Apps para no ser uno mismo / Por: Víctor H. Palacios Cruz



Una reflexión sobre la reciente versión de FaceApp que, mediante filtros, permite el envejecimiento del rostro a partir de una fotografía. Una aplicación exitosa y masiva que, sin embargo, provoca un debate sobre la protección de los datos personales y también sobre las ambivalencias de la hipermodernidad digital.


A través de diversos recursos y apps, un dispositivo electrónico permite editar una fotografía propia o ajena añadiendo retoques, gráficos, distorsiones y filtros de rejuvenecimiento, belleza y cambio de sexo.
En 2017 apareció FaceApp, una función que envejece el rostro a partir de una fotografía y cuya versión mejorada acaba de provocar una explosión de fotos de gente famosa o no, mientras en voz baja algunos especulan sobre los efectos indeseados de su instalación en un celular, por ejemplo la captura de información privada por parte de la firma rusa dueña de la tecnología.
Dice Byung Chul-Han: en las cárceles de los Estados totalitarios a un inocente se le arrancaba una confesión con amenaza de tortura o con una pistola en la sien. En la sociedad democrática y liberal, millones de usuarios de Internet obsequian a toda hora y alegremente los datos más personales que nadie les ha requerido.
En la “religión de los datos”, agrega Yuval Noah Harari, la experiencia de ver cualquier cosa es interrumpida por la búsqueda urgente de un Smartphone con que subir y compartir una fotografía de la ocasión. Dejar de publicar e interrumpir el flujo de la información es la nueva herejía de nuestro tiempo.

"El orbe digital brinda una tentadora oferta de alternativas para relegar el cuerpo que somos y la historia que trazamos en favor de una actualización favorable y conveniente."

Ciertamente, el sinfín de opciones para manipular una imagen crea la sensación de que no hace falta el esfuerzo imaginativo con que durante largos siglos, movidos por nuestros anhelos y espantos, nos trasladábamos al ámbito de lo irreal e imposible. Gracias al sucedáneo de ficciones, pinturas, películas o durante la ensoñación solitaria, nos desembarazábamos de nuestras inquietudes, listos para retornar a la normalidad cotidiana donde tranquilamente nos resignábamos a existir.
El orbe digital que hemos calurosamente aceptado brinda una tentadora oferta de alternativas para relegar el cuerpo que somos y la historia que trazamos en favor de una actualización favorable y conveniente, acorde con los estándares de moda, gracias a la maleabilidad propia de lo virtual.
Infinitud que produce por comparación el empobrecimiento de la normalidad cotidiana. Frente a la ilimitada ductilidad del ciberespacio, lo real nos restringe despóticamente con la dureza de su materialidad y la lentitud de su temporalidad natural. Se vive mejor en una dimensión que responda a los deseos con celeridad y sin resistencias.
El medio digital es la permanente disponibilidad de todas las posibilidades, que fomenta la tendencia a vivir siempre en otra parte. El homo digitalis que ahora somos es un ser desadaptado a lo normal e incapaz de realidad. En rigor, no somos y en lugar del ser o el tener cuenta solamente el parecer y aparecer, una y otra vez.

"El medio digital es la permanente disponibilidad de todas las posibilidades, que fomenta la tendencia a vivir siempre en otra parte".

Con todo, la app de envejecer posee una novedad significativa. Así como en el consumismo no hay una idolatría de las cosas sino, por el contrario, el desapego que lleva al reemplazo compulsivo; y en la adicción a las transmutaciones corporales y las cirugías estéticas no hay una devoción del cuerpo sino, por el contrario, su negación como lugar de la identidad personal, expuesto por igual al reemplazo compulsivo…
Así también, la cualidad de la esfera digital no es la persistencia sino lo que Zygmunt Bauman llamó “liquidez”: la inestabilidad que impide a los rasgos y vínculos personales asentarse reconociblemente. Mejor dicho, la velocidad con que una imagen se ve y se pierde para siempre en el presente del internauta, crea la impresión de que el único modo de existir es no perder vigencia por medio de la obstinación de aparecer, sin que importe el contenido de cada aparición. Es lo que quiso decir Donald Trump al declarar: “puedo disparar contra un hombre en la Quinta Avenida y seguir primero en las encuestas”.

L'image parfaite ("La imagen perfecta"), pintura de René Magritte (1928).

Como un nuevo Rey Midas o Saturno devorando a sus hijos, el medio on line calcina todo lo que acoge con una fulminante obsolescencia, una caducidad frente a la cual el ciclo de vida de un mosquito resulta de una eternidad desesperante. En la era del papel se decía que nada más viejo que el periódico de ayer. Hoy, nada más viejo que el Tweet, el post de Facebook o el video de Instagram de hace un minuto.
En los versos de Jorge Manrique, la muerte del padre que confería firmeza al mundo extendía sobre todo lo existente la fugacidad irremisible en que “lo no venido” es ya “pasado”. “Vivimos en permanente despedida”, escribía Rainer Maria Rilke. Pero quedaba al menos el contrapeso de la memoria a través de la palabra.
En la hipermodernidad el ansia de inmortalidad es el ansia de viralidad. Sin embargo, la prueba de que a fuerza de frenesí nos hemos vuelto insensibles es precisamente el triunfo de la app de envejecer, que convierte el paso del tiempo en un espectáculo universal y ligero (en todos los sentidos del término), en un salto abrupto del horror a la risa.
Curiosa ironía el invento de una app para envejecer en el reino digital en que todo envejece y se extingue con una rapidez indolora.

"En la hipermodernidad el ansia de inmortalidad es el ansia de viralidad."

En perfecto acuerdo, además, con la obsolescencia programada de los soportes tecnológicos cuya conservación pondría en peligro la marcha del sistema, y en una certera ilustración de la perturbadora pregunta de Tzvetan Todorov: “si todos tienen los mismos gustos –y hacen lo mismo–, ¿podemos seguir creyendo que son libres?”
En 2001 Odisea del espacio de Stanley Kubrick (1968), el hueso que, a través de milenios de humanidad, termina en una nave espacial ha servido también para matar al prójimo. Quizá esta discusión no sea sino un brevísimo episodio en la inacabable comprensión del juguete fantástico e imprevisible que es una tecnología que, al fin y al cabo, no está exenta del destino ambivalente de todas nuestras herramientas y aun de nuestra propia especie.



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