No necesitamos líderes sino ciudadanos / Por: Víctor H. Palacios Cruz
La
primera vez, el rugby me pareció un
deporte inentendible, rudo y primitivo: tipos corpulentos que derriban a un
rival para arrebatarle el balón, y tumultos sísmicos en que es imposible
distinguir un brazo de una pierna y una maniobra lícita de una falta punible. Desde
luego, mis ojos miraban marcados por la afición al fútbol, una práctica más vistosa
y mejor publicitada, pero a veces más cínica también.
Mirando
un torneo mundial de rugby en
Inglaterra, hace ya un tiempo, descubrí que la dureza física se halla
rigurosamente acotada por códigos de honor que se advierten en el hecho de que
ninguno de esos jugadores –gigantes como ogros que harían titubear a un oso– protesta
una decisión del árbitro; no hay fingimientos de faltas o trifulcas, ni
insultos entre las aficiones. Además, se cumple por reglamento y por tradición un
tercer tiempo en que, adoloridos y extenuados, los adversarios confraternizan y
comparten una comida.
Minutos
antes de la final de ese torneo, los neozelandeses realizaron frente a los
australianos una danza que, en mi ignorancia, parecía una bravata prepotente y
feroz. Unas consultas me proporcionaron un hallazgo. Esa danza llamada haka es un rito de los guerreros maoríes,
que en la actualidad se utiliza en Nueva Zelanda para recibir a un visitante o despedir
el féretro de alguien respetado. Su ejecución no es, por tanto, una amenaza,
sino un gesto de saludo y hospitalidad.
Sobre
el césped, uno de los “All blacks” grita “Muero, muero” y los demás contestan:
“¡Vivo, vivo!” Un individuo agoniza y la tribu acude para rescatar a uno de los
suyos. Y añaden: “se trata de hombres que fueron en busca del sol, e hicieron
que volviera a brillar”. ¡El coraje unido a la poesía! El declive del sol simboliza
el apocalipsis, pero una concurrencia de esfuerzos alumbra el cielo una vez más.
Juntos y al unísono, los humanos tuercen la desgracia. Por ello, en el rugby el festejo de los puntos suele
excluir la ostentación individual.
Ojalá
un día el fútbol adoptara este espíritu, que el rugby preserva quizá porque no ha sido todavía envenenado por la
codicia ni por la exaltación del yo que prefiere estrellas y no constelaciones.
Esa engañosa individualización de la historia y de toda actividad que alienta el
millonario negocio de talleres y conferencias dedicados a la creación de líderes
y hombres exitosos. Rezan los muros de colegios y universidades: “el que
estudia triunfa”, “asegura el éxito de tu futuro”, “sé un ganador”.
¿Por
qué no hay en esos lemas una alusión al bien común? ¿Por qué ganar debe ser una meta educativa? ¿Por
qué se honra a quien figura y no a quienes construyen? El elogio renacentista del
individuo como capaz de moldear su destino liberado de las constricciones feudales,
y la ardorosa competitividad del mercantilismo confluyeron en la adoración del
triunfador, en lugar del sabio o el virtuoso. Al debilitar la referencia a lo colectivo,
la idolatría del éxito terminó inspirando deslealtades en el juego, resentimientos
en la derrota y vanidades estridentes como aquellas palabras de Donald Trump “desprecio
a los perdedores”.
Según
la Real Academia, líder es la «persona
a la que un grupo sigue». Ahora, un grupo necesita “seguir” a alguien cuando sus
miembros no saben adónde ir o no son capaces de andar por sí mismos. El líder es
un capitán de momentos de excepción convertido en un protagonista de la normalidad.
La fuerza que mueve a un conjunto que, entonces, deja de ser comunidad para solo
ser la extensión de un ego. ¿Por qué apegarse a personas que también son de tierra,
y no más bien a principios, instituciones e ideales?
El líder sobresale y
encabeza. La comunidad es, por el contrario, una relación horizontal sostenida
por la acción diversa y simultánea de sus miembros. El líder toma el gobierno y
la palabra; la comunidad es un círculo de voces que dialogan. El líder
personaliza la marcha de un sindicato o un partido político, y atrae la atención
de los mediocres y desamparados –el poder de cuya mayoría le conviene
sobremanera– hacia donde señalan sus manos y no necesariamente hacia donde debe
dirigirse el grupo con independencia de la figura transitoria que lo representa.
Cuando el sol cae,
el rito maorí invoca una unión de brazos. Sin duda, actuar en equipo es más laborioso
que obedecer a un jefe. Dice Constantino Carvallo: “la desconfianza en la
posibilidad de crear mediante la acción comunicativa una voluntad común”
infunde “la nostalgia del líder”.
Los
pusilánimes y holgazanes aguardan que otros asuman la responsabilidad y se
pongan delante para, después, lapidarlos si fracasan. Aclamado el caudillo, se
trazan sumisiones y vigilancias que aseguran la sincronización de la masa. En
verdad, esperar por un líder es admitir una cobardía para tomar la iniciativa,
así como permanecer en una infancia perpetua que libra de toda culpa si el país
tropieza, como en esos trabajos en grupo en colegios y universidades donde los haraganes
se arriman al buen alumno que soporta la carga de sus inercias y la posterior injusticia
de sus maledicencias.
La ciudadanía no es
un número de identidad o el domicilio en una jurisdicción, sino –dice Pericles ante
los primeros atenienses muertos en la guerra contra Esparta–, la participación activa
en el cuidado de lo común. Los peruanos, en cambio, recortamos el civismo en trocitos
multicolores de efemérides y festividades, como si ayudaran al bien común un
himno o un desfile más que la limpieza, la cortesía y la puntualidad. Terribles
complejos ha de tener una idiosincrasia que, como la nuestra, dice amar la
patria y a la vez aplaude al astuto y pendenciero.
Ante el tribunal uno
de los nazis responsables de los campos de concentración, Adolf Eichmann, alegó
haberse limitado a cumplir obligaciones. Para decepción de muchos, el oficial
resultó no ser un hombre cruel y demoníaco, sino apenas un funcionario servil y
eficiente. Eichmann podía regalar flores a una cautiva a la que, por orden
superior, esa misma tarde ejecutaba con frialdad. Según Hannah Arendt, su caso demostró
que para cometer actos horrendos no hace falta ser malvado; basta cumplir
meticulosamente y sin juzgar los mandatos de un jerarca. Basta con sentarse a
aguardar el advenimiento de un líder, callar sus pecados y seguirlo ciegamente.
Los pueblos sumidos
en crisis celebran a quien, entre exclamaciones, les ofrece una línea recta
hacia el paraíso. La Alemania en bancarrota y quebrada por la Primera Guerra
Mundial y el Tratado de Versalles vendió su alma a Hitler, que cubrió sus
delirios de mística y mitología en escenografías que los seguidores de Haya de
la Torre emularon en el Perú.
“Infelices los
pueblos que necesitan héroes”, decía Bertold Brecht.
No deberíamos
encaminarnos hacia el bicentenario de la República ajetreados por ningún
programa de festejos, sino verdaderamente activos y ejemplares en la forma más
estimable y leal que puede adoptar el patriotismo, y que no tiene que ver ni
con el orgullo por el pasado ni con la marginación del extranjero, sino con el
ejercicio cotidiano de la ciudadanía. En definitiva, sensibilidad,
responsabilidad y participación en la ciudad y el país que nos pertenecen a
todos y no a ningún líder.
(Este artículo es una versión actualizada del original publicado en
el suplemento Semana del diario El Tiempo de Piura, en noviembre de 2015)
En Linkedin se atribuye a este artículo una apología del colectivismo. Agradezco el interés de la lectura. Me temo que mi texto no contempla ninguna apología semejante. Por el contrario, el colectivismo es servil al caudillismo. La participación ciudadana es inseparable de la acción individual , de la libertad de tomar la palabra y decidir. Sin duda, es evidente que en circunstancias excepcionales (momentos de acción sobre todo: en un campo de batalla, en un deporte colectivo, en una sala de operaciones, durante un estado de caos del tipo que sea) conviene una conducción principal, incluso una voz de mando. El problema es convertir esta momentánea verticalidad justificada por una situación determinada en un estado permanente de la sociedad que exime al resto de asumir su parte en el conjunto. La ansiedad de un líder es, en estos casos y no en los anteriores, la prolongación de una anomalía que se corresponde con el conformismo y la pasividad de la ciudadanía. Por ejemplo, es terriblemente común el peruano que no hace lo que debe porque simplemente otros tampoco lo hacen....En fin, una cuestión de hábitos de trabajo en equipo, de responsabilidad compartida, de sentir la casa, el barrio, el colegio, la empresa, etc. como propios y sujetos a la propia iniciativa.
ResponderBorrar