Un examen clínico del machismo / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Detalle de "Susana y los viejos", pintura de Artemisia Gentileschi (1610).

Los excesos de ciertas militancias feministas no deberían silenciar el análisis y la denuncia del machismo en el Perú y Latinoamérica donde, pese a ciertos progresos, sigue siendo una amenaza cotidiana para el bienestar de la mujer, la familia y la sociedad, del mismo modo que manifiesta un perfil de conducta preocupante y contradictorio.

El machismo es artificial y fanfarrón. Golpes en la mesa, voz impostada, andar altanero, alarde competitivo, rugido de motores.
La ampulosidad, sin embargo, delata un esfuerzo que solo puede provenir de una mente dubitativa. Una virilidad proferida a los cuatro vientos con el fin de evitar la infamia de una confusión. El macho necesita convencer a todos porque, primero, necesita convencerse a sí mismo. Alguien que sabe bien quién es no insiste en decirlo una y otra vez.
¿Qué lleva al macho a añadir estridencia a su masculinidad? ¿Qué lo intranquiliza? En su psicología el insulto inaceptable, causa de toda clase de altercados, alude al vínculo maternal. Lo cual deja a la vista una persistencia del cordón umbilical, mal disimulada con discursos ocasionales de nobleza y devoción fingidas.

"El macho necesita convencer a todos porque, primero, necesita convencerse a sí mismo. Alguien que sabe bien quién es no insiste en decirlo una y otra vez."

Tocado en su vulnerabilidad el macho reacciona con vehemencia, más aún si hay testigos. La fuerza bruta es la insignia de su hombría en el olvido de que la calma y la ecuanimidad reflejan mejor un carácter firme y vigoroso. Para el aprendiz de artes marciales, una primera lección consiste en aprender a templar el espíritu y lograr un autodominio. A propósito de Oriente, el sabio Lao Tse observó el curso de un arroyo: “el agua es suave y dócil. Pero mina y corroe la piedra. Lo suave y lo tierno vencen a lo duro y lo grosero”. El mejor varón es “semejante al agua”.
En los trances difíciles –el embarazo de la pareja, los tropiezos de los hijos– el macho experimenta una crisis, una incapacidad para actuar, un desconcierto que tiende a disipar inculpando a la mujer o huyendo. La palabra franca y el corazón sincero se desatan solo entre camaradas tras abundantes dosis de licor.
Un amigo recibió la confidencia de un hombre que pedía su consejo: “mi hija dejó la universidad al quedar encinta; tuvo su segundo hijo y ahora quiere volver a las clases, pero mi yerno no la deja, porque dice que si desea estudiar es porque no lo quiere y piensa abandonarlo”.
Otro día una chica contaba una angustia: “mi hermana se acaba de comprar un auto, pero su pareja, que ya tiene uno, le ha dado una semana para que lo venda, porque dice que ella no tiene por qué tener su auto y si lo quiere es porque piensa sacarle la vuelta”.


"Martirio de Santa Águeda", de Sebastiano del Pombo (1520).

El macho no confía en una mujer, porque dirige hacia ella la consideración que hace primero de sí mismo. El ansia de seguridad, sin duda, oculta un miedo recóndito e inconfesado. Vigilar o encadenar no manifiesta el amor, sino una posesividad nerviosa cuyo reverso es la dificultad para dejarse amar.
Aún tras la ruptura de una relación, el varón machista mantiene un celo impertinente sobre una vida que ya no tiene cerca. El amor de la madre es el único que no se cuestiona, y cualquier otra mujer es un ser extraño y veleidoso que es preciso sujetar y gobernar.
En 1579 Laurent Joubert escribió: “la mujer ha nacido para el sosiego, y para la sombra, al abrigo de su casa, que ella debe llevar como hace el caracol o la tortuga. Y le conviene ser cuidadosa de su belleza natural, para proporcionar honestamente placer a su marido; el cual, recreándose con su compañía y amistad, disminuye y olvida las fatigas resultantes de sus esfuerzos y labores, relajando dulcemente la tensión de su espíritu.”

"El ansia de seguridad oculta un miedo recóndito e inconfesado. Vigilar o encadenar no manifiesta el amor, sino una posesividad nerviosa cuyo reverso es la dificultad para dejarse amar."

Estatus de una simple función de servicio al otro sexo que, además de los perjuicios consabidos, resulta contraproducente para el orgullo del propio macho. En efecto, honra más tener al lado una voluntad decidida que una genuflexa. En tal caso, exigir de la pareja obediencia y sumisión reduce el lazo interpersonal a una acción unilateral. En lugar de la relación, queda a solas un individuo que ve en la enamorada o la esposa a un objeto útil que se ostenta o se maltrata.
Anulada la soberanía de una de las partes decae la reciprocidad del afecto, inhabilitada ella para ser dueña de sí. “Para que todos sepan –canta un bonito vals peruano de lamentable letra– que tú eres mi propiedad privada”. Dice Ayn Rand: “para aprender a decir yo te amo, primero debo aprender a decir yo”. Y alguien que es al fin un yo no puede ser propiedad absolutamente de nadie.
En el credo machista el adulterio halaga la vanidad del varón, pero denigra a la mujer que lo comete. El hombre infiel es disculpado por su naturaleza; la mujer infiel es siempre la incitadora. En los despachos policiales del Perú y Latinoamérica tantas mujeres han escuchado lo que también declaran ciertas voces de influencia pública: que ella no es víctima sino causa del acoso por vestir de cierto modo y provocar al violador. Ser mujer es ya el delito y el pecado.
En la mentalidad también del siglo XVI, para ella “el control social no ponía énfasis en la indisciplina, la violencia y la ebriedad, características del macho, sino en la sexualidad”. El cuerpo femenino “se consideraba sexualmente permeable, abierto constantemente a la invasión masculina a causa de su útero siempre activo y exigente”. Las autoridades de la época “creían muy difícilmente en la inocencia sexual de una joven seducida y solo acordaban magras compensaciones financieras por la pérdida de la virginidad”.


Detalle de "Adán y Eva", de Lucas Cranach (1531).

Entiendo que si en el zoológico mortifico a un animal y este me ataca, a nadie le cabe la menor duda de que el culpable del incidente soy yo, dotado de razón y libre arbitrio. ¿Por qué, entonces, el macho es poderoso y señor en casi todo, pero pobre e indefenso ante una mujer que ni siquiera se propone seducirlo?
Por lo demás, el machismo es también la pérdida de todo aquello que en lo masculino únicamente podría despertar y desarrollarse en el trato equitativo con lo femenino. En cualquier espacio de la vida afectiva, social, laboral e intelectual, la exclusión de lo femenino debilita al conjunto. Cada vez que el varón desprecia a la mujer se inflige a sí mismo una mutilación.
Más aún, la primera víctima del machismo es el adolescente sobre quien recaen las presiones sociales que lo fuerzan a la representación de un determinado papel, no necesariamente congruente con su maduración armoniosa.
A fin de cuentas, entre varón y mujer hay diferencias pero no antagonismos, diversidad pero no desigualdad. Es decir, disimilitud sobre el mismo plano de una condición humana rica e inagotable.

"En cualquier espacio de la vida afectiva, social, laboral e intelectual, la exclusión de lo femenino debilita al conjunto. Cada vez que el varón desprecia a la mujer se inflige a sí mismo una mutilación."

Como en cualquier encuentro, la diferencia no solo se tolera sino que sobre todo enriquece. Incluso la conciencia de lo distinto facilita la comprensión del otro. Por ejemplo, muchas mujeres declaran confiar más en ginecólogos que en ginecólogas y alegan recibir de ellas la frialdad propia de quien hace excesivas suposiciones en la otra parte. En cambio el médico varón, consciente de la diversidad, tiende a escuchar, entender y expresarse con el otro sexo con mayor claridad y empatía.
En el mismo sentido, la diferencia favorece la adopción de la propia identidad. No hay yo sin tú. El niño no sabe que existe sin la sonrisa de su madre; no nos sentimos reales hasta que alguien nos llama y escucha. Así también, el varón solo sabe que lo es gracias a la mujer, y la mujer solo sabe quién es frente al varón. Como enseña, por cierto, la crianza familiar del niño en su relación con la madre y de la niña en su relación con el padre.
Finalmente, queda claro que los mismos términos de toda esta argumentación equivaldrían para el caso inverso: el matriarcalismo, sin embargo estadísticamente irrelevante en la sociedad peruana y latinoamericana.
De cualquier modo, lo femenino y lo masculino despliegan distintas zonas de una misma humanidad que aspira a la plenitud gracias al balance y la integración; una humanidad libre y adulta que se vería menoscabada en la hegemonía o la opresión de una de sus partes.

Comentarios

  1. Totalmente de acuerdo, línea a línea. Me hubiese gustado, sin embargo, que las reflexiones finales presenten algunas recomendaciones para vivir esta disimilitud, como bien la llama, de la mejor manera. Gracias por compartir sus ideas.

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    1. Toda sugerencia es un regalo para cualquier autor. Magnífico. Y estoy de acuerdo, aunque me tiente decir que el propósito del texto estaba bien circunscrito. De cualquiera manera, las propuestas prácticas o las recomendaciones merecen otro desarrollo, del cual me animo a adelantar algo muy sencillo: la comprensión de nuestras diferencias, y acostumbrarnos desde muy temprano a entender que diferencia no es sinónimo de desigualdad. Que ser distintos varón y mujer no da lugar a ninguna jerarquía ni verticalidad, sino a una convivencia enriquecida precisamente por la disparidad. Excluir lo femenino, o también lo masculino desde un matriarcalismo, sería además de violento autodestructivo, puesto que suprimiría de nuestro contacto con el mundo y la vida una sensibilidad que no es la nuestra. Un abrazo, Tusitala.

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