Vacaciones en Chile (Primera parte) / Por: Víctor H. Palacios Cruz
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El trío de jazz Naíma en la plaza Abate Molina de Talca, Chile |
Después de regresar a casa, en la primera pausa del trasiego diario advertimos que nuestro viaje continúa. Que en las palabras de la mente, en las que compartimos a solas y en las que luego contamos a otros, vamos calando mejor los lugares ahora lejanos. Estos son apuntes irremediable o felizmente incompletos. A la vez son el producto de la vieja verdad de que cada cual observa otra casa con la mirada que ha criado su propia casa. La comparación es irreprimible. Sí. Pero también lo es el asombro, el deseo de saber y el deber de aprender.
Cierro los ojos. De nuevo, luego de un viaje, siento que los
límites de mi cuerpo son engañosos. Que mi mente ve lo que los ojos le niegan y
que ahora mismo soy tantas cosas que están lejos, que pedazos de mí deambulan
todavía por calles y carreteras de Chile y que todavía me alivio del sol
acurrucándome a la sombra de los árboles de Talca, de donde mi regreso a casa no
puede arrancarme aún.
Que en suma me encuentro aquí y a la vez, sin duda, escucho de
la mano con Cristina una espléndida Big Band en una velada de jazz en vivo y
arte visual en una plaza talquina. Estoy firmemente sentado en mi oficina, mi
cuerpo acodado sobre la mesa y mis dedos improvisando sobre el piano de mi
teclado. Pero, en este mismo instante, con sus brazos recién sacados del mar
uno de los cerros de Valparaíso me aúpa sobre sus hombros para dejarme ver la policromía
de sus fachadas sobre el océano que lava sus penas de sismos, incendios y
desamores.
El artista de la plaza de armas de Santiago explicándonos sus
pinturas, incluida aquélla en que pintaba el comienzo de una lluvia una tarde
que dejó tres gotitas sobre la acuarela terminada. La acomedida señora que contaba
a mi esposa por dónde seguiría nuestro bus de Talcahuano y dónde debíamos bajar
para llegar hasta el monitor Huáscar. Los administradores del hotel madrugando para
que pudiéramos desayunar dos horas antes del horario establecido. La vendedora
de la tienda de artículos de diseño preguntando si pensábamos quedarnos a vivir allá.
La cariñosa hospitalidad de Doña Norma, don Saulo y doña Loreto en el
restaurante donde almorzamos un memorable pastel de choclo. La década y media
de distancia disuelta con el primer segundo de un reencuentro que reanuda el feliz
ejercicio de la amistad, con Javier y Carola en el centro de la bella ciudad de Concepción.
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Plaza de Armas de Santiago de Chile |
Pero también las manos destrozadas de Víctor Jara y las
placas sobre el adoquinado de la dirección Londres 38 con los nombres de
estudiantes torturados por el violento régimen de Pinochet. Nuestro último día
en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos: la niña a la que en una
protesta un policía disparó en la cabeza; una vitrina con escritos y artesanías
en las que la libertad de los reclusos de la dictadura subsistía por medio del
papel y otras materias; la crueldad administrativa de una voz que en una
grabación advierte a la población que tome precauciones, puesto que habrá una
acción “definitiva, repito definitiva” contra la insurgencia y que los agentes
del orden ejecutarán a cualquier sospechoso de inmediato.
El turismo convencional preferiría, por supuesto, escamotear estas
paradas a lo largo de viñedos, playas, tiendas de arte, museos y centros
comerciales que hilvanarían más bien un itinerario ameno e indoloro. El simple turista
colecciona falsificaciones y busca tener símbolos antes que el amor de los
lugares, pues no es preciso saber una historia para entusiasmarse con un bonito
souvenir de escaparate.
Amar a una persona –a una ciudad, a un país– exige esperar hasta
el final del camino para acceder a ella a través de su palabra y sus relatos. Entonces
se comprenden los rasgos de su cara. El conocimiento requiere saber andar y
detenerse. Por ello, con qué facilidad el deseo de ignorar se apresura a adquirir
la miniatura de un monumento que de vuelta a casa colmará una repisa de
artificios destinados a impresionar al invitado más que a reconstruir una
memoria.
Adentrarse, por ejemplo, en los recovecos, escaleras y pasillos
de la casa de Pablo Neruda en el barrio de Bellavista, con sus estanterías,
paredes y muebles atestados de esculturas, copas y mapas antiguos, dentro de
una arquitectura estrecha, sinuosa e irregular y, por ello mismo, más
biográfica. Maravilloso. Uno sale de La Chascona llevándose en el oído la
majestuosa respiración del poeta y en la piel la vibración de su corpulencia repleta
de mundo.
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La Sebastiana, casa del poeta Pablo Neruda en Valparaíso |
Pero ver entre edificios recientes y sofisticados algún que
otro solar deshabitado con su perímetro de adobes abrazando el vacío que un
terremoto precipitó allí donde ahora expira la hierba; ver numerosos grafitis y
papeles pegados que hablan de muertes infames que hay que vindicar y anuncios
de reuniones y marchas, activismo social que, por una parte, manifiesta una vitalidad
ciudadana y, por otra, pone en evidencia a una comunidad que se reconoce en sus
grietas.
Todo ello hizo de nuestra estadía en Chile no un diario de
transacciones placenteras, sino un proceso, un prolongado encuentro terminado
en un profundo abrazo. Las lágrimas que la canción “Como la cigarra” de
Mercedes Sosa sacó de mis oídos en el bus que nos llevaba desde el valle del
Maule hasta Santiago eran, en realidad, agua acumulada por los días en el
interior de la roca de mi cabeza extranjera.
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