Botero y Giacometti: conveniencia de las contraposiciones estéticas / Por: Víctor H. Palacios Cruz



Una exposición dedicada a Alberto Giacometti (1901-1966) en el Museo del Prado (Madrid, abril-julio de 2019), en que sus esculturas alargadas contrastan o dialogan, en la mirada visitante, con los cuerpos exuberantes de las telas de Tiziano y Tintoretto, Las Meninas de Velásquez y los seres espiritualizados de El Greco. La propuesta es sugerente. Personalmente, vuelvo a un texto previo en que, considerando la plástica del escultor colombiano Fernando Botero –para muchos condescendiente y reiterativa–, jugaba a comparar dos tendencias contrarias en los imaginarios culturales, más allá de la sola estética.

Esculturas de Botero: carnalidad y volumen. No obesidad, sino rotundidad de la presencia y desproporción de la intensidad. Una humanidad que, contra las trampas de la fluidez digital, sigue siendo cuerpo, roce y gravidez. Sus personajes tienen el gozo que hay en la anchura de los anhelos.
No padecen la inmovilidad de las formas cúbicas ni el cuchillo de sus aristas. Más bien rebosa en ellos la curvatura de la despreocupación, de la armonía del puro estar en el presente absueltos de toda aventura terrena o celeste.
Anatomías infladas no por la chatarra de las comidas sino por el tamaño de la alegría, conducta verdaderamente subversiva en la era de la velocidad superficial y la autoexplotación deportiva y laboral. Una gordura no hecha de lípidos y culpas, pues toda gran felicidad es un riesgo cardiovascular. Sus esculturas son la candorosa dilatación de la vida desembarazada de la vida.

"Toda gran felicidad es un riesgo cardiovascular".

Esculturas de Giacometti: figuras filiformes, fragilidades vagabundas. Fantasmas que no terminan de ascender, que no terminan de enraizar. Seres adelgazados por la angustia, fina orilla vertical sobre cuyos costados se precipitan los naufragios silenciosos. Seres deshidratados por el caluroso acto de pensar. Ceniza de nuestras huellas también.
El afán de invisibilidad de un yo vulnerable a la exposición y capaz de explotar bajo la artillería de la calle observadora. Cuerpo deshabitado no por el hambre sino por la huida, por el exilio de la realidad, la alienación de la carne insumisa que perturbó a Platón y a su progenie.
Trayecto de una gota de lluvia en su caída. Longitud no rectilínea que delata que ser un humano es ser una herida. Cuerpos estilizados no por la frívola abundancia que por aburrimiento juega a la carencia. Ni por la anorexia a que incita una sociedad implacable y narcisista que hace de la biología un pérfido suplicio. Certeza de que ser un humano es siempre un exceso.

Esculturas de Giacometti en El Prado.

Los cánones de la belleza son diversos y contrarios, todos verdaderos. Solo cuando alcanzan ciertos extremos nos dejan confundidos. La esfericidad a que tienden las cerámicas de Chulucanas en el cálido norte del Perú, o los cuellos elevados del taller del maestro Hilario Mendívil en la fría altura de Cusco.
La venus de Millendorf en la rudeza del paleolítico; y ahora –en una civilización aún más extraña– escuálidas Barbies de jugueterías y pasarelas ostentando la marcas de sus bolsas de tiendas superpuestas, como antes, en las pinturas de Rubens y Tiziano, los cuerpos exhibían la salud de sus carnes opulentas.
Asimismo, el contraste entre la horizontalidad de la tierra y la verticalidad del ansia humana. Entre la gravedad que apega y causa la ruptura de la partida; y la rebeldía que concibe una altitud divina hacia la que se estira y raspa con el borde de las uñas.
La necesaria contradicción del ser que somos: amplitud y columna; arpa y tambor; contundencia mamífera y aleteo de mariposa.

"Escuálidas Barbies de jugueterías y pasarelas ostentando la marcas de sus bolsas de tiendas superpuestas, como antes, en las pinturas de Rubens y Tiziano, los cuerpos exhibían la salud de sus carnes opulentas."

En conclusión, no es cierto que unos deban tener la metafísica flacura de Don Quijote y otros la tierna robustez de Sancho Panza. He allí la gran cuestión de la historia: el no haber aprendido a morar en la bifurcación sin tener que perdernos a prisa por solo uno de los senderos.
Dicotomías del lenguaje, abstracto y artificial, que infligimos al prójimo y al planeta: ser alma o materia, ser razón o sentimiento, ser individuo o sociedad, ley o libertad, éxito o derrota, Cielo o Tierra; en vez de serlo todo y ser en paz como somos. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin.

Cerámica de Chulucanas (Piura) y artesanías de Hilario Mendívil (Cusco).

Más sencillamente dice Michel de Montaigne: “cuando como, como; y cuando rezo, rezo”. Heredero de un castillo, criado por voluntad paterna entre humildes leñadores a fin de curtir su carácter antes de ser educado en Virgilio y Homero, y allegarlo a las gentes del campo antes de mezclarlo con duques y obispos. Hombre a caballo, con un pie en un lado y el otro en el opuesto, para no encerrarse en uno solo de los mundos y recordar que “el humano más honesto es el humano mezclado”, como dice su sabiduría latina y campechana.

"He allí la gran cuestión de la historia: el no haber aprendido a morar en la bifurcación sin tener que perdernos a prisa por solo uno de los senderos."

Finalmente, sin una adecuada ración de Sancho, caeremos en el primer pozo acusando a una estrella; pero sin una discreta dosis de Don Quijote nos ennegrecerá el humo de nuestra estufa.
Benditos los héroes, escasos como los poetas; bendita la mediocridad, común y casera, con su sabor a pan y limones frescos en un rincón. Las dos cosas que de verdad hacen falta: una ventana por donde mirar lo inabarcable y una mesa sobre la que apoyar nuestras pequeñas blandas manos.


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