Vacaciones en Chile (3a parte). Una visita a La Candelaria en Talca / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Músicos en La Candelaria, Talca


Última parte de unas memorias de viaje, 
recuerdos que de tanta intensidad y pensamiento 
son simplemente percepciones que duran.

Un descubrimiento especial fue el de una agenda cultural que no se agotaba en la gestión pública y las instituciones privadas, sino que provenía también de la iniciativa social y juvenil por añadidura. A pocas cuadras de la plaza de armas de Talca, gracias a la propuesta de mi hermano, Cristina y yo acudimos a un lugar llamado La Candelaria, un centro autogestionado de distintas disciplinas donde se imparten talleres, se montan exposiciones, se brindan conciertos o simplemente se reúnen músicos, bailarines y poetas.
En la sencillez de su predio unos murales rodean un escenario modesto en el que, sin embargo, disfrutamos una secuencia de piezas en vivo que iban desde obras de Manuel de Falla y Chopin hasta canciones de Mercedes Sosa, Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui y Víctor Jara, pasando por boleros, tangos, valses peruanos y cuecas chilenas en una velada inolvidable de pebre, sopaipillas, vino, camaradería y danza a cargo de una espontánea pareja de bailarines profesionales.
Noche feliz en que el in crescendo del violonchelo, las guitarras y las voces dio vida a un hermoso gato blanco que surgió sobre lo alto del mural a lo largo del cual anduvo parsimonioso, noble y fantasmal hasta desaparecer dejando en lo alto una Luna casi llena que quedó suspendida como una azucena entre las ramas de los árboles.
Fachada de La Candelaria, Talca

Mi esposa y yo fuimos tan bienvenidos allí que soñamos con dar un recital con mis pequeños textos de prosa poética. Cuántas cosas he querido desde entonces leer a todos esos rostros de ese y todos los lugares de un país que nos sonrió, que detuvo su prisa para hacernos una foto, nos orientó gentilmente en nuestro andar urbano, nos sirvió más de un sabroso café, nos dio su palabra en charlas animadas y fraternas y nos deseó el feliz alumbramiento de nuestro Benjamín que, con cinco meses dentro de Cristina, tuvo su primera travesía internacional por un territorio cuya bandera beso bajo el cordel de mi memoria.
Hace tiempo cuando recibía una instrucción premilitar en mi colegio secundario en Piura, el oficial nos forzó a gritar: “¡Viva el Perú! ¡Mueran Chile y Ecuador!”. Por fortuna, los jesuitas prohibieron al instructor repetir esa consigna ruin. ¡Cómo concebir la desgracia de un solo habitante de este y cualquier pueblo! A ambos lados de la frontera hay afectos, lazos e ilusiones. Como decía el británico Sting en una canción escrita en los días de la Guerra Fría: “también los rusos aman a sus niños”.
Sin duda, este es uno de los dones del viajar: el conocimiento que descalza los prejuicios y derrite los recelos. Sería mezquino creer que viajar se limita a solo volvernos tolerantes; por el contrario, el viaje nos da la certeza de que las cualidades diferentes no solo se soportan y aceptan en el espacio compartido, sino que también nos enseñan e incrementan, y terminan por ampliar nuestra mirada y añadir articulaciones a nuestra sensibilidad. La tan humana diversidad que depara la salida nos recuerda que en cierta forma somos infinitos y nos mezclamos interminablemente en el aire de la voz y la mirada.
Cuando Cristina y yo volvamos a la placidez de la sierra piurana que piadosamente amamos, lo veremos todo más agradecidos, los caminos lejanos dejando sobre la tierra de nuestra crianza su propia semilla. Benjamín irá más lejos aún y ante todo sabrá que su ser no concluye en la silueta de su anatomía y que su patria no se encierra dentro del mapa que dibujará en sus cuadernos.
Durante el vuelo de retorno a Perú sentí extraña la comodidad de mi asiento. Miré en torno: los dispositivos de seguridad comunicados con la misma elegante sonrisa con que vendería su póliza una agencia funeraria; la funcionalidad y la economía de todos los espacios; la pulcritud de la comida y del cuarto de higiene. Por un instante quité en mi pensamiento el cinturón de seguridad, la solidez mullida del asiento, el suelo liso del avión, y así proseguí hasta suprimir el cascarón curvo y alargado de este milagroso medio de transporte: flotábamos sobre el inmenso inofensivo océano, a lo lejos resplandecía la nieve de picos que millones de años fijaron sobre la Tierra, y nos escoltaba la blancura de las nubes que venían de todas partes. Un mensaje del piloto nos recordó que, en realidad, viajábamos enclaustrados en un suave tubo de civilización durante un tiempo sustraído a los horarios de la tierra, al que el impacto brusco del aterrizaje retornaría pronto a la ardua convivencia entre los mortales.
Verdad olvidada por culpa de su modestia de que el abrazo fuerte que damos y es correspondido también comporta una fricción que, sin embargo, aceptamos porque nos queremos y nos queremos como humanos y no como ángeles. Porque, en suma, somos cuerpo y serlo contempla por igual deleites y desgarros.

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