Los abuelos parten, los campos se despueblan / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Fotografías: Víctor H. Palacios Cruz

A lo largo de décadas numerosas familias de la sierra peruana dedicaron indecibles esfuerzos para que sus hijos migraran a la costa en busca de una profesión urbana, por culpa de un país cuyo “progreso” había excluido la irreemplazable obra de nuestros campesinos. Silencios y vacíos habitan las casas que nos llenaron de vida y amor, y que criaron el corazón con que ahora, de pronto, extrañamos una infancia irrecuperable. Aquí un texto personal e inédito, un homenaje a mi abuelita materna a través de cuya reciente partida comprendo otras ausencias.


A Doraliza García,
mi segunda mamá

Cada vez que viajamos a la ciudad de la que somos, a la izquierda en la ventana del bus a orillas de tu rostro dormido el sol arrima sus trazos de naranja, rosa y malva. La Tierra gira, allá en el horizonte la mañana de otros.
Cada vez que viajamos a los pueblos de los que venimos, hacia el este se sientan sólidas y azules las montañas que fueron los astros de nuestros ojos de niños.
El hogar de mis abuelos primero; luego, unos kilómetros abajo, el de los tuyos.
Amor mío, qué doloroso haber llegado tú, mi madre y yo y encontrar a mi abuelita sentada sobre la polvorienta hojarasca bajo el viejo guayabo ahora pelado sobre cuyas ramas yo jugaba de niño, profiriendo tristes quejas: “Ay, Vituchito, qué alegría verte, el cielo ha escuchado mis oraciones, Diosito y la Virgen te han enviado para salvarme. No me dejan irme a mi casa, me tienen encerrada como si fuera una esclava. Tú me vas a llevar a mi casita…”
La incorporé y la llevé a los cuidados de mi madre. Le dimos de comer, le hablamos, la acariciamos, sanamos su rodilla lastimada –“la quiero mucho, abuelita”, “yo también los quiero mucho”–, ella cautiva en el tiempo que da al azar la rueda de sus memorias. Ella que nos sostuvo a todos en su regazo, que nos dio miles de besos y llenó una y otra vez nuestros platos y nuestros corazones.

"Es duro constatar que lo querido deja de ser y que los recuerdos son líquidos en la vasija rota de la mente y ya no las cosas tangibles durando en la firmeza de los mismos lugares."

Recuerdo una noche en que, cortado el fluido eléctrico, me quedé leyendo alumbrado por una vela mientras todos se iban a dormir. Ella regresó de su cuarto y discretamente encendió sobre la mesa un par de velas más para que yo viera mejor. La mesa pareció un altar en torno a un libro de filosofía, ella alentando mi propia religión.
Más tarde me acompañaste a rodear la casa que mi abuelo construyó hace tanto para cultivar dentro unas vidas y luego recibir otras con los mismos brazos que moldearon tejas y adobes, que alinearon vigas para que su sonrisa tuviera la forma de una casa.
Allá atrás, cuando niño, dos líneas de hierbaluisas flanqueaban un camino desde cuyo comienzo se avistaba a lo lejos un diminuto juego de tejados que yo miraba sin saber que de allí partiría tu vida que es la mía ahora.



Cuando pequeño tenía un gusto que nunca dije a nadie ni a mí mismo. Las cosas pasan, las palabras permanecen. Yo corría hacia esas hierbaluisas y bajaba despacio cubierto por las hojas largas, finas y lanceoladas, mirando sin mirar el murmullo del pueblo de tus abuelos.
Ahora, en lugar de esas plantas perfumadas unos silvestres platanales empapelan la vista y por todos lados brotan hierbas de Atila entre las que no volverá a crecer ningún camino. Es duro constatar que lo querido deja de ser y que los recuerdos son líquidos en la vasija rota de la mente y ya no las cosas tangibles durando en la firmeza de los mismos lugares.
La amplia vivienda de mis abuelos sobre el lomo de una montaña verde y bella, de planta inclinada y abierta sobre la pendiente, con su patio interior encabezado por el jardín de mi abuela, patio que de día reunía unas flores y de noche las estrellas. Frente a la casa una hilera de pinos y casuarinas que la protegían del viento, y yo pequeño junto a la fachada escuchando sobre la pared los susurros dorados con que los árboles filtraban la luz matinal, mientras los pájaros trinaban estirando las cuatro puntas de mi alma chiquitita.

Vista de la sierra de Morropón (Piura) en la portada de mi libro dedicado a mi abuelo materno y su maravilloso entorno.

Tíos, hermanos, primos, sobrinos… de cuántas voces se llenaban puertas, pasadizos y mesas durante las viejas vacaciones que, ahora, en todos los rincones la telaraña y el polvo destiñen poco a poco. Aquella casa nos hacía existir como familia y de paso generosamente nos alimentaba. De allí bajábamos de vuelta a la ciudad felices, saludables y nostálgicos.
Hoy apenas alcanzan las manos para contener los espíritus que escapan de los muros; apenas acuden brazos para socorrer los pasos de mi abuela; hoy faltan charlas, alegrías y rostros que den contenido cotidiano a unos adobes a los que ahora corroe el aire tan quieto.

"Aquella casa nos hacía existir como familia y de paso generosamente nos alimentaba. De allí bajábamos de vuelta a la ciudad felices, saludables y nostálgicos."

La mañana en que nos despedimos de mi mamá para caminar rumbo al caserío de tus abuelos, me quedé mirando a mi abuelita junto a la cocina de leña tocada por la primera claridad del día, una santa de blancos cabellos escasos y difusos como en las pinturas de Caravaggio. Ella encorvada y decrépita, que me sonríe sin saber que ya no me verá, imaginándome en la hora del almuerzo quizá. Ella: candela, cielo y jardín. Desquiciados sus músculos, huesos y nervios, como toda la casa su piel deshabitándola, confusos sus recuerdos.
Un mundo se desmorona; devota e inútilmente contengo sus terrones entre los dedos de las manos. Abrazo todo abrazando a Cristina, abrazando a nuestros futuros hijos. Mis frases ajetreadas uniendo pedazos, tapando aquí y allá brechas por donde asoma la sustancia del vacío, la nada de lo que fue tanto.
Mis amados abuelos, mi país en el mapa de sus brazos levantados, mi yo errante amando con todas las fuerzas lo que amo para que cada cosa sea cierta como lo era cada mañana, resplandeciente, la casa de mis abuelos.



Comentarios

  1. Hijito solo nos quedan los recuerdos que agitan el corazón, aunque parezca mentira, recién he podido terminar de leer, parece que fue ayer que se fue, la extraño mucho, QEPD y DDG

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    1. El olvido, amada mamá, solo el olvido es la verdadera muerte. Lo que quizá debemos temer más que se nos apague la nostalgia de alguien además tan inmensamente buena como un brillo divino e inextinguible entre nosotros.

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    2. Hermosa remembranza, felicitaciones, me refresca la imagen del primo Luz Cruz y su descendencia, siempre hospitalarios.

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    3. Muchísimas gracias por el cariño de la lectura. Abrazos familiares y agradecidos

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  2. Que hermoso relato.Gracias Víctor Hugo. Saludos.

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  3. Gracias por tus palabras narrando y describiendo amores y geografías.

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