Presentación de Historias de Lambayeque de Martín Cabrejos F. / Por: Víctor H. Palacios Cruz



Durante una entrevista en mi programa de radio Un café con amigos, la actual directora de la Alianza Francesa, Laura Ayech, contó que el primer paso de una política cultural debía ser el acercar a los ciudadanos de Chiclayo al conocimiento de su propia cultura. En coherencia con ello, el pasado 21 de febrero el local de la Alianza Francesa en la calle Cuglievan acogió la presentación oficial del libro Historias de Lambayeque del profesor e investigador Martín Cabrejos Fernández. Comparto con los lectores el discurso que me correspondió dirigir al público en aquella entrañable velada.


El clima, el calor o el agua no nos han intimidado. Martín, es sin duda tu triunfo sobre los elementos.
Propongo que aprovechemos estas lluvias para esparcir sobre los campos del corazón tras la ventana las mejores semillas de la ilusión. Pasos decisivos, reconciliaciones, perseverancias, giros necesarios, transformaciones que no deben esperar.
¿Cómo cambiar nuestras vidas separándolas del espacio que compartimos con quienes amamos y vivimos a diario? La región y la ciudad no son una exterioridad circundante y ajena, una periferia del cuerpo. Nos pertenece, no como un registro en el documento de identidad sino como uno de los rasgos de nuestro rostro. No deberíamos negarlo y empequeñecernos cuidando apenas de nuestra sola individualidad errante.
El libro que presentamos esta noche es una invitación a mirarnos en el espejo. Decía Tales de Mileto que la tarea más fácil que solemos acometer es hablar rápidamente de los demás, y por el contrario la más difícil, además  de interminable, conocernos a nosotros mismos.
Historias de Lambayeque es ciertamente una cosecha de tiempo atrás. Como el anterior libro de su autor, Almácigos de historia lambayecana, es la obra de un maestro de colegio y universidad que ha amado tanto su vocación que no se ha conformado con transmitir el conocimiento sino que, con una generosidad conmovedora, se ha propuesto producirlo. Y buscarlo en archivos, preguntarlo aquí y allá, caminar, aproximarse y, finalmente, cuidar la soledad indispensable para la escritura y para regresar tan lleno al encuentro con los demás.
Como suelo decir a mis estudiantes, un profesor no acude a dar clases porque ya posea un determinado saber. Por el contrario, entra en un aula porque quiere alcanzar allí una comprensión sobre algo que lo apasiona o atormenta, e intuye que la búsqueda de toda verdad sobre el mundo no es una tarea autónoma o escondidiza, y que la pluralidad de los rostros y las voces obsequia, en sus preguntas y sus silencios, otras regiones del entorno que nuestra mirada no recoge.
El saber es un don de la convivencia. Cuando lean Historias de Lambayeque se sentirán acompañados por la comunidad que rodeó a Martín al investigar, por la comunidad de personajes que pueblan sus páginas, y por la creciente comunidad de sus lectores aquí y más allá.
Como presentador de esta publicación, además heroica en circunstancias como las que todos entendemos, no me corresponde arruinarles ningún desenlace. Más bien, me gustaría invitarlos a su lectura por medio de una pequeña selección de asomos o, mejor dicho, de subrayados.
El muelle de Pimentel hace pocos años parcialmente recuperado, ya experimentó otras recuperaciones en el pasado. Martín Cabrejos relata cómo sucedió hace casi un siglo la rehabilitación que lo unió a una vía ferroviaria en los días de la importación de azúcar por medio de barcos que, habiendo colmado Puerto Eten, necesitaban abastecerse en mayores proporciones.
Hace casi un siglo en Monsefú la población local y aledaña rodeó y rindió culto a una niña llamada Isabel Miranda, distinguida según los testimonios por sus virtudes personales y sus cuadros catalépticos. Este libro contiene una fotografía extraordinaria que puede que aterre o maraville.
Durante el prolongado e infeliz saqueo realizado por el ejército chileno en el último tramo de la Guerra del Pacífico a lo largo de la costa norte del Perú, muchos peruanos pusieron sus propiedades al amparo de extranjeros italianos e ingleses que, como ciudadanos neutrales, ponían sus bienes a salvo de las confiscaciones del invasor invocando su nacionalidad. Extranjeros residentes como Alfredo Lapoint, Virgilio Dall’Orso y Carlos Montjoy custodiaron los tesoros de las Iglesias Matriz y Verónica, asilaron a gente desvalida y salvaron al Teatro 2 de mayo y al mercado de un incendio inminente.
Que hoy el desperdicio del agua ofenda razonablemente nuestro sentido ecológico, no debería permitirnos despreciar el significado y en especial la cohesión social que los lambayecanos, como la mayoría de los peruanos, encontraban en la celebración de los carnavales tiempo atrás. Cuenta Martín: hacia los años 50, “se instalaba el Palo Encebado, embadurnado con grasa, y se esperaba el momento del concurso de ascenso para alcanzar el billete que estaba al final, en lo más alto. En las calles había bandas de músicos y actuaciones convocadas en honor de la Reina. Generalmente se hacía por equipos, una familia contra otra, y había guerras de agua. Al atardecer terminaba el juego y todos se iban a casa para cambiar la ropa e ir a las fiestas.”
Un personaje extraordinario y digno de un relato cinematográfico o una serie de Netflix es definitivamente la Monja Alférez. Nacida en San Sebastián (España) a fines del siglo XVI y bautizada como Catalina de Erauzo, fue obligada a ingresar en un convento dominico del que escapó a los 15 años, luego de  golpear a una religiosa a quien acusó de haberla “maltratado de manos”. Después de un largo viaje concluido en el puerto de Paita, la Monja Alférez se estableció en Saña donde abrió un pequeño negocio. En esa pequeña y rica villa de la que ahora quedan solo restos de su magnificencia, su conducta juzgada como viril y militar alcanzó una rápida fama y terminó por provocar un incidente violento y célebre cuyos detalles conocerá seguramente esta misma noche el lector en las páginas de Historias de Lambayeque. ¿Alguien en esta sala se anima a escribir un guion sobre la Monja Alférez?
Sin embargo, ya es el momento de aclarar que el libro de Martín no se limita a contemplar hechos felices, anécdotas sabrosas y personajes pintorescos. En sus páginas también hay pasajes de dolor, como los hay dentro de cualquier alma grande, capaz de hacer suyas las palabas de Terencio: “soy humano y nada de lo humano me es ajeno”.
Aparte de ser un conocedor de la migración china en Lambayeque, Martín Cabrejos nos acerca importantes referencias sobre el destino de los japoneses que arribaron a Chiclayo hace más de un siglo. Es inevitable leer ahora:
“El señor Oyama tenía en su relojería de Chiclayo una llamativa fotografía del emperador Hirohito; en su juventud fue soldado del ejército japonés y aunque migró junto a su familia hasta la costa del Perú a inicios del siglo XX aquella foto era el signo de su identidad. Junto a su familia lograron prosperidad. Luego, a causa de su nacionalidad, fue arrestado durante la Segunda Guerra Mundial junto a otros ciudadanos alemanes, japoneses e italianos; y tuvo que encargar (para nunca más recuperar) sus bienes entre vecinos y conocidos. Los tomaron prisioneros y los subieron a un ómnibus. Se los llevaron a Talara y luego, en barco, a Estados Unidos, a Crystal City (un campo de concentración). Iban todos ocultos. Cuando el barco pasó por Panamá los prisioneros percibieron los trabajos de la tripulación para que su infausta carga no sea descubierta. Fue arrestado de madrugada y en ropa de dormir, subido a la fuerza al ómnibus cuadrado en la calle San José, frente al parque principal. Reconoció entre los capturados al maestro Karl Weiss. Lo perdió todo: trabajo, negocios, dinero, dignidad, afectos”.
Byung-Chul Han, un filósofo coreano-alemán que mis alumnos conocen bien como observador de nuestro tiempo, sugiere que la velocidad en el desplazamiento es enemiga del conocimiento y de la relación con el espacio. El filósofo español Jaime Nubiola agrega que la ternura es precisamente la caricia que en su curso olvida el paso del tiempo. Por lo común, y es triste decirlo, caminamos a prisa o viajamos en transporte público o privado a lo largo del amplio asfalto de la avenida Elvira García sin darnos un tiempo para detenernos y aproximarnos a la protagonista de este nombre tan repetido e ignorado.
Martín Cabrejos nos cuenta que ella, establecida en Lima, llegó a ser “una destacada educadora y escritora, fundadora de los jardines para la infancia en 1902 y de la Academia Superior de Enseñanza Superior de Mujeres en 1920”. Llevamos unos años observando o participando de urgentes reivindicaciones sociales en el país y el mundo, pero desconocemos que Elvira García y García fue pionera de un feminismo no beligerante que apostaba fundamentalmente por la vía de la educación y el pensamiento.
Autora del libro La mujer peruana a través de los siglos, Elvira García escribió: a la mujer “se le niegan sus derechos civiles y políticos temiendo que, en el ejercicio de ellos, descienda de ser la eterna niña. Se limita su cultura intelectual, cortándole las alas muy temprano. Se sostiene que, con la ciencia rudimentaria que bebe en aquellos centros culturales, que la moda y las costumbres imponen, tiene suficiente, pensando que es peligroso dejarla marchar muy allá”.
         Para concluir, todos en este auditorio –hospitalariamente acogidos por la Alianza Francesa– sabemos bien que Martín Cabrejos no es solo un hombre que mira hacia el pasado, hacia lo que sigue existiendo y explica cómo somos pero no puede ser ya modificado. Aparte de sus cualidades brillantes de ciudadano exquisito y entrañable, Martín ha tenido hace poco el coraje –admito que escaso entre los académicos e intelectuales– de intentar cambiar la provincia en que nos encontramos por medio de la insoslayable acción política.
Como Aristóteles enseñó, el bien que se puede hacer desde el poder político es superior al que podemos lograr desde la modesta actividad cotidiana, por la sencilla razón de que la función pública recae sobre un mayor número de habitantes.
Ciertamente, los actores políticos que acusamos por costumbre y con motivos, por supuesto, no son meteoros del espacio caídos por alguna fatalidad sobre la Tierra. Ellos provienen de las mismas veredas que todos transitamos y han respirado el mismo aire compartido. Es duro decir que una sociedad tiene los gobernantes que se merece. Pero, con toda franqueza, no es una afirmación totalmente descabellada. De cualquier modo, una buena manera de merecer algo distinto es decidirnos a ser distintos ahora.
La mirada hacia el pasado no es una distracción, en absoluto. Por el contrario, es un primer ejercicio de comprensión y, a la vez, un acto de identificación con la comunidad cuyo semblante interpretamos mejor. Sin embargo, es preciso ser cuidadosos con nuestro sentimiento de orgullo respecto de nuestros paisajes, nuestros restos arqueológicos y los próceres del devenir nacional. Porque contar a los más jóvenes una y otra vez que somos un país grandioso encierra el grave peligro de absolverlos de toda responsabilidad de cambiarlo en el presente, de intervenir en él en el único tiempo en que lo habitamos.
Miramos por la ventana y el estado de calamidad de Chiclayo a causa de lluvias modestas e inocentes, no tiene que provocar en nosotros el desaliento, pero tampoco sumirnos en el sereno encierro que se consuela evocando un pasado glorioso y lejano. Es el presente –no el futuro– el que tiene que ser glorioso y mejor en todos los sentidos. Por amor a la gente, por amor a Lambayeque y por amor a nuestra propia vida que es nuestra única oportunidad en este mundo.
Es lo que justamente Martín quiso llevar a cabo involucrándose en una campaña electoral en la que, como sabemos, ha mantenido impoluto el traje de la integridad en medio del barro en que tantos gozosamente chapotean. La misma pasión por cambiar las cosas es la que ha escrito este libro en cuya presentación afirma: “solo al encontrar la verdad, el pasado interpela y confronta de manera tal que nos eleva como personas probas, por encima de nuestras debilidades y la pertinencia suficiente para constituirnos en edificadores sociales”.
Por último, aguardamos con expectativa los futuros trabajos del autor de Historias de Lambayeque, tal vez un tercer libro en que la búsqueda prosiga a través de otros territorios, por ejemplo la sierra que es también parte del departamento y que, sin la menor duda, merece estar más presente en nuestras comunicaciones y en nuestros pensamientos.
Gracias, Martín. Gracias a todos.


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