Filosofar es mirar la lluvia en la ventana. / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Foto: Víctor H. Palacios Cruz |
(Prólogo de mi libro inédito "La lluvia en la ventana" / Ilustración: foto V. H. Palacios Cruz -Cajamarca)
Dice Arthur Schopenhauer: “una
filosofía entre cuyas páginas no escuchamos el llanto y el crujir de dientes no
es una filosofía”. Expresión de la herida aún abierta en un hombre que evoca un
episodio de su infancia: “me encontraron mis padres, una tarde que retornaban a
casa de un paseo, en la más absoluta desesperación, porque repentinamente me
imaginé abandonado por ellos para siempre”. La infancia es un fundamento en la
existencia, y lo que haya ocurrido en ella ocurre todo el tiempo.
Contra los vicios de la academia, la
filosofía no trata de ideas sobre ideas, de autores sobre autores ni de libros
sobre libros. Ideas, autores y libros son solo diversos tratos con lo que en
definitiva importa: el mundo y la vida. Y ninguna fuerza conmina a pensar las
cosas tanto como la pérdida de la sintonía con ellas. Nacer es, por cierto,
haber perdido una sintonía primordial.
La teoría de Platón enseña que
la admiración es el origen del pensar; su biografía, en cambio, revela que una
serie de desdichas desvió su vocación política hacia la profesión
contemplativa. Las tres ocasiones en que se propuso instruir a un tirano (en
Siracusa) y terminó violentamente expulsado de la corte; la derrota de la
refinada Atenas a manos de la ruda Esparta; y la injusta condena del hombre más
bueno y sabio, Sócrates, dictada por un tribunal legítimamente constituido.
Su concepción de un más allá
inmaculado, inmutable y primigenio –el cielo de las Ideas– es, en buena parte, la ansiedad de una esperanza para el
tránsito por una Tierra hostil a los anhelos. Las especulaciones de Platón
provienen de la desilusión más que de algún lúcido regocijo. La filosofía,
escribe Lyotard, “nace a la vez que algo muere”.
La filosofía la inventaron los griegos
y no fue casualidad. Su mentalidad era inicialmente mitológica, pero los
relatos de sus creencias alentaron audacias a las que la razón no se pudo
resistir.
En la Ilíada, por ejemplo, Hefesto labra el escudo de Aquiles para su
duelo con Héctor. Sobre el curvo metal, sin embargo, no coloca una figura
terrorífica que amedrente a su rival, sino un firmamento estrellado bajo el
cual dos ciudades pueblan el orbe. Una de ellas experimenta la guerra; la otra
las vicisitudes de la paz. En esta se recrean unas bodas y a la vez un litigio
judicial; frente al ajetreo de las ciudades, la paz del campo; después del
arduo trabajo agrícola, los festejos con vino y danzas; y junto a los pleitos
humanos los de la fauna silvestre. Una ordenada proliferación de cuerpos,
emociones y destinos, rodeados al fin por la orla del Océano.
Homero traza una secuencia: del
plano general a los detalles, y de estos de nuevo a la totalidad; cada escena
tiene su versión opuesta o paralela. Hay gestas heroicas, pero también
ocupaciones cotidianas. Hay muerte y dolor, pero también júbilo y celebración.
El realismo de las costumbres y los afanes adquiere su justa proporción en la
vastedad de lo existente.
Pero, ¿por qué eligió Homero
semejante decorado para un arma? En verdad un escudo no lastima, más bien cubre
y protege, y nos permite desplazarnos con desenvoltura. Del mismo modo que una
red de ideas nos guarece de las inclemencias de la abrumadora realidad. Con
palabras de profetas, poetas y filósofos alzamos una antorcha y nos adentramos
en lo desconocido. Los niños necesitan historias para adquirir aquello que,
según Nietzsche, pone en marcha la vida: la confianza. Esa cuota de seguridad
cuya ausencia el adulto Schopenhauer intentó compensar con razonamientos.
Reflexionar, describe Emmanuel
Levinas, es partir de un mundo familiar, de un lugar que habitamos, hacia el
ámbito de lo extranjero. En efecto, ¿cómo ir al exterior sin una interioridad
que haya robustecido nuestros huesos? ¿Cómo viajar a ningún lado sin una Ítaca
en lo talones? Si la filosofía es una representación del mundo, no hay
filosofía sin ese primer estar-en-el-mundo
que es la casa. Un espacio a nuestra medida donde una mañana reparamos en que
en verdad somos pequeños. Gracias a una ventana.
Si el hogar fuera solamente
comida, bastaría con la mesa; si fuera únicamente descanso, un lecho sería
todo; si fuera solo refugio, la cueva nos contentaría. Pero una casa es nuestra
primera experiencia de la armoniosa reunión de las cosas, por tanto nuestra
primera experiencia de la unidad y el sentido. Debe ser por ello que, a fines
del siglo XVIII, Novalis decía que filosofar es “tratar de estar en casa en
todas partes”.
La ventana, a su vez, impide que
el aposento se torne enclaustramiento. Deja entrar el aire o la luz; se abre o
se cierra a voluntad. Decía el poeta peruano Alfonso Cisneros Cox: “un charco,
la calle inundada de cielo”. Una abertura en la pared es el teatro de lo
infinito entre cortinas, la Luna deshaciéndose sobre una taza de café.
Una ventana alinea las calles,
los árboles, las montañas. En ella una lejanía distinta espera cada mañana. Su
marco de círculo o rectángulo, su angostura o amplitud, la altura de su
posición regulan el ángulo de una mirada dentro. Una ventana es una manera de
conferir forma al mundo.
No creo, pues, en una filosofía
hecha de papel ni en una sabiduría de escritorio. No hacen falta los temblores
y alaridos que Schopenhauer exigía de un escrito: una hoja seca, una capa de
polvo, un insecto muerto, ya prueban que nuestras manos conversan con nuestros
pies, que también otras ventanas ventilan nuestra mente librándola de la
seductora asfixia de sus fantasías, y que en nuestro corazón, como tras la
mudanza, la luz de una cariñosa convivencia añade a las sillas y los cuadros,
un mobiliario de hallazgos y de asombros.
Con la lluvia el cielo
desciende. Un millón de aplausos, una música sostenida por una multitud de
alas. Mirar llover por la ventana, aspirar el aroma del instante y pensar sin
aguardar recompensa, “jugar por jugar” (como dice la bella persona nombrada en
la dedicatoria). Más aún, no traicionar el deber de comprender lo que vivimos,
que es también el más humano modo de vivir. Ceder al sortilegio de la lluvia,
el mundo que nos llama en sus innumerables gotitas, más de una de las cuales
toca angustiosa el cristal de nuestro encierro.
Parafraseando a García Márquez,
esta miscelánea de artículos y conferencias es mi carpintería filosófica,
ejercicios que contienen seguramente equivocaciones, aventuras, veleidades,
contradicciones. Es decir, riesgos. Pero –y corro a las barbas de Platón–
“pensar que las cosas son tal como acabo de exponerlas, no es propio de un
hombre sensato”, no obstante lo cual “vale la pena afrontar el riesgo de
creerlo, pues el riesgo es hermoso”.
Ryokan (1758-1831), un monje
japonés que además era poeta y calígrafo, vivía austeramente en una choza.
Durante su ausencia, un intruso penetró en ella buscando piezas de valor. No
halló nada y al salir malhumorado vio a Ryokan que regresaba. Este, al advertir
el rostro disgustado del extraño, sintió lástima y le entregó las prendas que
vestía. El forastero, perplejo, huyó a toda prisa con su escaso botín. Por la
noche, sentado en silencio sobre el duro piso de su morada, el monje miró el
cielo y escribió: “al ladrón se le olvidó la Luna en la ventana”.
El libro "La lluvia en la ventana", inédito aún, reunía una serie de artículos de prensa y conferencias sobre distintos campos: tecnologías y condición humana, arte, educación, ciudadanía, sociedad, etc. También un estudio sobre la originalidad del pensamiento de Montaigne sobre el viaje como una experiencia enriquecedora del sujeto, y otro sobre los libros de papel en la era digital
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