El selfie: una breve historia de la individualidad / Por : Víctor H. Palacios Cruz



Un selfie ocasional y divertido no tiene importancia. La adicción al selfie, en cambio, es el síntoma de una mezcla explosiva de exaltación de la imagen, competitividad exitista, consumismo desapegado, cuestionamiento del cuerpo, ductilidad digital, inseguridad personal y debilitamiento de los lazos colectivos. Una mezcla que caracteriza a nuestra era “adolescente”.


La construcción moderna del yo

En 1336, en el ocaso de una cultura que eludía la representación de la naturaleza y del cuerpo; en que no existían los retratos ni se leían las firmas de los artistas de las tablas pintadas y las catedrales; Francesco Petrarca ascendió al monte Ventoux, al sur de Francia, sin otro propósito que “contemplar un lugar célebre por su altitud”.
Habiendo alcanzado la cima –cuenta en una carta a su padre –, abrió al azar un libro de San Agustín y dio con este pasaje: “y van los hombres a admirar las cumbres de las montañas, los cauces de los ríos, la inmensidad del océano, la órbita de las estrellas y se olvidan de sí mismos”. Animado por el texto, el poeta pasó de contemplar el paisaje delante de sus ojos a avistar el conjunto de su vida. La amplitud geográfica cedió a la introspección biográfica.

Jan Van Eyck, Los Arnolfini, tabla pintada de 1434.

Años después, los hermanos Limbourg en las ilustraciones de Las muy ricas horas del Duque de Berry (1410) y Jan Van Eyck en el detalle microscópico de Los Arnolfini (1434) reproducen diversas escenas cotidianas en que los ángulos, escorzos e interposiciones delatan la presencia del observador en el espacio. Pintaron no solo el mundo sino una mirada de él, que es siempre un encuadre parcial, pues mirar el mundo es estar en él y adoptar uno y no todos los puntos de vista.
Una creciente conciencia del sujeto que Giovanni Pico della Mirandola explaya en su Discurso sobre la dignidad del hombre (1492), donde habla del humano como “vocero de todas las criaturas”. Poco antes, Leone Battista Alberti había escrito: “el hombre, si lo quiere, lo puede todo”.
Hacia 1498 Alberto Durero pinta uno de sus más famosos autorretratos.

Alberto Durero, autorretrato de 1498.

Al multiplicar los libros la imprenta de Gutenberg difunde el hábito de leer en privado, cuyo silencio deja oír creciente la propia voz que experimenta emociones o pronuncia una opinión. Lutero justifica la libre interpretación de la Biblia alegando que en el interior del lector el Espíritu Santo se aposenta y habla desde él.
Ya en el siglo XVI en que pintores y anatomistas entreabren la carne de esa individualidad, Michel de Montaigne publica sus Ensayos (1580) advirtiendo al lector que él mismo es la materia de su libro. Al acudir al índice esperando hallar los capítulos de un diario íntimo, leemos sin embargo una variedad de temas –los carruajes, los libros, los caníbales, la amistad– sin conexión entre sí excepto por su pertenencia a la misma y cambiante mirada del autor. Para Montaigne, el yo es un acopio del mundo: “el humano más honesto es el humano mezclado”.

"Novalis llama al yo “santuario interior”. “Santuario” en el que luego Freud descubre pasajes que conducen a sótanos infestados de pulsiones inquietantes."

En 1637 Descartes decide buscar la ciencia total que hará al humano señor del universo siguiendo únicamente «la voz de la razón», provista de ideas innatas e idéntica en todos, de modo que indagar en el yo volverá innecesario escuchar al prójimo.
En el panteísmo de Spinoza el yo participa de la divinidad y no precisa buscar lo superior fuera de sí. Entre tanto Rembrandt ejecuta docenas de autorretratos en los que se pinta tímido, vanidoso, triste o sereno. En sus Confesiones de 1765, Rousseau escribe: “emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la naturaleza y ese hombre seré yo”.


Del espanto a la superficialidad

A fines del siglo XVIII Novalis llama al yo “santuario interior”. “Santuario” en el que luego Freud descubre pasajes que conducen a sótanos infestados de pulsiones inquietantes. En 1888 Van Gogh pinta La habitación de Arles desechando todo afán verista (la fotografía triunfaba entonces) para preferir una vibración de líneas y colores que transmita no las cosas como son, sino una impresión subjetiva de reposo. En el curso de una inspección de la mente a la sombra del surrealismo, artistas como Dalí dan visibilidad a sus sueños y pesadillas.
Hitos de una cultura de la imagen que proviene de una sociedad en que la mirada y no lo mirado es el tema principal.

Francis Bacon, autorretrato de 1971.

De repente, el individuo enaltecido por el Renacimiento, la Ilustración y el Romanticismo adopta la forma de un insecto en La metamorfosis de Kafka. En el desencanto de la razón y la ciencia tras la Primera Guerra Mundial, Robert Musil titula su novela El hombre sin atributos. Ya en la era del miedo nuclear, Europa observa los autorretratos de Francis Bacon, el cuerpo retorcido y el rostro desfigurado y escindido. Distintos testimonios de una individualidad en crisis.

"Una cultura de la imagen que proviene de una sociedad en que la mirada y no lo mirado es el tema principal."


Escondiendo el polvo de las guerras bajo la alfombra del bienestar doméstico y comercial, la sociedad de los 50 efectúa una inmediata restauración del yo que expulsa las sombras de la preocupación intelectual para dejar, apenas, un maniquí saludable y sonriente. “¿Quién quieres ser hoy?”, pregunta una marca de maquillaje.
La crisis de las ideologías en los 90 y la virtualidad digital del siglo XXI terminan por suprimir del horizonte personal los lazos con el pasado y con la colectividad (que para muchos recuerda a los totalitarismos), para consagrar el goce del consumo, la conectividad veloz y el éxito que eclipsan el bien común y la responsabilidad con el porvenir. En El fin de la historia y el último hombre (1992), Francis Fukuyama bendice el capitalismo liberal como el único sistema en que podremos desembarazarnos de la política para dedicarnos por entero a nuestros proyectos privados.

Selfie del astronauta japonés Akihito Hoshide.

Nada más afín al voraz funcionamiento del mercado que masas de individuos que reaccionan igual a idénticos estímulos, desgajados del futuro (apocalíptico en su cine y sus novelas), de cualquier más allá (la religión se reduce a una técnica de bienestar psíquico) y de la misma sociedad (la carrera política es solo otro modo de perseguir el interés particular).
Seres irreflexivos (“Just do it”, dice un anuncio de ropa deportiva) invitados al estreno festivo y continuo de ropa, tecnología, identidad digital y hasta del rostro de carne y hueso gracias a cirugías por las que los mortales –según Zygmunt Bauman– se renuevan para competir en el despiadado mercado social y laboral.


La adicción al selfie

El selfie grupal y divertido que la comediante Ellen DeGeneres hizo una noche de hace cinco años (durante la entrega de los premios Oscar) fue otro momento en este largo proceso de demarcación y problematización del sujeto. No fue la primera autofoto digital, pero sí la que disparó a nivel global una práctica caracterizada por su presunta espontaneidad y la divulgación instantánea a través de las redes sociales.

"La larga exaltación del individuo en la modernidad ha producido, en lugar de personas fuertes y ricas en contenidos, cáscaras relucientes, huecas y volubles."

Podría hablarse del tecno-narcisismo de quien se mira compulsivamente sobre el lago de cristal de su Smartphone, atraído por el infatigable rediseño de la imagen que alienta la fluidez digital. En la mitología griega Narciso descubre maravillado e inocente su reflejo en el agua. No estoy seguro de que en la mayoría de los habitantes de esta era “adolescente” el mirarse en las propias fotos infunda una tranquilizadora complacencia. Por el contrario, veo la opresión de los estándares que mudan según intereses ajenos y la disconformidad con uno mismo capaz de imprimir ciertas tendencias a la autolesión.

Autorretrato de Rembrandt (1629).

¿Realmente era infantil el temor de algunos nativos que creían que una foto robaba el alma? Algo de ello debe haber ocurrido en un mundo en que un fabricante de memorias USB dice “eres lo que llevas” y un chico –fui testigo– dice aburrirse durante apenas cinco segundos de silencio en el ascensor.
¿No será que la larga exaltación del individuo en la modernidad ha producido, en lugar de personas fuertes y ricas en contenidos, cáscaras relucientes, huecas y volubles? Aros por donde todo pasa y nada permanece; psiques expuestas a la ansiedad de la figuración, la dismorfofobia y otras patologías de la auto-imagen.

"En su facilidad técnica, el selfie lleva implícita la sospecha de que uno no requiere de otros para conocerse y que el yo prescinde del tú para trazar su identidad."

A todo esto, ¿un retrato se agota en la exposición de la cara? “Retrato” viene del latín «retractus», literalmente «hacer volver atrás», y derivadamente «abreviar» y «sacar a la luz». Según Abraham Lincoln, a los cuarenta años uno es responsable de su cara, que al fin comunica una historia más allá del mero fenotipo. “El rostro es la abreviatura de la personalidad”, afirma Julián Marías.
En su facilidad técnica, el selfie lleva implícita la sospecha de que uno no requiere de otros para conocerse y que el yo prescinde del tú para trazar su identidad. Dice Byung-Chul Han: “la adicción a los selfies no tiene mucho que ver con el sano amor a sí mismo: no es otra cosa que la marcha en vacío de un yo narcisista que se ha quedado solo. En vista del vacío interior uno trata en vano de producirse a sí mismo”.

Byung Chul-Han.

Solo podría necesitar verse y ser visto una y otra vez quien siente una profunda inseguridad y se ha perdido a sí mismo bajo un alud de información, imágenes y ruido que no se han traducido todavía en experiencia e intimidad por falta de pausa y de memoria. “Todos nuestros problemas provienen de que no somos capaces de estar a solas y en silencio dentro de nuestra habitación”, decía Pascal delante del París más mundano del siglo XVII.

"Solo podría necesitar verse y ser visto una y otra vez quien siente una profunda inseguridad y se ha perdido a sí mismo bajo un alud de información."

Dicen más de una persona las fotos que toma de las cosas que mira, que aquellas en las que ella aparece. La selección de lo mirado revela una determinada relación con el entorno. El yo es una mirada en movimiento reuniendo y dando forma a sus pasos.
Inclusive la originalidad del escritor o el músico es proporcional a cuánto haya podido previamente leer o escuchar. En consecuencia, ¿no es absurdo esperar, como Descartes, que la mente extraerá de sí misma el saber de todas las cosas, cuando el mismo lenguaje sin el cual no podríamos pensar es un legado de los pueblos y las migraciones que nos han precedido?
Dice Tzvetan Todorov: “el niño descubre su existencia al captar la mirada de su madre: soy lo que ella mira”. Sin el otro, ni siquiera sabríamos que existimos.
Recortándonos con el flash de un celular perdemos los suministros del prójimo y del mundo, aislándonos y desecándonos como una planta sin nutrientes. ¿Acaso no es más fiel el “selfie” que recoge los lugares, anhelos y vínculos a los que se deben nuestros rasgos? El selfie de todos los encuentros y acontecimientos que, por cierto, recogería mucho mejor una labor narrativa que el veloz click de una cámara.

Primer "selfie" de la historia. Daguerrotipo de Robert Cornelius (1839).



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