El loco Clarivo / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Un texto de El polvo de las sandalias, mi libro de personajes, lugares, encuentros y caminos. La historia se la debo a un relato contado por mi papá -Higinio Palacios Sullón- en una inolvidable velada con amigos.
El loco Clarivo
Hay locos ilustres, recordables, ingeniosos.
Algunos que conmueven con el origen de su insania; otros que estremecen con la
tragedia en que terminan. Unos que alegran con la ocurrencia extravagante que
pone el único acento sobre la línea de nuestra rutina. Otros que, en cambio,
aterran con una agresividad que los demás rehúyen o provocan, aumentado con
ello su soledad y su desvarío.
Cada barrio que se precie tiene su loco, ese
cometa del espacio que atraviesa, anómalo, la órbita que trazan los caminos de
los sanos transeúntes. Aquel que ríe cuando los demás lloran; aquel que habla
cuando los demás callan; aquel que camina cuando los demás, conformes y
cansados, duermen en sus camas ordenadas.
Hubo, a propósito, un orate inolvidable que
vivió en la década de 1960, en la entonces pequeña ciudad de Piura. Delgado, cabello
lacio y chaqueta envejecida, Clarivo lo llamaban, pues andaba siempre por aquí
y por allá con una lata de aceite con ese nombre en la etiqueta. En ella, las
invisibles monjas de un colegio depositaban los únicos alimentos que alargaban
su existencia. Apacible y risueño, nunca se conoció de él un destrozo o un
arrebato que alteraran la normalidad con que los habitantes lo añadían al curso
de sus jornadas.
Un día corrió la noticia de que Piura sería la
sede de un Congreso Eucarístico y Mariano y que nuestra ciudad sería visitada
por cientos de creyentes de otros países, entre ellos el ilustre emisario que
traería consigo los venerables saludos del Obispo de Roma. Las autoridades
eclesiásticas anunciaron regocijadas que, con la ayuda de eminentes católicos
piuranos, se procedería a la construcción de una inmensa cruz de metal,
levantada a no mucha distancia de la Plaza de Armas hasta una altura que,
además iluminada, daría a la distancia la impresión de una urbe reclinada como
un amplio altar bajo los cielos.
El Congreso fue un acontecimiento de efusividad
y concurrencia. Rara vez la ciudad volvería a verse dichosamente revuelta con
agitaciones de tal envergadura. No sorprendió, pues, que se acordara conservar
el monumento que lo había presidido. Las torres de la Catedral o el alto
pedestal de la estatua de Grau, verían en aquel gigantesco armazón un
complemento a su hegemonía en las postales de Piura.
Pasado un tiempo, después del mediodía de una
fecha común, algún parroquiano que se dirigía a su siesta cotidiana advirtió
una extraña silueta que enrarecía el cielo de su regreso a casa. No tardó en
distinguir a Clarivo encaramado en lo alto de la Cruz de metal. La novedad
resonó en el último patio del barrio más lejano. Hacia las cuatro de la tarde
una aglomeración considerable rodeaba los soportes de la edificación cristiana.
Los primeros helados de la tarde en El Chalán y
los corros en las bancas de la Avenida Grau fueron desbaratados por la urgencia
de la curiosidad y el terror del desenlace. Al cabo de unos minutos, de la
elevada baranda donde estaba sentado Clarivo descendieron, dispersos, unos
trocitos de papel que la muchedumbre ondulante se apresuró a disputar. Unos a
otros se contaban el terrible aviso escrito en aquellos retazos con que el
enajenado, al parecer, había llenado sus bolsillos antes de subir: “Me tiro a las
seis de la tarde”.
La alarma sacudió a todo el municipio. Llegaron
veloces los servicios de emergencia. Un auto de la policía, el camión de los
bomberos y una ambulancia de hospital llevaron al extremo la incierta
expectación en que los piuranos se hallaban ya sumidos. Ningún mitin político
reunió nunca la masa que Clarivo había congregado bajo sus pies.
Estaba próxima la hora fatal. Dieron las seis y
cuarto y el gentío aún exhalaba una tensa respiración. Poco a poco el sol declinaba
y la multitud, inmóvil, dejó de crecer. Eran cerca de las ocho cuando los
primeros desencantados decidieron retirarse. Los vehículos de emergencia no
tenían ya más que a empleados segundones que darían una incierta señal de
intervención. Después de las nueve, apenas quedaban algunos que confiaban que
la espera no sería vana. Pero hacia las once, solo los últimos borrachos
miraban hacia arriba acordados del rumor que había turbado tempranamente las
cantinas. Adormecidos en las veredas bajo los ficus, no quedó un solo testigo
del final de aquel día.
A la mañana siguiente, cuando Piura andaba de
nuevo ocupada en sus asuntos más corrientes, cuando el vendedor de tamales
voceaba la última pieza del canasto, se vio de pronto a Clarivo caminando por
las calles. Allí iba, como siempre, con su lata de aceite rumbo hacia su
almuerzo, alegre e indiferente. Desde el interior de las cafeterías, entre
periódicos matutinos y vapores de café, algunos piuranos mascullaban de reojo
una maldición. En otros, en cambio, el paso de Clarivo suscitó una sabia sonrisa
repentina.
Buen artículo primo. Me encantó. Un abrazo a la distancia.
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