Un elogio de los viajes. / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Sierra de Morropón (Piura). Fotografía:Víctor H. Palacios C. |
En vísperas de la partida a un destino que la mirada de mi esposa sin duda multiplicará -pues "ver juntos es ver más"-, comparto una pequeña interpretación teórica pero también testimonial de la estimulante e imprevisible experiencia de viajar.
(Fotografía: Víctor H. Palacios C.)
Un elogio
de los viajes
Según Martin Buber, vivir demasiado en la
muchedumbre nos diluye y vivir demasiado en el interior nos distorsiona. O
disipamos la individualidad ―el ser mundo
para uno y para otros, como quería Rilke―, o la magnificamos al precio de
perder la realidad.
Nada libra al yo de sus propios tormentos como
salir de sí mismo. Ocurre que hay dos fuerzas supremas en nuestro tiempo y las
dos tienden hacia la soledad: la suplantación de la realidad por su impalpable posesión
en las virtualidades de la tecnología. Para qué salir, para qué movernos y
buscar: todo queda al alcance de un leve click.
En segundo lugar, la persistencia de la autoimagen
fomentada por la excesiva estetización de la apariencia y una publicidad que
exige examinar una y otra vez nuestra ropa, la silueta, el cabello, la
dentadura, la salud, comparándonos sin contento con los modelos de la pantalla,
probando sucesivas identidades que solo pueden llevarnos a la obtención de un
yo inestable y precario.
Muchas memorables locuras surgieron de
ensimismamientos pertinaces. Descartes creyó que teníamos ideas innatas, cuyo
aprovechamiento metódico por obra de la razón garantizaría una ciencia exacta de
todas las cosas sin que hiciera falta acudir a ellas. Don Quijote se convenció
de que vivía en las páginas de los libros de caballería y emprendió las
peripecias más insensatas y también las más conmovedoras. Y en la película La caída (Der Untergang, 2005), Adolf Hitler, recluido
en su búnker, pensaba que aún podía ganar la guerra vociferando sobre ejércitos
inexistentes dispuestos sobre mapas desfasados, ante la atónita mirada de sus
oficiales, mientras afuera crecía el estruendo enemigo.
No es la razón la que nos instala en
lo real, sino la mano o la voz del prójimo que comparte con nosotros el mundo. “Ningún
placer tiene sabor para mí sin comunicación”, decía Michel de Montaigne. La
cordura no proviene sino de la convivencia y la inclusión de otras miradas que participan
por igual de lo que nos circunda. Escribe Claudio Magris: “la simple aparición
de las cosas es buena y verdadera, la superficie del mundo más real que las
gelatinosas cavidades interiores”, porque “quien permanece siempre dentro,
fantasea y se pierde, acaba por quemar incienso a algún ídolo de humo que surge
de los desechos de sus miedos”.
Qué podría, pues, propiciar esa
“aparición de las cosas” tanto como el traslado de los viajes y el momentáneo
abandono de lo cotidiano. Cuenta Rousseau: “nunca he pensado tanto, existido y
vivido, ni he sido tan yo mismo, como en los viajes que he hecho a pie y solo.
El andar tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas; cuando estoy
quieto, apenas puedo discurrir; es preciso que mi cuerpo esté en movimiento
para que se mueva mi espíritu. La vista del campo, la sucesión de espectáculos
agradables, la grandeza del espacio, desata mi alma, me comunica mayor audacia
para pensar y parece que me sumerge en la inmensidad de los seres”.
Milan Kundera evoca las “ventanas de Dios” de
las que hablaban los campesinos checos que, antaño, dormían libremente al raso.
Rousseau añade: “nunca me ha gustado hacer mis oraciones en una habitación; me
parece que las paredes y todas esas pequeñas obras del hombre se interponen
entre Dios y yo. Me gusta contemplarle en sus obras”, pues mi oración “consiste
más en admiración y contemplación que en súplicas”.
Un paisaje abre y limpia una cabeza harta
de sofocaciones urbanas, en un encuentro que tiene el efecto de la recuperación.
Robert Walser, escritor suizo, veía en la imprevisibilidad del paseo una
rebeldía contra las máquinas y el mercantilismo de la sociedad industrial, que
prefería lo seguro y productivo a las incertidumbres de la libertad. Si bien Walser
no celebraba la montaña alta o el océano tempestuoso, sino la modesta flor del
camino, el chasquido de la hojarasca y el cobijo de los bosques. Murió en la
última de sus caminatas, postrado sobre nieve blanda recién caída de los
cielos.
Sin embargo, no se trata solo del
descubrimiento de los lugares. Más bien, es a través de ellos que sucede,
espontáneo, el incremento de uno mismo. Los ingleses del siglo XVIII
instituyeron el viaje como una etapa conveniente en la formación de un
caballero. Mucho antes de ellos, escribía Montaigne sobre la educación del niño:
“las relaciones humanas le convienen extraordinariamente, y la visita de países
extranjeros, no solo para aprender, a la manera de los nobles franceses,
cuántos pasos tiene la Santa Rotonda, o la riqueza de las enaguas de la Signora
Livia, sino para aprender sobre todo las tendencias y costumbres de esas
naciones, y para rozar y limar nuestro cerebro con el de otros”. Es hermosa su
intención: “no conozco mejor escuela para formar la vida que presentarle sin
cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes, y darle a
probar la tan perpetua variedad de formas de nuestra naturaleza”.
Algunos, desdeñosos, vacilan comparando la cálida
comodidad de sus sillones con la perturbación de los desplazamientos.
Montaigne, más resuelto, contesta: “me gustan las lluvias y los lodos como a
los patos. El cambio de aire y de región no me afecta. Cualquier cielo me va
bien. Solo me golpean las alteraciones internas que genero en mí mismo, y estas
me atacan menos cuando viajo”.
Nadie despeja mejor un problema que cuando lo
aparta de la vista; ningún estudiante consigue las palabras que buscaba pugnaz
en la computadora que cuando se va por un instante. Y, entre camaradas, cuántas
máscaras caen a lo largo de un recorrido en que se suceden reacciones y
conductas ya no inspiradas por la rutina. ¿Dónde se conoce uno a sí mismo sino
en la relación con las cosas que la variación fomenta?
El escenario desconocido enriquece; pero el
viajero debe estar atento a sus encantos. La irrupción de un templo griego o un
palacio persa no maravillará a un insensible. Es más, dice Chateaubriand, “son
las personas las que vuelven bellos los lugares. Los hielos de la bahía de
Baffin pueden resultar amenos con una grata compañía, y tristes las orillas del
Ohio cuando falta todo afecto”. Sin duda, la verdadera travesía es la que se
realiza en uno mismo. Observaba San Agustín: “van los hombres y admiran las
cumbres de las montañas, las vastas aguas de los mares, las anchas corrientes
de los ríos, la extensión del océano, los giros de los astros; pero se olvidan
de sí mismos”.
Los sellos del pasaporte, los stickers de las maletas aseguran el
trajín de su dueño, no su grandeza. Para Chateaubriand, “el hombre no tiene
necesidad de viajar para crecer; lleva consigo la inmensidad. Un acento
escapado de vuestro pecho no conoce medida y halla eco en miles de almas: quien
no tiene dentro de sí esta melodía, en vano la pedirá al universo. Sentaos en
el tronco del árbol abatido en el corazón del bosque: si en el profundo olvido
de nosotros mismos, en vuestra inmovilidad, en vuestro silencio no encontráis
el infinito, es inútil que os perdáis por las riberas del Ganges”.
Equivocados, creemos que la sola mudanza cura
el alma o la sosiega. Séneca advertía: “¿te extraña como si fuera una cosa
nueva el que con un largo viaje y con tanta variedad de lugares visitados no
hayas arrojado la tristeza y el agobio del corazón? Debes cambiar el alma, no
el clima. Aunque cruces el vasto mar, los vicios te seguirán a cualquier parte
que vayas. Sócrates contesta a uno que le preguntaba esto mismo: «¿Qué te
extraña que no te aprovechen nada los viajes, puesto que te llevas a ti mismo?»
¿Preguntas por qué no reconforta la huida? Porque huyes contigo mismo”.
Creo, por el contrario, que nada ensancha al yo
tanto como el cultivo de nuestros lazos. Como el amar mismo, al fin. Dice
Proust: “unas alas, otro aparato respiratorio, que nos permitiesen atravesar la
inmensidad, no nos servirían de nada, pues trasladándonos a Marte o a Venus con
los mismos sentidos, darían a lo que podríamos ver el mismo aspecto de las
cosas de la tierra. El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no
sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los
ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve,
que cada uno de ellos es”. No nos atraen las personas por lo que son ahora,
sino por cómo serían en otras circunstancias, y por cómo seríamos nosotros con
el tiempo a su lado. Solo así es posible enamorarse.
La vida entendida como un camino. Antigua metáfora.
Cada momento es él solo una meta si tenemos sentidos para apreciarlo y corazón
para agradecerlo. Aunque también es cierto que
una ambición vuelve estrecho el presente y hace, pronto, estallar sus botones.
Nunca dejamos de avanzar. “Interesa más tú que llegas ―recuerda Séneca― que
adónde llegas; por tanto, no debemos entregar el corazón a ningún lugar. Debe
vivirse con esta convicción: Yo no he nacido para un solo rincón; mi patria es
todo este mundo”.
Quizá a cierta altura del
sendero se tornen cristalinas las recias palabras de Hugo de San Víctor: “El
hombre que encuentra su patria dulce es todavía un tierno principiante; aquel
para el que cualquier tierra es su tierra natal, es ya fuerte; pero quien es
perfecto es aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”.
Excelente reflexión, con un tibio café, en el hogar. Gracias Víctor Hugo, por permitirme disfrutar de tus imperecederas palabras.
ResponderBorrarQué amable por tus palabras y tu acogida. Gracias por el interés. Un saludo celebrando la integración de las culturas y los pueblos por medio del encuentro y el conocimiento
BorrarFelicitaciones
ResponderBorrar