Cuando alguien nos llama, empezamos a existir. / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Dedicado con ternura a nuestro Benjamín que,
aún dentro de su bellísima mamá,
ya escucha mi voz llamándolo.
(La imagen es un fotograma de la película francesa Le petit prince -Mark Osborne, 2015-
basada en el célebre relato de Antoine de Saint-Exupéry.)
En 1799, al pie de los
Pirineos franceses, “tres cazadores atrapan un animal en el instante en el que,
abandonando las bellotas recogidas, procuraba huir trepando por un árbol.
Llevado al pueblo la sorpresa es total, el animal resulta ser un hombre, un
cuerpo de unos once años, sucio, descuidado, marcado por desgarramientos y
desolladuras, completamente cubierto de cicatrices que parecen ser la huella de
terribles combates con las fieras”.
Añade Constantino
Carvallo (en su libro Donde habita la
moral) que, aun bajo los expertos cuidados del doctor Jean Itard, a lo
largo de los años aquel muchacho no llegaría a mostrar una conducta
reconociblemente humana: sin voz ni memoria, mirada incapaz de fijación, emotividad
abrupta, semblante inexpresivo, imposibilidad de imitación, en suma “inferior a
cualquier animal doméstico”.
En la misma época, una
niña en estado similar es hallada en otro bosque. Luego de unos exámenes, se
constata que puede “manejar un pequeño número de signos” y “posee recuerdos,
incluso de su estancia en el bosque”. La explicación “aparece a los pocos días:
no estuvo sola, otra niña, algo menor y probablemente su hermana, se extravió
con ella, acompañándola durante un tiempo antes de fallecer. Esta presencia de
otro ser, del prójimo, la desarrolló algo, la hizo humana”.
Se diría que nos alejan
del animal el andar erguido –que incentiva el uso de las manos y forma el
rostro– y la capacidad de pensar que el lenguaje desata. Pero ni lo uno ni lo
otro son adquisiciones espontáneas ni prestaciones genéticas, sino dones de la
vida en común. Somos como somos solo entre iguales.
Nacemos inacabados y otros nos enseñan a ser.
La humanidad se conquista, y por ello también se pone en riesgo.
Una mirada nos
despierta, unas manos alientan nuestros primeros pasos. Dice un verso de Virgilio:
“empiece, pequeño niño, a reconocer a su madre por su sonrisa”. Esa primera sonrisa
abre al fin el capullo de la dignidad. Según Jorge Vicente Arregui, el humano es
“el único ser que necesita saber quién es para serlo”.
Dice el relato “Los
otros” de Julio Ramón Ribeyro: hacíamos cualquier cosa “con la esperanza de que
María nos mirara, nos reconociera y nos confiriera el derecho a la existencia,
aunque fuese mediante un insulto”. En efecto, suele vincularse el ser ignorado
con un cierto no existir. De ahí la súplica del vals peruano: “ódiame por
piedad, yo te lo pido, ódiame sin medida ni clemencia, odio quiero más que
indiferencia, porque el rencor hiere menos que el olvido”. Sabemos, asimismo, cuánto
influye el trato de los demás en la relación que cada uno sostiene consigo
mismo.
Ser amado, por el
contrario, es saberse percibido y diferenciado. “Tú eres para mí semejante a
cien mil muchachitos, pero si me domesticas serás para mí único en el mundo”,
dice el zorro al principito en la novela de Saint-Exupéry. Amar es subrayar una
presencia, entresacarla de lo común. No confundirla más.
Al llamar a alguien ocurre
que expelemos el mismo aire que nos mantiene. La voz es una vida que da vida.
Cuando el Génesis narra la creación
del humano recurre a esa certeza: “Dios dijo: hagamos al hombre a imagen y semejanza
nuestra” y “formó al hombre del lodo de la tierra, e inspiróle en el rostro un
soplo de vida”.
Spirare (“soplar”)
es el verbo latino de donde viene la palabra espíritu, que en griego es pneuma
(“aire”, “viento”; de ahí neumonía, neumático). Anaxímenes de Mileto juzgaba
que todas las cosas provenían del aire. Un antiguo poema órfico rezaba: “el
alma penetra en nosotros desde el todo, cuando respiramos, llevada por los
vientos”.
Añade el Génesis que Dios trajo todos los vivientes
“al hombre, para que viese cómo los había de llamar”. “Llamó, pues, Adán por
sus propios nombres a todos los animales, las aves del cielo y las bestias de
la tierra; mas no se hallaba para él ayuda que le fuese semejante”. El señorío sobre
los habitantes del Edén dejaba intacta su soledad y, dice Aristóteles, “me
basto solo para ser infeliz”. En efecto, toda práctica de dominio nos expone a
la desdicha. Por ello, creó Dios a Eva a partir del cuerpo de Adán. De pronto alguien
alrededor fue un tú para él, y él
pudo al fin ser yo. “Para decir yo te amo”, escribe Ayn Rand, “primero
debo aprender a decir yo”.
Sin
duda, solo ama quien puede disponer de sí mismo y conserva su propia voz. En la
antigua Grecia, narra Ewan Clayton, se creía que “el espíritu de una persona
residía en su aliento”. De modo que apenas empezaba uno a leer “experimentaba
una especie de posesión espiritual o vocal: la laringe era literalmente
invadida por el aliento del autor”. Leer equivalía “a prestar el cuerpo a un
desconocido”, a ser víctima de una usurpación, un impedimento para ser un “ciudadano
libre”. Parecidamente, Lutero decía sentirse invadido por el Espíritu Santo mientras
leía la Biblia. A continuación, tomó por necesariamente buena e infalible cualquier
intención que surgiera de su interior. Él, que había deplorado la misérrima naturaleza
humana.
Por
cierto, ¿qué es insultar si no llamar a alguien de cualquier modo menos por su
nombre? Pero entonces, ¿qué significa un nombre? Por lo común, todo nombre
designa. En Norteamérica, cuenta Thoreau, “los indios no recibían su nombre al
nacer, sino que debían ganárselo y así constituían para siempre su fama. En
algunas tribus, incluso, adquirían un nuevo nombre con cada nueva hazaña”. Desde
luego, ser humano es ser una historia. Una historia que no puede contarse
mientras vivimos, mientras el retrato aguarda el lápiz de los sucesos.
Cuando recibimos un
nombre al nacer –entonces, una tierna incógnita–, nos llaman con una palabra desprovista
de contenido, que apenas sirve para señalarnos. Después el nombre va ganando significado
con cada paso, cada herida, cada asombro, y solo alcanza la plenitud de su
sentido cuando el camino acaba.
Justo cuando no podemos
oír más nuestro nombre que, sin embargo, la voz del prójimo pronuncia un tiempo
más. Conmovedoramente, recordar es permitir que siga siendo lo que ya no es. Es
el formidable todavía de un
irremediable ya no.
Pero aun antes, cuando sobre
el mundo alguien nos llama “nos ponemos” a existir, y a andar de nuevo entre
las cosas. Y salimos al día, sonrientes y robustecidos por una verdad que la
propia muerte no puede refutar.
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