Vacaciones en Chile (2a parte.). Una visita al Huáscar / Por: Víctor H. Palacios Cruz

El monitor Huáscar frente a la costa de Talcahuano, Chile (Fotografía: Cristina Morán)

Segunda de tres partes de un relato reflexivo acerca de un viaje recorrido, disfrutado y comprendido al lado de mi esposa. El texto presente trata de una visita al Huáscar y unas observaciones sobre algunas características ejemplares de las ciudades y la sociedad chilena.


Nuestra visita a la embarcación con la que el piurano Miguel Grau mantuvo por un tiempo en pie la resistencia de un Estado mal preparado en una guerra de confuso inicio y ruinosas secuelas, fue un acto de peregrinación a una suerte de templo flotante que Chile ha tenido la hidalguía de dedicar al valor de sus marinos y al de sus contrarios en aquella desdichada contienda. El monitor Huáscar, que causó tantos disgustos en sus adversarios del sur, fue escenario no solo de estruendos de artillería y refriegas a bordo, sino también de gestos que nimbaron la figura del Almirante Grau de un halo legendario por su interpretación de la guerra como un enfrentamiento de ejércitos pero no de personas y comunidades.
En el combate de Iquique de 1879, hundida la corbeta Esmeralda que comandaba Arturo Prat –una eminencia también de la historia civil de su patria–, Grau ordenó a sus hombres que salvaran a los tripulantes desvalidos y náufragos que en el acto dejaban de ser enemigos para ser solo prójimos a punto de perecer miserablemente. Asimismo, dispuso que se recogieran los restos y pertenencias de Prat –que subió al Huáscar armado según la misma circunstancia bélica que explica que un peruano disparara contra él– con el fin de remitirlos posteriormente a su viuda con el acompañamiento de una carta, amarillenta seguramente donde quiera que se conserve, pero dorada para siempre por su insólito ejemplo de entendimiento del dolor igualmente humano en el otro bando de la guerra.
Placa en homenaje a Grau colocada por la Armada de Chile 

Sobre la cubierta, en el punto exacto donde después moriría Grau en el combate de Angamos, se ve una placa conmemorativa que reza: “homenaje de la Armada de Chile al Almirante peruano Don Miguel Grau, caído en defensa de su patria”. Otra placa ordenada por un colegio santiaguino dice: “A Miguel Grau. Valentía en la lucha, caballerosidad en tu vida, fueron los atributos excelsos de tu existencia ejemplar, oh ilustre marino de la tierra hermana”.
Cristina y yo encontramos un Huáscar prolijamente cuidado que me hizo pensar en la relación íntima que llega a trabar un piloto con su máquina, como el aviador que también fue Antoine de Saint-Exúpery, quien llegó a afirmar que se sentía consustanciado con su nave. A lo largo de la cubierta, delante de su habitación, su pistola, su cama, su retrato, la Virgen a la que rezaba, y por los corredores que trajinó sumido en abrumadoras reflexiones, nosotros recorrimos el magnífico cuerpo de Grau que una munición inútilmente dividió en pedazos. Cuerpo engalanado frente a la tierra firme de Talcahuano sobre un océano de aguas que vienen de todos lados y en las que, de tanto en tanto, nos bañamos los peruanos varios kilómetros al norte de allí.
Placa colocada por un colegio de Santiago de Chile

Varios compatriotas a quienes conté esta visita respondieron con las mismas palabras: “mejor que se haya quedado el Huáscar allá, porque aquí habría terminado expoliado o abandonado”. Una coincidencia desgraciadamente razonable.
En aquella Guerra del Pacífico, que dejó entre nosotros heridas hondas y amargas, Chile terminó por usurpar una considerable extensión de suelo peruano y boliviano. Sucede que en las últimas décadas la inmigración peruana en varias ciudades chilenas ha propagado el conocimiento y prácticamente la pasión por nuestra comida, al punto que cualquier restaurante que ofrezca una parte de nuestra gastronomía tiene el triunfo asegurado.
Lo que, exagerando, me lleva a la vieja lección escolar según la cual el Imperio Romano conquistó las tierras de la Grecia antigua, pero a continuación la cultura helénica –sus dioses, su lengua, su arte y su filosofía– acabó por conquistar el alma de la civilización romana. Así, un siglo y medio después de la estrepitosa derrota en aquel conflicto, las armas refinadas y hechiceras de la cocina peruana han capturado el sagrado territorio del paladar de nuestros vecinos del sur.
Sin embargo, mi mente exasperada por el estado de nuestra política y nuestras ciudades protesta: “perfectamente preferiría comer peor con tal de tener una sociedad más responsable y comprometida así como espacios públicos más ordenados y vivibles”. Fue en el reducto doméstico donde nuestras abuelas volcaron sobre ingredientes, ollas y fogones la imaginación y el fervor que hasta hoy no hemos sabido consagrar todos al más difícil arte de vivir civilizadamente juntos.
Mi esposa y yo ya extrañamos nuestras largas caminatas por Talca, en la séptima región. La holgura funcional, a la medida del andar humano digno y contemplativo, de sus veredas copiosamente sombreadas. Sus plazas capaces de acoger a cualquier hora a un deportista, a un solitario que medita o pasea a su perro, a unas chicas ensayando una coreografía, a dos enamorados que se besan, a unos niños que corren, pedalean o patinan, y a grupos de música y teatro. Ambientes idóneos y habitables que inequívocamente declaran el derecho a disfrutar de la vía pública que tienen todos los ciudadanos al margen de sus oficios y procedencias.
Más aún el cuidado del transeúnte que tienen arraigado los conductores de auto en cualquier esquina donde, a falta de semáforos, se detienen aun cuando mi esposa y yo nos hallemos todavía a dos metros del asfalto. Fue inevitable recordar, con tristeza por supuesto, la hostilidad de nuestro tráfico y de nuestros entornos urbanos que, con sobresalientes excepciones desde luego, son flagrantes emboscadas para cualquier caminante.
Al parecer, la economía neoliberal del país de Diego Portales encuentra su contrapeso en la buena salud de sus fuerzas colectivas, que tal vez remonta a los años de la dictadura militar –con el sello sacramental que imprime la tragedia– su fe en la libertad de encuentro y el poder de la cooperación.
Cristina se fijó, además, en la llamativa escasez de letreros luminosos en las calles de distintas ciudades chilenas. En Talca, una cafetería o una boutique se identifican con un caballete puesto fuera del negocio sobre la vereda, sin interrumpir el andar de nadie y por medio de letreros tan discretos que pasan desapercibidos en ojos como los nuestros mal acostumbrados a la sobrestimulación sensorial. De pronto, el resultado es una limpieza visual que despeja la mirada y permite distinguir con facilidad lo que se busca y lo que existe alrededor.
En las ciudades del Perú a menudo una profusión de ruido, papelería y luces crea tal saturación de señales que uno no puede sino debatirse entre la demencia o la renuncia. Las restricciones sobre la publicidad en Talca tienen, sin duda, un sustento municipal, pero sobre todo un sentido de humanidad en la organización de la vida en común que proporcionaba al forastero un alivio reparador.
Humanidad que prosigue en las normas estatales del transporte de largo trayecto. En los viajes entre Santiago y Valparaíso, Viña del Mar y Santiago, Talca y Concepción, Santiago y Talca, los buses exhiben a bordo avisos nítidos sobre el límite de velocidad y el volumen de la proyección de películas o la emisión de música dentro del servicio. La disconformidad de un solo pasajero basta para que, en nombre del “control ciudadano”, el conductor baje el volumen del esparcimiento. Lo subrayo debido a que a mi esposa y a mí en nuestros viajes a Lima o Piura desde Chiclayo nos enerva el ensordecedor encierro que el empleado de cada bus tiene el descaro de justificar en el deseo de la mayoría de los usuarios.
La tiranía del número que Alexis de Tocqueville describió como uno de los peligros de las nacientes democracias del siglo XIX. Ahora entiendo mejor que nunca que es más justa y más humana la sociedad donde las mayorías profesan una respetuosa consideración de las minorías.

Comentarios

  1. muy buena cronica sobre la visita al huascar. Coincido contigo sobre las observaciones de la vida chilena. yo quisiera visitar chile(mi primer viaje a un pais extranjero) ; puedes aconsejarme como llegar a ver el huascar?

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    1. Encantado. Primero hay que llegar a Concepción, al sur de Santiago, y allí se puede tomar un bus que diga a Talcahuano. Necesariamente tendrá una parada en la ruta del Huáscar, que es un museo naval. Los conductores de bus suelen ser muy amables, y lo dejarán en el punto a partir de cual simplemente debe caminar de frente el equivalente de dos cuadras o poco más, hasta llegar a la boletería para pasar. Chile es un país muy interesante, también por razones sociales y cívicas.

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