

Tras la partida, una bruma cósmica y el rostro de su madre entre las estrellas pronunciando los versos del poeta Alfred Tennyson. “Nada va a morir. El viento sopla, el río fluye, las nubes pasan, el corazón late. Nada va a morir”.
¿Se suicidó? Pienso que solo se permitió la última dignidad que le había sido vedada. Dice el testimonio de Treves: “a menudo me decía cuánto hubiera deseado yacer y dormir «como el resto de la gente». Creo que esta última noche debió, con cierta determinación, de llevar a cabo un experimento. El almohadón era mullido, y la cabeza, al recostarla sobe este, debió de caer hacia atrás y provocar una dislocación del cuello. Así, pues, su muerte se debió al deseo que había dominado su vida: el ansia patética aunque imposible de ser «como el resto de la gente».”

El cantante y actor David Bowie encarnando a J. Merrick para una obra de teatro.

        Al salir de la sala, la mirada al prójimo no puede ser más la misma. Si creemos no identificar en nadie alrededor un estado como el de Merrick, quedará probada nuestra superficialidad. Después de todo, ¿quién puede considerarse completo y ejemplar? ¿Quién posee una apariencia impoluta e irreprochable? Todos tenemos una carencia, una deformidad, un delito, un error, una oquedad. Todos merecemos compasión. 
      La película El hombre elefante alcanza el efecto de limpiar las retinas, reconstruir desde los nervios la visión que tenemos aun de nosotros mismos. Abrirnos por completo con un certero bisturí que exponga todos nuestros abismos. Más que un ejercicio de compasión, la obra de Lynch es un acceso a la interioridad contradictoria, vacilante entre la abyección y la luz, que cada uno de nosotros lleva consigo.

* Este escrito reproduce con algunas pequeñas modificaciones el texto publicado en mayo de 2015 en el blog del crítico de cine Ricardo Bedoya: http://www.paginas-del-diario-de-satan.com/pdds/?p=1498

Comentarios

  1. Interesante película, cómo han podido darle realidad a la deformación física del personaje, entre otros aciertos cinematográficos... No queda duda, hay que verla, para gozar la de comienzo a fin... Estoy interesado en ello... Abrazos.

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    1. Estaré encantado de compartirla con quien lo desee. Solo advierto que es una película que combina lo doloroso con la ternura, lo terrible con la mayor delicadeza que es posible en un director de cine que trabaja inevitablemente con imágenes. El personaje retratado es lo más cercano de la realidad que conocemos por testimonios diversos, tanto en su aspecto físico cuando por su comportamiento noble, magnánimo y refinado. Algo excepcional, porque a menudo la más pequeña imperfección nos impacienta, amarga y enfurece. En Merrick, la suma de tantas imperfecciones y de todos los maltratos imaginables encontró en él más bien una respuesta de gratitud, serenidad y dulzura. Impresionante bajo todo punto de vista.

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