Julio Ramón Ribeyro: la felicidad de lo imposible / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Caricatura de Manuel Loyza.


Somos una sociedad enloquecida por el éxito. Los productos del mercado compiten con sus precios y diseños; la gente con sus tretas y ansiedades. La educación es cómplice de este fomento del yo a costa de lo común. Pero a menudo el fracaso prueba no el error, sino la grandeza de lo anhelado. Solo se llenan los mediocres. El fracaso en los personajes de la obra de Ribeyro revela la tristeza, pero también la lucha, por tanto una pasión por la vida. La felicidad del camino mismo.
Aquí un homenaje al Flaco Entrañable a 90 años de su nacimiento y 25 de su partida.



“En todas las cosas hay una fisura,
y es así como entra la luz”.
Leonard Cohen


Para Julio Ramón Ribeyro, la literatura es un medio incompleto pero indispensable en la relación con lo exterior. Las ideas y las costumbres no tienen por qué prometer el dominio de la totalidad; ellas permanecen abiertas, provisionales, en la certeza de una inmensidad que sobrepasa al individuo que la escudriña, asegurando más que el desaliento y el sinsentido, la aventura y el estímulo de la búsqueda constante. Más aún en la imposibilidad de una aprehensión absoluta en un ser dotado de la finitud y la fragilidad del mortal. En Ribeyro, discípulo del escepticismo de Michel de Montaigne, es inconcebible el conjunto, pero no la unidad del fragmento, más asequible y proporcionado a la estatura menuda del humano.
Por ello, en el corpus ribeyriano la excelencia y el número de sus cuentos brilla en desmedro de sus novelas más escasas y discretas, pues el narrador miraflorino renuncia a la tentativa omnicomprensiva propia de la novela y se retira al predio más estrecho, no menos valioso, del relato breve, de la historia segmentada en el tiempo y el espacio. El cuento es el género literario más a la medida de su percepción, establecida en un punto equidistante entre una compacta visión universalizante y una visión anárquica y nihilista.

Ribeyro: “una nueva formar de narrar no implica necesariamente innovaciones espectaculares de carácter técnico o verbal sino un simple desplazamiento de la óptica".

La talla de la narración corta es como la proyección de su mirada que se posa en los muros, las ventanas y las azoteas, sin remontarse para abarcar una ciudad entera e indescifrable. El cuento es su forma de ordenar el mundo y los personajes más cotidianos y sencillos –la gran mayoría de nosotros– su representación más cercana de la condición humana, al margen de los grandes desplazamientos de masas y los héroes monumentales que deciden con sus gestas el curso de una nación.
La mirada, por tanto, dirige no solo los pasos del sujeto y su relación con el medio, sino también la ejecución de su arte, la modulación de su palabra. En los años del promocionado boom hispanoamericano catalogado en los títulos de varias novelas descollantes, la posición de Ribeyro no podía sino resultar marginal y silenciosa. Esto también esclarece la incursión de este narrador en géneros no narrativos, ensayísticos, con cierta intención filosófica en ocasiones, pero reducidos en su extensión física a la divagación escueta, al aforismo o al apunte suelto.
Finalmente, la mirada ribeyriana, que privilegia la partícula frente al todo, no solo se extiende sobre la elección del género. Igualmente determina su doctrina del estilo literario como una forma de composición diseñada por la óptica del compositor, la subordinación de la técnica a la mirada del creador.

Ribeyro: "el escepticismo no es una actitud de diversión frente a la realidad, es por el contrario una búsqueda tenaz de la verdad. Yo creo que hay que poner el énfasis sobre la búsqueda más que sobre el hallazgo."

Ejemplo de ello es un pasaje de sus diarios de 1974: “una nueva formar de narrar no implica necesariamente innovaciones espectaculares de carácter técnico o verbal sino un simple desplazamiento de la óptica. El asunto consiste en encontrar el ángulo novedoso que nos permita una aprehensión inédita de la realidad.”
El trabajo de Ribeyro sobre terrenos más próximos a su temperamento no comporta, sin embargo, una rencorosa despedida de cualquier aspiración englobadora. Como escribía Vincent Van Gogh a su hermano Theo, “una brizna de hierba comunica el infinito”.
En efecto, el ejercicio sobre lo minúsculo puede exigir el trato amoroso de quien ve en la miniatura una condensación de lo infinito, lo que se refleja bien en el extremo celo que pone Ribeyro en cada palabra y cada frase cuidadosamente buscada y elegida.
“–Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos –dice en los Dichos de Luder– es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque. / –¿Y tú? / –Ah, yo sólo riego una maceta”.


La expresión de lo inconmensurable es imposible, pero el sueño de su conquista accesible y legítimo, quizá no solo como consuelo o resignación sino como único contacto con alguna forma de plenitud posible para el hombre. Así como todos sus personajes caen estrepitosamente en sus intentos por saltar de su situación sufriente, real o imaginaria, el propio escritor reflejado en su tenaz búsqueda del sentido de la vida –en «Silvio en El Rosedal», por ejemplo– o en su obstinada exploración de un lugar de descanso en el mundo real –«La casa en la playa», por ejemplo–, encuentra finalmente en el arte o en el mismo caminar una simulación de esa beatitud postergada.
Así, el salto aparentemente vano –del enamorado que es rechazado, del empleado que no es ascendido, del indígena que es despreciado, del melancólico que no recobra lo añorado– es un acto de dignificación de la existencia. Pues, como dice muy humanamente el mismo Ribeyro, “lo importante en la vida es el esfuerzo desplegado y no la meta a la cual se llega”.
“Yo siempre me he definido más bien como un escéptico –dice en otro lugar–, y el escepticismo no es una actitud de diversión frente a la realidad, es por el contrario una búsqueda tenaz de la verdad. Yo creo que hay que poner el énfasis sobre la búsqueda más que sobre el hallazgo.”

Ribeyro: "Si no encontramos la playa desierta, nuestra casa sólo existirá en nuestra imaginación. Y por ello mismo será indestructible”.

Como se ve, el examen ribeyriano de la desilusión envuelve una desconfianza en las reales posibilidades de la dicha. Pero no hay en esta conclusión un tono resentido –no hay que olvidar el humor de su obra y de su personalidad–, sino más bien la sabia insinuación de que la imperfección de este mundo es más bien una prueba de la grandeza de las ilusiones y que, en cada derrota, asoma la idea de otra vida donde quizá alcancemos la reconciliación, tal como parece reclamarlo la magnitud de nuestros deseos.
El fracaso en esta vida es inevitable, quizá no tanto por una especie de fatalidad invencible, sino por las tercas ambiciones del corazón y las indisposiciones del mundo para permitirlas. Cuando, en el relato «La casa en la playa», los dos buscadores de un escenario desierto ideal donde retirarse de la civilización y reencontrarse consigo mismos, experimentan sucesivas frustraciones, uno de ellos profiere una exclamación salvadora que es la centro de la mirada finalmente sonriente de Julio Ramón Ribeyro: “¡Qué importa! Si no encontramos la playa desierta, nuestra casa sólo existirá en nuestra imaginación. Y por ello mismo será indestructible”.

Texto parte de un breve estudio de la obra ribeyriana, que a su vez forma parte del libro Julio en el rosedal. Memoria de una escritura, publicado por la Universidad de Piura a partir de un homenaje realizado en su campus en 2004.



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