El rostro biográfico y el rostro quirúrgico. / Por: Víctor H. Palacios Cruz


         
El rostro es un signo constante de sí mismo, del cuerpo y de la persona. Toda representación humana legal o artística privilegia esta parte de la anatomía. Algo “sin rostro” sugiere algo inhumano, y su encubrimiento parcial o total es la reacción impulsiva de quien desea circunstancialmente ocultar su identidad.
Toda comunicación real o presente supone una confrontación de rostros en el espacio, al punto que en distintos idiomas se describe como un “cara a cara”, face to face, tête à tête o testa a testa. Cuando media un soporte tecnológico, aunque este recurra a fotografías o videos, la conversación cambia su modo de acontecer.
Las facciones de una cara humana trazan, dice Julián Marías, una “síntesis biográfica”. En ella “descubrimos y hallamos por primera vez” a la persona y leemos “ese balance vital que la persona hace de vez en cuando”. Por tanto, el rostro des-cosifica el cuerpo individual. El cuerpo es ya un quién y no un qué debido a la existencia del rostro, conquistado gracias al andar a dos pies, que libera a las manos de su tarea de apoyo y locomoción, y al empleo del fuego en la cocción de alimentos que, en nuestros ancestros, suavizó los rasgos faciales y los órganos de la masticación.
Según Levinas, el rostro rehúye todo intento de posesión. Excepto en el sueño o la inconciencia, el semblante es un más acá que deja entrever un más allá, incluso cuando se propone esconderlo. Es el acento sobre la materia que somos, con su fina resonancia que remite a lo impenetrable, impenetrable aun para el sujeto de la cara.
            Reza un dicho anónimo: “un rostro sin arrugas es como un papel en blanco en el que no se ha escrito nada todavía”,  tan a contramano del esmero común de eliminar por todos los medios las “líneas de expresión”. Anna Magnani, diva del cine italiano de hace unas décadas, dijo a su maquilladora antes de rodar una escena: “no me ocultes ninguna de mis arrugas, que me han costado muchísimo”.
            Contra lo que se cree, el consumismo no fomenta el apego de las cosas. Se habla de la religión del dinero, pero en rigor la pasión de comprar en nada se parece menos que a la práctica del culto. Por el contrario combate la persistencia de los objetos y las formas, requisito indispensable de la idolatría. La ley del consumismo es la desaparición de los bienes, su urgente sustitución, el desecho de unas ilusiones velozmente envejecidas. La fiesta del shopping –animada por los señuelos del crédito y la promesa de paraísos que descienden a pedido– silencia con su seductor espectáculo el masivo y diario acarreo de los productos hacia “la mar que es el morir”.
Si en el lamento de que todo pasa y perece sin remedio de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, se acepta con sabiduría la inexorable marcha de la existencia, el afán de dominio de la naturaleza y el poder técnico propios de la modernidad han legado a nuestro tiempo el ansia de disimular la certeza de morir bajo la farsa de un incesante comienzo, celebrado en el instante de adquirir y estrenar.
El “nacer de nuevo” sucede en la periódica actualización de las marcas y los empaques, en el cambiante look de las mercancías que se contagia a los humanos, a sus amores y creencias. En el frenético trasiego urbano el consumidor contrae la rapidez de lo que pasa por sus manos. Entonces nada más lógico que preocuparse por la aptitud de su figura para competir en el agitado mercado de la sociedad y el trabajo. De ahí la obsesión, dice Zygmunt Bauman, por “invalidar el pasado” y “amontonar varias vidas en una sola estadía abominablemente corta en la tierra”.
La eminencia del rostro como imagen del yo es una presa apetecible para esta fiebre planetaria que todo lo cotiza y pone en vitrina. La faz ligada a un periplo, a unos rasgos largamente afirmados, se convierte en un obstáculo y un motivo de vergüenza. Si antes complacía la duración de los artefactos, ahora humilla no haberlos reemplazado en un lapso cada vez más breve. Obsoleto como los bienes de consumo, el rostro exige ser intervenido y renovado cada tanto. Lo que abre una disociación entre el cuerpo, el rostro y el yo, que infunde la insatisfacción y la culpa.
En la pieza teatral “The Mask Maker” del mimo francés Marcel Marceau, un artesano sostiene orgulloso unas máscaras que acaba de pintar. Cada una de ellas es un gesto, una mueca, una emoción solidificadas. Se las prueba una tras otra hasta que un abrupto contratiempo lo interrumpe. La máscara de la alegría se ha adherido a su rostro y no puede quitársela. Tras varios esfuerzos infructuosos y desesperados, su cuerpo se agita y cae con angustia y dolor, mientras sobre la cara –en un espléndido logro del arte de Marceau– la alegría persiste inalterable. La alegría es un sentimiento que concita la aprobación pública (nuestra era censura la profundidad de la tristeza), pero en el hacedor de máscaras no es ya una expresión sino una prisión, ni tampoco un misterio sino una simplicidad.
En cada modelo impuesto por los consorcios de belleza, el semblante retocado con insistencia dice el momento pero no dice más a la persona, puesto que ya no dice una historia. Si todo rostro aprende a mentir tempranamente, la cara que sale de nuevo del quirófano es una mentira que se fija y que provocará un nuevo conflicto que llevará de vuelta al bisturí en una espiral interminable. La adicción a los selfies es una versión menos dolorosa pero no menos sintomática de esta patología. Si el cuerpo es algo que se compone y transforma, pierde su aptitud para proporcionarnos por sí mismo una identidad. La inseguridad consiguiente habrá de buscar consuelo en la adopción de las sucesivas determinaciones de la identidad digital.
En la paulatina pérdida del rostro biográfico se consuma un adiós a nuestro camino. Al único camino que nos es dado. Algunas veces, es cierto, esta negación del trayecto vivido se relaciona con la asfixia de un pasado intolerable y terrible. ¿Cómo se vive con una memoria malherida si la identidad personal es siempre el fruto de un relato? El caso es que ahora el rostro quirúrgico es la cárcel no del alma sino de la persona entera. Cárcel sin escapatoria de un cuerpo oprimido.
Si no es posible el yo sin un , privado de la mirada cotidiana que me recuerda y acoge, decae la firmeza y la conciencia de mí mismo. El humano es el único ser que necesita saber quién es para serlo y en ninguna ocasión lo sabe mejor que en la mirada del prójimo, fuera de la veleidad interior de la mente, en el aire entre dos rostros que se encuentran e intercambian sus respectivos trocitos de mundo.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué la filosofía es la menos abstracta de todas las ciencias? / Por: Víctor H. Palacios Cruz