El fuego de todo maestro / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Declina el año académico. Agitación en aulas y pasillos, angustias solitarias y euforias compartidas. En este artículo, publicado originalmente por el diario El Tiempo de Piura hace unos años, intento ponderar el maravilloso oficio de enseñar, entre el balance personal, la responsabilidad abrumadora, el asombro y la esperanza. (Imagen: pintura de Albert Anker "Escuela de pueblo de 1848", obra de 1896)
A mis
padres, parientes y
a todos los
que aman enseñar
Singular
el caso de Sócrates. Uno de los filósofos más citados en la historia no escribió
un solo libro. También un ateniense acusado de enseñar ideas peligrosas que jamás
cobró una moneda por clases que además nunca dio. Preguntaba y discutía al aire
libre buscando el saber en respuesta a un mandato que consideraba sagrado. Delante
de jóvenes que lo seguían sin haberlos llamado, quería entender por qué el oráculo
de Delfos había declarado que era el más sabio de los hombres. Él, que decía no
saber nada y halló en reconocerlo la ciencia mejor: aceptar los límites de
nuestra finitud ante la inmensidad de lo existente.
Cuánto
consuelo da su imagen –que la cicuta dejó intacta– a quienes tenemos un público
constante, un programa de temas y decenas de manos copiando cada palabra
nuestra, mientras a solas nos atormenta la culpa de abusar de una autoridad que
no tenemos y el terror de atrevernos a actuar sobre seres tan sensibles.
En tiempos en que influyen
más los agentes de publicidad que los poetas y los pensadores; en una sociedad
como la peruana que maltrata su mayor fuente de riqueza con salarios
ignominiosos, estructuras que sofocan y prejuicios humillantes, ¿qué nos lleva
a amar la docencia y a sentir felicidad ejerciéndola en medio de tantas aflicciones
cotidianas?
Aconsejaba
Francisco de Sales: “si quieres aprender algo, lee un libro; si quieres
aprenderlo mejor, estudia; pero si quieres aprenderlo óptimamente, enseña”. No
vamos al aula –como tampoco escribimos– para transmitir un saber, sino para alcanzarlo
reuniendo otras miradas que multipliquen nuestro pequeño haber. Quien esté satisfecho
con su pensamiento hará de un auditorio multimedia o de un cuarto con esteras
un país en orden, pero también en silencio.
El maestro es “el
correo de lo esencial”, decía George Steiner. Porque nadie es la suma de sus
logros sino la magnitud de sus anhelos, no es al profesor a quien han de creer
sus alumnos, sino a la verdad, la belleza y la justicia que él no encarna, pero
a los que señala por encima aun de sus pecados. La grandeza de quien enseña no
está en su erudición o su pericia didáctica, sino en la superioridad de la cual
es mensajero.
Que
miren no su tiza o su corbata, que sigan no su voz o unas imágenes. Que sientan,
sí, cómo tiemblan los muros con sus gestos, emociones y desplazamientos. Ninguna
pedagogía supera a la pasión. “La dilatación de la pupila importa más que la
preparación del curso”, escribe Constantino Carvallo, y añade: “hay que entrar
a las aulas como un orate” y “enseñar con el corazón henchido, apasionados,
echando fuego, fascinados con lo que vamos a contar”.
Cuando
algunos creen poder fomentar el hábito de la lectura perorando sobre lo bueno de
ser culto, en el fondo de mi memoria Séneca se despierta, se viste y aclara categórico
que “el amor no se enseña”. Se contagia. Si los niños no nos ven leyendo a sol
y sombra, afiebrados por una página, alborotados por una frase, hablando hasta
por los codos de una historia; los libros seguirán siendo piezas mudas,
rectangulares y anacrónicas, en las que no hay vida porque nadie la ha sabido suscitar.
Los
directivos de un colegio inglés supieron que el abuelo de un alumno era
escultor. Decidieron contratarlo. No para que expusiera sus obras o impartiera algún
taller, sino para que, en un espacio adecuado, se dedicara a seguir haciendo lo
que hacía. Una mañana unos niños lo descubrieron. Avisaron a otros. Pronto una valla
de ojos callados espiaba a un anciano que, encorvado, paciente y con hermosas
manos sucias, insuflaba espíritu a la materia. Con los años, algunos de
aquellos curiosos se volvieron artistas o críticos de arte. (Puedo decir que no
aprendí de ningún libro ni escuela el amor al trabajo, el respeto por la
palabra y el afecto por las personas, sino de mi abuelo campesino que tampoco dio
una clase ni publicó libro alguno.)
En toda educación hay
influencia, pero también libertad. Traiciona su oficio el docente que distrae al
estudiante de un camino que solo por un breve tiempo coincide con el suyo. Claro
que fascina a cualquier mortal la experiencia del poder. Un conjunto de miradas
devotas sana otros dolores de la existencia. Pero el fin de las clases no está
en nosotros, que desaparecemos; ni en nuestras ideas, que son de aire. Diógenes
Laercio llamó a Aristóteles “el más genuino discípulo de Platón”. Al contradecir
al maestro de la Academia, puso en práctica su lección principal: “soy amigo de
Platón, pero más amigo de la verdad”.
Con
razón decía Manuel García-Morente que “el maestro es el hombre de las despedidas”.
Hacen falta abnegación y generosidad “para no sentir el alma dolorida ante ese
eterno desfile de los que vienen, reciben, aprovechan y se van, a veces sin
volver siquiera la cara”. Pero ¿por qué habría que retenerlos, si hasta los
hijos se van? Quien enseña no secuestra jóvenes conminándolos a repetir sus conceptos,
que es como condenar al presente a que sea apenas la prolongación de un pasado.
Me
complace saber, dice Constantino Carvallo, que “mi alumno ya se olvidó de mí”,
que aprendió a enfrentarse a la calle. La perfección docente consiste en algo “que
yo no tengo: el desapego”. Al maestro “se le va un alumno y tiene que olvidarse
de él para amar a todos los que vengan”. Solo así se comprende que “las cosas
más bellas terminan, pero la vida continúa”.
La
fugacidad del trato quizá apremie a dejar un rastro que nos sobreviva. Pero forzar
en otros el recuerdo desvirtúa la relación. Es detestable congraciarse con los estudiantes.
Todo halago condena, pues acaricia y mima el estado de un ser que no debe dejar
de moverse. Decirle a alguien “eres brillante” es un error, porque nada es
suficiente. La popularidad del profesor puede hasta costar la mutilación de una
extremidad que no creció por falta de ejercicio. Qué profundo desprecio por el
ser humano hay en quien alega que “a los chicos hay que darles solo lo que les
gusta”.
Rudyard Kipling evocaba así a su maestro de literatura:
“me enseñó a odiar a Horacio durante dos años, a olvidarlo durante veinte y
luego a quererlo por el resto de mis días y en muchas noches de insomnio”. Imagino
un docente que persistió en la exigencia, confiando en el alma del escolar
antes que en sus melindres y protestas.
Si bien, la cordialidad es la
temperatura ideal en cualquier comunicación. Es verdad que para amar es preciso
conocer, pero también es cierto lo contrario: que para conocer es preciso amar,
pues el gusto y la empatía abren los sentidos y despejan los senderos de la
inteligencia. Saber es poder recordar y recordar significa re-cordis: “volver a pasar por el corazón”. Y al corazón únicamente
lo mueve el estímulo, y no la prepotencia que oprime ni la blandura que no deja
huella.
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