El aula de clases soñada / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Estatua de Michel de Montaigne (1533-1592) frente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Paris.

Los espacios que habitamos se erigen no tanto con dibujos y materiales, sino con el rumbo de nuestros pasos y el curso de nuestras palabras. Vuelvo a clases y confirmo que la enseñanza de la filosofía (o más bien el contagio del “amor a saber”) demanda un escenario propio. Que toda construcción es la posibilitación de una actividad, y aún antes el desarrollo de una devoción.


Cada asignatura, tema, método y también cada profesor generan y necesitan un espacio proporcionado y estimulante. El laboratorio de química, la sala de monitores, el auditorio de conferencias, el taller de dibujo o el de proyectos de arquitectura responden sin duda a distintos requerimientos. Ahora bien, ¿el aula tradicional de estrado, pizarra y pupitre delante de unas mesas alineadas es realmente el espacio adecuado para una clase de humanidades o de filosofía en particular?
La etimología indica que “filosofía” es “amor a la sabiduría”. Amor, no posesión. Y en todo amor la posesión es el adiós. Posesión felizmente irrealizable en el saber humano, pues la inmensidad mudable de lo real no cabe en un libro o una teoría, obra de seres finitos sobre una Tierra que gira en un minúsculo rincón del cosmos. Por el contrario, justifica una reunión de miradas que intercambien sus respectivos puñados de experiencia.
Dice Michel de Montaigne: “el mundo es una escuela de indagación, la cuestión no es quién llegará a la meta sino quién efectuará las más bellas carreras”.


Platón y Aristóteles. Detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio (1510-1512).

Una clase de filosofía no es una exposición informativa, un acto proselitista o una performance personal. Su singularidad es la de una secuencia hilvanada, progresiva y entusiasta en que la voz del profesor –y sus fuentes– se abre a la de su público que mira la misma realidad que él aspira a entender. Su propósito es ayudar a cada estudiante a encontrar su propia palabra animado por un amor al mundo que es, en rigor, el único motivo por el cual el pensar vale la pena.
Dinámica relacional que exige una mínima holgura y cierta practicidad en el orden y la dotación de una sala que faciliten el seguimiento y la participación de los presentes en el itinerario argumentativo y dialogado de cada sesión. Nada de lo cual exige una especial equipación tecnológica o material, pero sí un número moderado de vacantes a fin de evitar el efecto inhibidor y uniformizante de la multitud.
Cada clase de filosofía es un desplazamiento aleatorio del pensar, y no un saber que se dispensa de modo frontal, unívoco, vertical y sedentario. Por consiguiente, en lugar del aula alargada y rectangular conviene una disposición escalonada y circular o semicircular de las mesas y sillas de los alumnos, de forma tal que desde cualquier punto se vean con facilidad las manos alzadas y los rostros hablando, y se escuchen claramente sus aportaciones y sus inflexiones de voz, que son también pensamiento.

"Cada clase de filosofía es un desplazamiento aleatorio del pensar, y no un saber que se dispensa de modo frontal, unívoco, vertical y sedentario."

Las líneas concéntricas generadas deben abrirse para consentir pasillos que permitan al profesor ir y venir, subir y bajar acercando las ideas, haciéndolas rotar, más aun escenificando la variedad de perspectivas desde las que es posible abordar cualquier asunto. La audiencia de una clase no puede ser jamás una simple tribuna de espectadores.
En el filosofar lo único programable es el tema que sirve de objetivo y de punto de partida. El profesor común –dice Richard Sennet– explica con suficiencia, pero el buen maestro “intranquiliza e invita a pensar”. Su autoridad reside, pues, en la capacidad para despertar y posibilitar el pensar juntos, y no en la anticipación de su destino en los alumnos o en él mismo. De lo contrario, se trataría de un soliloquio lineal y no de un genuino ejercicio de filosofía, de suyo imprevisible e interminable.

"Mosaico de los filósofos", Pompeya.

Sin duda, a la calidad del maestro y la idoneidad del espacio ha de sumarse una organización académica razonablemente abierta y flexible que favorezca el desarrollo libre y natural de asignaturas de esta índole. La vida académica no es solo la ejecución de un plan, sino también la capacidad para enfrentarnos a lo inesperado.

"El profesor común –dice Richard Sennet– explica con suficiencia, pero el buen maestro “intranquiliza e invita a pensar”."

Desde luego, en este boceto de aula filosófica hay ciertas reminiscencias de Platón, para quien “la verdad surge luego de un largo tiempo vivido en comunidad”. Convicción visible en los diálogos con que discurren sus escritos, e implícita en la ilustración de un encuentro de sabios en el llamado Mosaico de los filósofos, hallado en una residencia entre las ruinas de Pompeya, así como en la Escuela de Atenas, el fresco que honra las estancias vaticanas pintado por Rafael a inicios del siglo XVI.
Por el contrario, este modelo recusa el malentendido romántico del pensar como una abdicación de la sociedad –el óleo Monje en la orilla del mar de Caspar D. Friedrich (1810)–, un ensimismamiento melancólico –la escultura El pensador de Auguste Rodin (1882)– o una elucubración cuyo silencio sacrosanto hay que aislar de las interferencias de la conversación –“el ruido de los labios”, decía Schlegel–. Dimensión comunitaria de la búsqueda del saber que no suprime el ineludible turno de la soledad, sino que más bien lo abastece y contextualiza.

"Monje mirando el mar", óleo de Caspar David Friedrich (1812)

Admito que mi docencia empezó recurriendo a una práctica más convencional, hablando sentado delante de un centenar de estudiantes. La pausa de tres años fuera del país por una beca de posgrado impuso un exilio de la docencia al término del cual, de vuelta a la enseñanza, empecé a notar una inquietud que no era la nostalgia de alguna peripatética, sino la impresión de que el filosofar adquiría un movimiento propio con sus giros, sobresaltos y pausas, como una charla en torno a un café.
“Quien me contradice no despierta mi ira sino mi atención”, añade Montaigne. Todos somos puntitos en el tiempo y el espacio, de manera que los testimonios del profesor y los autores leídos no representan la totalidad de lo observable. No hay verdadera conversación cuando el rumbo corre por cuenta de una sola de las partes.

"La vida académica no es solo la ejecución de un plan, sino también la capacidad para enfrentarnos a lo inesperado."

Para mirar el mundo es preciso estar en él. Estar en él es adoptar una posición determinada desde la que se cubre únicamente un segmento del espacio. Estar en el mundo es, en consecuencia, adquirir uno y no todos los puntos de vista. Por tanto, si ansiamos aproximarnos a la verdad más que prevalecer en un debate corresponde recibir la visión del otro, que es siempre suma y no interrupción. Escribe Aristóteles: lo que “cada uno dice acerca de la naturaleza individualmente no es nada, o es poco; pero de todos reunidos se forma una magnitud apreciable”.

El pensador, de Auguste Rodin (1903)

Se ama mejor lo que es cercano y propio. Se cuida más lo que está vivo y crece. En efecto, una disposición del aula en sintonía con la didáctica intersubjetiva y racional de la filosofía acoge unas ideas que no están ya frente a mí sino en medio de un nosotros, y que no son una materia fría que se preserva, sino un cálido espíritu que nos alimenta y se alimenta al pasar de uno a otro. La clase desindividualiza el protagonismo en favor de la responsabilidad común. “Ver juntos es ver más”, dice el ex libris de la biblioteca que mi esposa y yo atesoramos.

"La clase desindividualiza el protagonismo en favor de la responsabilidad común."

Lo que, por otra parte, confluye en la idea de que la arquitectura, dice Jan Gehl, más que levantar muros reúne personas. Más aún, ella es una intervención sobre el espacio que, en lugar de encerrar, multiplica la humanidad de las personas por medio de la comprensión del tipo de acontecimiento que las convoca. En el caso de la filosofía, el acontecimiento es el amor al mundo y, con ello, la gratitud de estar vivos en él en medio de otros.
Según Vitruvio, la arquitectura tuvo su origen en el poder congregador del fuego cuyo cuidado dio lugar, en la inclemencia de tiempos remotos, al hábito de construir. Al diseño de un aula de filosofía no le hace falta un rincón donde custodiar una hoguera sagrada: el cuerpo mismo del maestro lleva dentro el fuego del pensar. Por ello, alguna vez el aula ideal quedará fuera de toda edificación, en la sola presencia quieta o caminante de un mortal rodeado de un anillo de buscadores idénticamente felices en su tan humano no saber.


Comentarios

  1. Me anima en este blog de Victor Palacios Cruz, esta especie de "pedagogía de la inquietud", allí donde se crea el escenario propio de las preguntas, antes que las respuestas...

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    1. Qué gentil por su lectura y su comentario. Precisamente en tiempos -al menos en mi país- de una transformación forzada de la vida universitaria en un sistema de producción poblado de estándares, mediciones, cronogramas meticulosos e informes innecesarios, impartir una asignatura donde se transmita y se viva un pensamiento se convierte en un acto de rebeldía.

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  2. Geniales y selectas citas de Montaigne... propias de un especialista en su pensamiento y obra como eres mi estimado Víctor Hugo. Agradezco el frescor de tus palabras que alienta mi quehacer filosófico y docente.

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